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Ilustrado por: Caro Poe

Paola Rodríguez

 

A mis veinticuatro descubrí la frialdad de los pasillos blancos, carentes de alma del hospital Pasteur. Desde que internaron a mamá los recorría todos los días, con mi termo, mate, y alguna amiga o amigo que viniera a hacerme compañía. Llegaba hasta la sala del CTI con los demás familiares de los internados, habíamos armado un pequeño grupo de apoyo, sin intención de querer hacerlo, simplemente estábamos ahí para el otro, sosteniendo la mano de aquel que había recibido la fatídica noticia.
La frase era casi igual para todos
«Lo sentimos mucho, no hubo más que hace»
Compartimos horas ahí dentro, pasábamos más tiempo entre nosotros que viendo a nuestros seres queridos, ya que la visita duraba solo una hora.
Cada uno de nosotros al mediodía esperábamos escuchar el llamado del médico, entrar al consultorio era tortuoso. Del tiempo que estuve ahí, no vi a nadie salir con una sonrisa en los labios y el corazón en las manos, sino más bien con la tristeza en el alma, y el corazón arrastras.
Con los días el grupo se fue reduciendo, recuerdo dos personas en especial. La señora Ana, de unos setenta años, bajita, menuda, era una persona muy dulce. Cuando el doctor dijo el nombre de su marido, se sentó, miró al techo y mientras una lágrima recorría su rostro marcado por el tiempo, recitaba en sus labios una súplica al cielo.
—Señor, se lo suplico, que voy a hacer yo sola en esa casa tan grande.
El doctor salió y volvió a llamarla, se puso de pie y se dirigió hacia él. Lo último que recuerdo fue su llanto, tan desgarrador que diez años después, sigue impregnado en mi memoria.
La otra persona estancada en mis recuerdos, era una joven llamada Patricia, mi padre la conocía, vivía cerca de su casa, ella tenía el cabello corto y rubio, era un poco mal educada para hablar; sin embargo, a mi padre lo respetaba y por consiguiente a mi familia también. Papá me comentó que su familia manejaba una boca de droga, su hermano había sido herido en un negocio turbio que no salió bien, mientras este, intentaba huir, fue herido con un arma. Su compañero de fechoría lo dejó tirado en la calle con más de cuatro balazos en su cuerpo.
Ella y su familia esperaban que saliera de esto, él tenía solo dieciocho años, y creían que su juventud lo ayudaría.
Un día, llegue a la sala y ella estaba hablando por el teléfono
—Mi hermano murió, anda y mata a este hijo de puta que lo dejó tirado, que la madre sienta lo que nosotros sentimos
Me siento al lado de mi hermano y me dice.
—El corazón del pibe no aguanto más.
Nunca supe si las órdenes de Patricia habían sido ejecutadas, supongo que, si hubiera salido en el informativo, el veredicto habría sido ajuste de cuentas.
Ese día nos dijeron que mamá había tenido una pequeña mejora, mis hermanos se fueron a trabajar, yo me quede en el hospital con los demás visitantes. Entre a verla, ella no podía hablar por la incisión que le habían hecho en su garganta para ayudarle a respirar. Tenía que leerle los labios, recuerdo que murmuró.
—No quiero morir
Le dije que no iba a pasar eso, que se lo prometía, que iba a vivir, y que nos íbamos a casa juntas.
Después de una sola hora con ella, en aquel lugar donde día tras día veía como las camas a su alrededor, se vaciaban, le dije Te amo, y me fui.
