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Imagen: Pera

Emiliano Trujillo González

Leemos la anécdota, nos narran la escena mítica, el episodio fundacional, y no nos resulta difícil imaginarnos a Fernando Pessoa (1888-1935) encerrado en una de las tantas habitaciones que tuvo, sin más acceso al mundo que su ventana y su mente, desdoblándose a sí mismo y dando a luz, a través de la palabra, a tres seres más, a los heterónimos pessoanos: Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos.

El 8 de Marzo de 1914, aquel día fundacional, Pessoa se dio cuenta que la única forma de dar salida a todos los versos que lo rondaban era adoptando personalidades distintas que encontraran las voces adecuadas para nombrar aquellos poemas. Distintos temas y registros poéticos ameritaban vivencias separadas, llevando la frase sustitúyete siempre a ti mismo. Tú no eres suficiente para ti, que más tarde escribiría el poeta portugués, a la necesaria desmesura. Ocurre a veces que nuestro nombre, nuestro ser, no es suficiente para expresar todo lo que somos, todos nuestros pensamientos y sentimientos. Los heterónimos fueron, para Pessoa, la liberación de su poesía.

No hay razón para pensar, sin embargo, que los heterónimos, que tuvieron su origen aquel 8 de marzo, nacieron ahí mismo, en ese lugar, año, día, circunstancia. Los heterónimos no son los álter ego de Pessoa, tampoco sus pseudónimos. Son su correlato, vidas paralelas con encuentros y desencuentros. Caeiro, Reis y de Campos no nacieron ni en 1914 ni en 1888. No tienen la misma infancia ni comparten las mismas experiencias fundantes. Todos llegaron a la palabra escrita por distintos medios. Unos leyeron a Whitman y otros se dejaron influir por el surrealismo. Son esos caminos e historias divergentes lo que provocarán la diferencia en sus expresiones poéticas, en sus obsesiones y en sus tristezas.

¿Cuál es la historia y la tristeza propia de Álvaro de Campos? Varios críticos literarios se han lanzado a la búsqueda de la respuesta. Aquellos que la han buscado en la vida de Pessoa se equivocan y se pierden en el camino, y no creo que sea coincidencia que uno de los biógrafos que mejor han sabido buscar las sombras de Álvaro en Álvaro mismo sea también uno de sus mejores traductores, alguien que supo entender que la vida de Álvaro de Campos siempre estuvo en sus múltiples versos: José Antonio Llardent, traductor español al que le debemos una sencilla y breve noticia biográfica del «ingeniero metafísico» (como también era conocido de Campos), por medio de la cual nos enteramos que Álvaro nació en 1890, en una ciudad de la costa portuguesa donde el mar y la asombrosa técnica de los barcos rápidamente llenó la imaginación de aquel niño privilegiado, señalado como prodigio por sus familiares, quienes le auguraban un futuro brillante y no dejaban de admirar su precoz inteligencia; que a los diez años abandonó la casa paterna para estudiar en Lisboa; que a los dieciocho se tituló como ingeniero naval en Glasgow, Escocia; que poco tiempo después, a los veintidós años, comenzó a ejercer como ingeniero en Inglaterra, rondando por los astilleros y escribiendo en sus ratos libres, llenando las horas y las hojas con versos que acusaban un desapego a las normas convencionales del idioma y la gramática portuguesa; que en 1933 regresó a Lisboa, sumido en un silencio muy parecido a la muerte.

Entre los coloridos y portugueses años de infancia y la madurez gris de los años ingleses en los astilleros hay un eminente vacío que el propio Álvaro reconoce como el traspaso de dos fronteras: una física que cruza de Portugal a Inglaterra, y una metafísica que declara el final de la infancia, la única etapa donde Álvaro de Campos se sintió realmente amado. El choque entre ambas imágenes contrastantes que coexisten en el presente del poeta explica en parte el tono de elegíaco fracaso que recorre el poema Tabaquería, escrito por Álvaro en 1928, en una habitación con ventana, donde el debate entre el mundo exterior y el mundo interior del ser toman el protagonismo, y los augurios de grandeza proferidos en la infancia encuentran su atroz eco en el fracaso, en la promesa fallida y en la soledad en la que Álvaro, o quien sea que se encuentre en el poema mirando el mundo por la ventana, siente estar sumido.

