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Ilustrado por: Maricielo

Victor C. Frias

La doctora Silvia Rojas giró las llaves de la morgue y pidió a los camilleros que lo pusieran adentro. Aguardó firme como prefecta escolar a la hora de salida, sin soltar el pomo de la puerta. Manuel, su practicante, se había apartado y esperaba obediente en la entrada.

–Gracias, caballeros. Pueden retirarse –se ajustó las ovaladas gafas con impaciencia. Asintió y el joven pasó. Esa vez trabajarían encerrados bajo llave.

–¿Y el doctor Mireles?

–No nos acompañará –respondió Rojas, colgando su bolso en un perchero junto a los interruptores.

–Entonces, ¿qué procede?

–Guantes, mascarilla y lentes de seguridad.

Ese muerto solitario era una petición especial que, por alguna razón, terminaría en un registro secreto. Mireles había revelado poco cuando les marcó para interrumpir sus veladas, pero sí dejó un vuelco en ambas corduras mientras hablaba. Por supuesto que acudieron.

Prepararon las luces y el material quirúrgico, y finalmente quedaron en los costados de la plancha como testigos únicos de lo que estaba a punto de suceder; arrebatados del mundo por el silencio de la 1:00am y los vapores de formol.

Manuel tenía una pose militar que daba pena ajena: acentuaba su papada y el torso tenso en la bata abotonada hasta arriba. Ella le miró fijo y sujetó la cremallera del saco, para correrla con inmensa curiosidad. El joven empezó a jadear.

–Sereno. Yo tampoco sé que hay aquí.

–Entendido, doctora.

Se encontraron con un cadáver masculino de edad de cuarenta y tantos, cejas abundantes, nariz aguileña y labios breves. Llevaba una barba de candado muy crecida.

–Ah, no es de por aquí. Me lo imaginé con un adorno extravagante en la cabeza.

–Ya revisaremos la información de su ingreso –añadió Silvia, y continuó bajando el cierre hasta dejar todo el pecho expuesto.

Así comprendieron la ausencia del doctor. Les había llamado como un grito de auxilio, porque eran sus colegas de confianza y le escucharían sin reservas aún en día de descanso. Aunque era un caso raro, imperdible, no quería quedarse a seguir sufriendo la espantosa impresión. Le esperaban semanas de pesadillas.

Había un agujero en ese cuerpo, como si un puño le hubiera arrancado el corazón y se cauterizara con un lanzallamas. Era una laceración profunda y seca, de asquerosa negrura que se esparcía por el torso como latigazos de hollín. A simple vista era imposible saber qué la había provocado.

Silvia comprendió lo que Mireles le había pedido por teléfono y dio las primeras órdenes.

–Prepara un soporte universal con anillo y tela de asbesto. Y un vaso de precipitados de un litro. Por favor –pidió, absorta en aquel pozo de incógnitas.

Al practicante le extrañó ver a su heroína asombrada.

–Mierda. ¿Por qué no lo pensé antes? En fin, ya no hay tiempo.

–¿Todo bien, doctora? –preguntó Manuel apretando con torpeza el anillo, que se tambaleaba en el soporte como flotador de inodoro.

–Debo salir rápido. Discúlpame, ya regreso.

Y sin escuchar respuesta, Silvia salió de la morgue y cerró por fuera para internarse en los pasillos del hospital, infinitamente menos aterradores que la soledad del joven ahí dentro. Apretó el paso y se cerró más la bata.

Llegando al consultorio del Dr. Mireles, buscó el archivero que le había indicado, junto al escritorio, y sacó una bolsa negra cuyo contenido era un bote plástico etiquetado por el proveedor de reactivos químicos:

METAL DE WOOD
Punto de fusión: 70°C

Composición en peso:
50% bismuto (Bi)
25% plomo (Pb)
12.5% estaño (Sn)
12.5% cadmio (Cd)

No tardó ni tres minutos. Entró despeinada y abrazando el producto. Debajo de la mascarilla dio un suspiro de alivio. Sin embargo, Manuel tenía algo que decirle. Señaló el cadáver y ambos lo observaron.

–El tiempo está pasando, doctora.

Vieron los párpados del difunto entreabiertos. Las pestañas hacían sombra, ya no estaban por completo pegadas; y el abdomen empezaba a abultarse.

Ella se apresuró sin saber por qué exactamente, y de una gaveta sacó un mechero de Bunsen con manguera. Lo conectó ella misma a la toma de gas sobre la barra de acero inoxidable, para ahorrarse la desconfianza. Sacó un encendedor de su bolso y, ya dispuesto todo, le quitó el sello al bote de metal de Wood y se lo pasó al joven.

