María Alejandra Luna
Cuando pensamos en el vínculo entre la literatura y la gastronomía, al menos en Latinoamérica, nos viene a la mente la icónica novela de Laura Esquivel: Como agua para chocolate. Entiendo que desde cierta postura preciosista se le puedan hacer críticas a su técnica, a su tema, a los platos seleccionados. De cualquier modo, a mí me sedujeron su innovación, su realismo mágico y su sentimentalismo. Y, además, es una referencia casi ineludible, aunque a algunos sectores les pese.
Por supuesto, no es la única obra que combina ingredientes culinarios y una narración atrevida. Pero sí es la primera que me llevó a cuestionarme cómo resulta tan graciosa la relación entre el lenguaje poético, requisito para la literaturidad, y el mundo de la cocina. Soy una mujer que prejuiciosamente detesta esa labor, la de cocinar, y que está bendita por una familia donde ese quehacer le toca a otra persona. Sin embargo, a veces caigo en la trampa y cocino, es solamente en ese momento que comprendo la poesía latente.
Quiero decir… el concepto de poesía no es exacto, no es inmóvil. Todo lo contrario. Desde el Modernismo, hay tantas formas de hacer poesía como poetas haya para realizarla. Lo predijo Bécquer en esa bella transición del Romanticismo hacia la época más interrogada y, según yo, creativa. Como el concepto de poesía es flexible y de verdad llega a ser lo suficientemente inefable como para que todes les poetas tengan algo que decir al respecto, admite que las lecturas hagan foco en diferentes elementos en singular.
Antes mencionaba que la literaturidad exige lenguaje poético. Hay poesía en un poema, desde luego, y se nota y caemos rápidamente en el error de creer que es fácil reconocerla allí. Pero también hay poesía en narraciones, en tragedias, en comedias. La literatura es un uso especial y un uso estético de la lengua y del habla. Lo he aclarado en otros artículos y lo sostengo ahora. Ese uso se construye de diversas maneras que le abren las puertas a la polisemia. Una de ellas son los recursos de estilo.
Podría enumerar recursos que haya encontrado en Como agua para chocolate. No obstante, prefiero concentrarme en el más potente: las imágenes sensoriales. Sabemos que se trata de una fórmula en la cual las palabras y expresiones se combinan de tal modo que habilitan la remembranza de una sensación registrada por los sentidos. Hay imágenes sensoriales táctiles, gustativas, olfativas, auditivas y visuales. Cada una requiere su propia confección y se apoyan mucho en la trama descriptiva.
¿Por qué resalto el papel de las imágenes sensoriales en esta novela? Porque dan un testimonio claro y contundente de lo perfecta que es la incorporación de los conocimientos culinarios en la poesía. Aunque no cocinemos, es improbable que no hayamos visto cocinar o que no hayamos comido nunca (sí, lo digo desde un lugar privilegiado). La cocina pone a prueba nuestra sensibilidad íntegra: escuchamos las frituras o la acción de picar y podemos imaginar, olemos la cebolla y el ajo y podemos imaginar, vemos la comida emplatada y podemos imaginar, tocamos un pan y lo vemos teñirse de rojo salsa y podemos imaginar y sí, finalmente probamos bocado y ya no imaginamos, sino que sabemos.
Ese juego previo al acto de comer es poesía. Trasladar ese juego previo al acto de comer a la literatura es sencillo. Y a la vez es complicado. Están estrechamente asociadas cocina y poesía, son de la misma familia. Sin embargo, ambas son inefables. Atrapar las sensaciones gastronómicas en estrofas o párrafos para comunicarlas, para transmitirlas, solicita pericia. Las imprecisiones malograrían la empresa. Contar con que les lectores han comido por lo menos una vez en la vida es un arma de doble filo: conocen como gente experta de qué hablan les poetas cocineres; les parecería igual de costoso dar lengua a esas informaciones.
Otras condiciones del lenguaje poético son el extrañamiento y la singularización. El primer conocimiento es el hambre, decía un poema de Miguel Hernández, y con suerte el segundo es la comida, digo yo. Se vuelve una tarea compleja causar extrañamiento sobre un ritual tan automático y constantemente conocido. Por ende, es también complejo singularizar lo relativo a la gastronomía. Simultáneamente es natural que sucedan ambos procesos. Al mencionar o relatar una situación sumamente automatizada y recurrente, al darles nombre a todas las instancias transitadas durante ella, al invitar a pensar en ella, se desactivan los mecanismos. Como cuando nos recuerdan que respiramos.
Hay una serie de odas cuyo autor elijo omitir… Esas odas hacen evidente lo que dije en el párrafo anterior: lo culinario es poético apenas lo nombramos, desmenuzamos y describimos. Y Como agua para chocolate da un paso más. Lo culinario deviene en lo poético no solamente desde lo sensorial, sino además desde lo emocional. Cuando experimentamos emociones, nuestros sentidos se ponen alerta. Cuando cocinamos o somos comensales, también. Hay un empate entre amar y cocinar. Los platos se amargan. O se endulzan. Son coloridos. O aburren. Queman. O están tibios. O dejamos que se enfríen. Son afrodisíacos. O nos obligan a dormir la siesta.
Existe una poesía sin condimentos. Es menos orgánica. Es menos natural. Se apoya en un montón de presupuestos intelectuales. En cambio, la poesía con limón y sal nos pregunta por nuestro conocimiento previo de la comida, del sabor del ajo, del sonido del horno, de la textura de una berenjena, de la imagen de un guiso y del aroma del tomillo. La poesía con limón y sal nos pregunta cuándo fue la última vez que almorzamos y cuándo fue la última vez que nos animamos a amar.
María Alejandra Luna
Subdirectora General / Directora de Redes Sociales
Buenos Aires le dio el soplido de vida a mi existencia. De origen hebreo, mi primer nombre. La Antigua Grecia me dio el segundo. La Luna alumbró mi apellido. Escritora de afición, lectora de profesión, promotora de poesía y de los márgenes de la cultura. Dicen que soy quisquillosa con las palabras, que genero discursos precisos y que sobreanalizo los discursos ajenos. Y todo esto se corresponde conmigo. Pueden ser tan expresivos los textos que escribo como los gestos que emito al hablar. Y esos rasgos trato de plasmarlos en los ámbitos donde me desarrollo, como las Redes Sociales.
Sofía Olago
Ilustradora
Mi nombre es Diana Sofía Olago Vera, para abreviar prefiero ser llamada Sofía Olago. Tengo 19 años y nací en Lebrija, un pequeño municipio del autoproclamado país del Sagrado Corazón de Jesús: Colombia. Sin embargo, desde pequeña he vivido dentro del área metropolitana de Bucaramanga, capital del departamento de las hormigas culonas.
Soy una aficionada del diseño que nutre su estilo y conocimientos a base de tutoriales y cacharrear softwares de edición. Actualmente, soy estudiante de Comunicación Organizacional, carrera que me dio la mano para mejorar mi autoconfianza y mis habilidades comunicativas.