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Tabaquería es un poema que narra una doble mirada: la exterior y la interior, cuyas luchas y debates constituyen el hilo que recorre todo el poema. Desde una buhardilla, la mirada exterior mira a la calle y a los transeúntes y a la tabaquería de enfrente a través de una ventana; la interior, hacia los pensamientos y los sentimientos de aquel que mira.

El poema expresa el misterio que configura todo aquello que está fuera, pues todo lo que está del otro lado de la ventana es desconocido, son entes cuyas esencias son de imposible acceso al pensamiento ajeno a ellas. Pero el asombro que experimenta la mirada interior no es menor, ya que conocerse a sí mismo es también un reto franqueado de neblina. Aquí la ventana poco a poco comienza a constituirse, en el devenir del poema, como metáfora de la separación entre el ser y lo que el ser piensa que es. La ventana no solamente separa al que mira del mundo exterior observado; también funciona para el observador que mira hacia adentro y descubre que hay una ventana igual de densa que divide al pensamiento del ser.

Tres estrofas ilustran lo antes dicho y son las detonadoras de tales interpretaciones: Ventanas de mi cuarto, / del cuarto de uno de los millones del mundo que nadie /sabe quién es/ (y de saberse quién es, ¿qué se sabría?), / dais al misterio de una calle cruzada constantemente por/ gente, / a una calle inaccesible a todos los pensamientos, / real, imposiblemente real, verdadera, desconocidamente/ verdadera, (…).

La segunda: Hoy estoy perplejo, como quien pensó y halló y olvidó. / Hoy estoy dividido entre la lealtad que debo/ a la Tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real por fuera, / y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real por/ dentro.

Y la última: ¿Qué sé acerca de lo que seré, yo, que no sé lo que soy? / ¿Ser lo que pienso? ¡Pienso ser tanta cosa! / Y tantos piensan serlo que no podrían serlo tantos. / ¿Genio? En este momento/ cien mil cerebros se conciben en sueños tan genios/ como yo, (…)

Creo que es posible leer en los versos de Álvaro de Campos la división que el poeta realiza entre dos realidades igual de confusas y dudosas a pesar del carácter de real que les otorga, la cosa real por fuera y la cosa real por dentro de la segunda estrofa. Comienza a esbozarse también, sobretodo en la tercera estrofa, cierta vivencia de frustración adherida a esa promesa incumplida que es el pensamiento incapaz de ser llevado a la realización. O, dicho de otra forma, la incapacidad de romper la ventana y adentrarse al mundo. Esa incapacidad traducida en frustración se cifra con mayor exactitud en los siguientes versos del poema:

¿En cuántas buhardillas y no-buhardillas del mundo/ no habrá a estas horas genios-para-sí-mismos soñando? / ¿Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas/ -sí, verdaderamente altas y nobles y lúcidas-, / y quién sabe si realizables, / nunca verán la luz del sol real ni hallarán los oídos de nadie? / El mundo es de quién nace para conquistarlo / y no del que sueña que va a conquistarlo, aunque tenga razón. / He soñado más que todo cuanto Napoleón hizo, / he estrechado contra el pecho hipotético más humanidades/ que Cristo, / he construido en secreto filosofías no escritas aún por ningún/ Kant. / Pero soy, y tal vez seré siempre, el de la buhardilla, / aunque no viva en ella; / seré siempre el que no nació para eso; / seré siempre tan sólo el que tenía cualidades; / seré siempre el que esperó a que le abrieran la puerta/ junto a una pared sin puerta (…)