–Ábrelo, por favor.

Mientras, encendió el mechero y reguló la flama debajo de la tela de asbesto. Colocó sobre esta el vaso de precipitados y le pidió a Manuel que pusiera varios trozos metálicos dentro. El fuego comenzó a calentar el vidrio. Él examinó la etiqueta detenidamente, como queriendo memorizarla, y así se quedó un rato. Silvia no soportó esa escena de él tan frecuente y fue por un agitador para dirigir la fusión del metal.

–Ve por pinzas para el vaso. Cuando esté líquido, tú lo verterás en la herida del cadáver.

–¿Para qué?, ¿es un procedimiento nuevo, doctora?

–¿Recuerdas lo que pasa cuando se vierte aluminio fundido en una colonia de hormigas?

–¿Cómo?

–Olvídalo. Tráelas ya, que está listo. Poco arriba de 100°C, para tener un margen.

Silvia abrió con más amplitud la bolsa donde venía el cuerpo y se apartó para que el metal cayera lo más directo posible. Debía enfriarse ahí dentro, no en medio del aire. La herida fue llenándose y se comportó como un molde. Esperaron un momento; ella estaba ansiosa por sacar el sólido resultante y descubrir qué había matado a aquel hombre.

–Muy bien Manuel, devuélvelo al soporte. Veamos qué tenemos aquí…

Extrajo con cuidado una punta grisácea, irregular y llena de ramificaciones; era lo esperado. Sin embargo, al estudiar mejor las formas predominantes se percató de lo que había en sus manos: un tentáculo perfectamente asentado, con ventosas rígidas y definidas de una manera tripofóbica. El estómago le tembló con dolor.

En la suposición surreal de que un tentáculo fuera un arma mortal, este habría entrado y salido al instante, dejando las rectas líneas de su ataque. ¿Por qué la marca en esa carne era un molde exacto?, lo sería si esa extremidad marina reemplazara en el espacio al pedazo de humanidad que ahí palpitaba… y desapareciera.

Silvia se sobresaltó por un golpe sordo. Alcanzó a ver de reojo que las manos del cadáver sostenían algo, antes oculto entre los pliegues del plástico y que, cuando lo expuso más, fue resbalando por la plancha. Aquello cayó al piso de la morgue. La doctora se agachó sosteniendo en alto el tentáculo de metal y vio el libro. De rodillas lo alcanzó y se enteró de que estaba partido a la mitad. Un corte en diagonal lo había dividido, y ella lo imaginó atrapado en una prensa para sufrir el paso de una cuchilla muy afilada.

Tenía un empastado en piel que daba una sensación indeseable al tacto. Empezó a hojearlo con la otra mano, en cuclillas. Había dibujos demasiado extraños para detenerse a verlos en ese momento, y textos construidos en un lenguaje aparentemente críptico. Debía tomarlo como evidencia, buscar la otra mitad y…

Vio el zapato del practicante pateando el libro y sintió el ardor infernal resbalando por su cuero cabelludo hasta quemarle la nuca. Cuando quiso levantarse, él la empujó y le arrojó el resto del metal fundido en la cara.

–¡Manuel, qué demonios! –gritó, determinada a despedirlo de inmediato.

Con los ojos casi afuera de las cuencas, el joven estrelló el vaso contra la pared detrás de ella, encogida de dolor en el piso. Recogió furioso la obra siniestra y la oprimió contra su pecho. Le crujía la mandíbula en eufórica satisfacción. Silvia estuvo agradecida de haber cerrado los ojos por acto reflejo, y pudo ver entre las punzadas y la máscara metálica cómo el demente se regodeaba en su hazaña. Conocía aquella mirada de fanatismo enfermo.

–Por fin la tengo… ¡la segunda mitad, JA! –un rojo sangre empezó a inundarle las pupilas, hasta desbordar cual llanto de un poseso irremediable.

Antes de desmayarse Silvia pudo ver la oscuridad que se lo tragó, y la dejó sola con un cadáver que le debía muchas explicaciones al mundo.

Víctor C. Frías

Víctor C. Frías

Autor

(@victorc.frias en Instagram)

Es un escritor mexicano de terror dedicado a explorar subgéneros como el sobrenatural, el psicológico y el horror cósmico. Cada sábado a las 14h (México) transmite en vivo a través de Instagram Live para narrar sus escritos y abrir un espacio para quienes quieran compartir lo propio en pantalla. Tiene cinco libros publicados en Amazon y relatos exclusivos a la venta en la plataforma Ko-Fi.

Maricielo

Maricielo

Ilustradora

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