Mi hermana me ordenó que desinfectara la casa, si le daban el alta a mamá todo debía de estar impecable para ella. Por lo tanto, ese día no fui al hospital a primera hora como siempre. Me había entretenido en la limpieza de la casa, llegaba a dormir y alimentar a mi perra, así que me tomo un poco más de tiempo de lo que pensé. De pronto recibo una llamada del hospital, que fuera de inmediato a ver a mi madre, dejé todo y fui a la parada a tomar el ómnibus, en el recorrido llame a quien en su momento era mi novio. Casi ni me había acompañado en esta etapa tan difícil de mi vida, había venido nada más que una vez al hospital, así que le supliqué que por favor viniera, que no sabía que estaba pasando con mamá y no quería estar sola. La discusión telefónica se subió tanto de tono, que una vecina que iba en el mismo ómnibus se levantó de su asiento y me dijo, si necesitas algo, solamente dímelo, y se bajó en su parada.
Por fin llegué al Pasteur, los pasillos del hospital se sentían eternos, solamente podía escuchar el eco de mis pasos, los demás sonidos externos a mí, como pacientes, médicos, maquinaria, todo lo había anulado.
Mi hermano estaba en la puerta del consultorio, esperando por mí.
—Dicen que hace una hora llamaron.
—Alba Pérez —El doctor, dijo su nombre, nos dirigimos al consultorio—
tomen asiento.
Para ser sincera no recuerdo absolutamente nada de lo que dijo antes de estas palabras.
—Lo sentimos, hicimos lo que pudimos, su madre falleció.
Quedé paralizada, no entendía que paso, se suponía que había mejorado, mi hermano me sacó de ahí como pudo, yo empecé a sentir que las paredes del hospital se movían. Todos en la sala se acercaron a mí, yo lloraba sin consuelo. Mi hermano llamó por teléfono y recuerdo escucharlo decir
—No está bien.
Esa fue la última vez que vi a mi hermano mayor.
Mi llanto se volvió incontrolable, parecía ajeno a mí, involuntario. Me ayudaron a tomar asiento, todo se veía nublado, no reconocía los rostros de las personas que me rodeaban, esas mismas personas con quien llevo compartiendo tres semanas se habían vuelto desconocidos. Nunca había vivido un ataque de ansiedad, no sabía qué hacer. Mi llanto era cada vez más fuerte, me cortaba la respiración, no podía sentir el aire llegar a mis pulmones. Una joven se abrió paso entre la gente, me tomó del rostro entre sus manos y me dijo.
—Cálmate, respira, estás a punto de desmayarte, respira hondo, estás acá
con nosotros, respira.
Se tuvo que alejar de mí porque empecé a vomitar, no tenía control de mi cuerpo, una vez más me dice.
—Respira, cálmate.
De a poco fui volviendo a mí, después de unos minutos siento mi teléfono vibrar, era mi amiga Rosana, respondí con mi mente todavía situada en una isla llamada «no lo puedo creer» y le conté lo sucedido.
Al rato sale un enfermero, tenía que entrar a reconocer el cuerpo, me levanté de mi asiento, y entré al CTI. Y ahí estaba mamá, sus ojos estaban abiertos, intenté cerrarlos, pero no pude. Su piel estaba fría, no pude contener el llanto, se supone que debemos mantener la calma por los demás pacientes, pero no pude evitarlo y empecé a derramar las últimas lágrimas que quedaban sobre la fragilidad de su cuerpo vacío.
«Perdón mamá, no te pude cumplir la promesa, no te puedo llevar a casa»
Fin.

Paola Rodríguez

Paola Rodríguez

Autora

Estudiante de psicología, 37 años de edad, resido en la ciudad de Montevideo,
autora del poemario letras del destino, y la novela Lara Glasgow el comienzo.
Empece a escribir a los diez años pequeños relatos, pero en la adolescencia descubrí a poetas como Julio Herrera y Reissig, Delmira Agustini e Idea Vilariño, y me enamore de la poesía, empezando mis primeros poemas a los dieciséis años.

Caro Poe

Caro Poe

Directora de Diseño

Diseñadora gráfica.

Soy encargada del departamento de Diseño e Ilustración de este hermoso proyecto. Estudiante de Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Como no soy escritora, encuentro de gran complejidad describirme en un simple párrafo, pero si me dieras una hoja, un bolígrafo y 5 minutos, podría garabatearlo.

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