Los últimos dos versos son particularmente devastadores, pues crean una imagen poética bastante patética en la que toda la frustración está contenida en esa simple metáfora de la espera condenada a lo infinito, de una promesa eternamente incumplida, la creación de un terreno donde ser y pensamiento no se encontrarán nunca. El conjunto de versos también reflejan algo de lo que ya hablaba cuando recordaba la noticia biográfica de Álvaro de Ocampo: ese atroz eco creado entre lo que los demás esperaban de uno y el resultado insatisfactorio de ser un recreación menor de tales expectativas; ese fiero contraste entre lo que el pensamiento puede construir y lo que los actos no reproducen.

El poema no se detiene y nos sigue mostrando la degradación a la que se somete ese que mira al mundo a través de una ventana, revelándonos en una sola estrofa una de las causas de la separación entre pensamiento y acto y uno de los recursos utilizados para intentar trascender la frustración y la soledad: Hice de mí lo que no supe/ y lo que de mí pude haber hecho no lo hice. / Vestí un disfraz equivocado. / En seguida me tomaron por quien no era, y no lo desmentí, / y me perdí. / Cuando me quise quitar la máscara/ se me había pegado a la cara. / Cuando me la quité y me vi en el espejo/ había envejecido. / Estaba borracho, no acertaba a llevar el disfraz que no me/ había quitado. / Arrojé la máscara y dormí en el guardarropa/ como un perro al que tolera la gerencia/ por ser inofensivo. / Y voy a escribir esta historia para probar que soy sublime.

El disfraz, la máscara, imposibilitan que nuestros pensamientos verdaderos encuentren su paraje en los actos que nos definen. ¿Yo soy yo o lo que los demás piensan que soy? Si las máscaras que portamos no son una elección propia, si los disfraces que vestimos son una imposición no desmentida a tiempo, uno corre el riesgo de no ser ese que uno quisiera o piensa ser, y de creerse la mentira, perpetuarla y perderse en ella. Al final de la estrofa surge la voz del poeta que reivindica el poder que la palabra escrita aún posee, como una suerte de último reducto de la posibilidad de redención. La literatura como fuerza para cambiar lo que somos, volver sublime lo patético, poderoso lo risible, alterar las cosas narrándolas con un lenguaje distinto. Pero al final la literatura también perece, y la palabra que la nombra no es más trascendente que el letrero de la tabaquería de enfrente.

Y justo cuando la desidia y el desasosiego parecen empañar la ventana que separa, y la noción de intrascendencia se apodera del texto, ocurre un simple y último acto en el poema que lo cambia todo: ambas miradas, la externa y la interna, se entrecruzan. El yo del poema se encuentra con miradas que vienen del otro lado de la ventana. La realidad de afuera se encuentra con la realidad interior de quien mira, y es sólo en ese encuentro en la que ambas realidades parecen ser menos confusas, menos incomprensibles. Más reales.

Y creo que eso es lo que ocurre en el poema, eso es lo que sucede en la poesía. El entrecruzamiento de dos realidades, realidad lector-realidad texto. ¿Quién es el yo enunciador del poema? ¿Pessoa, Álvaro de Campos? El poema es nuestro, el poema lo enuncia el lector. Es una forma de sustituirnos a nosotros mismos, de confirmar la frase de Pessoa.

FUENTE:

Antología de Álvaro de Campos [Selección y traducción de José Antonio Llardent], Fernando Pessoa, Alianza Editorial, Madrid, 1987.

Emiliano Trujillo González

Emiliano Trujillo González

Autor

Pera

Pera

Ilustradora

Pera. Ilustrador en tinta y acuarela. Trabaja en maquila de tiempo completo. Radica en Ciudad Juárez, Chihuahua. Estudiante de sociología y diseño gráfico. Le gusta la narrativa fantástica y la música. Kvlt & öugh por ratos.

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