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Ilustración: Arturo Cervantes

Catalina Fernández

No recuerdo como llegué, sólo una fuerte tormenta. Estaba en un crucero, en algún punto de entre las Islas Bermudas y Puerto Rico. El día era perfecto: un firmamento celeste y despejado proveniente de una época donde el hombre y sus estragos no existían; un océano calmo, con sus aguas limpias y casi transparentes, que a la lejanía parecen de color añil, con sus pequeñas criaturas escondidas debajo de la superficie, temerosas del gran crucero y los ruidos provenientes de él. Mas apenas unos segundos después, este hermoso paraíso para turistas se tornó negro y tormentoso.

Como dije, realmente no recuerdo qué pasó a partir de ese punto. Tengo vagas imágenes de personas gritando y luchando desaforadamente por un simple salvavidas, mientras que otras caían ya, en las profundidades de lo desconocido, luchando por no ahogarse. En algún momento mi mente dejó de registrar los hechos, para volver a funcionar cuando la tempestad ya había amainado y las aguas recobrado su calma. Estaba echado en lo que parecía ser una pequeña balsa inflable, aunque sin remos. Mi cuerpo estaba dolorido, con cardenales y cortes cubriéndolo, vestido con sólo harapos de lo que un día fue ropa de alta costura. Miré a mi alrededor; era un desierto de agua. No tenía comida ni bebida.

Pasé varios días a la deriva, incapacitado de llenar mi estómago o saciar mi sed. A merced de las olas, la balsa se movía lentamente. Por las mañanas, el Sol, malintencionado, brillaba con todo su esplendor lastimando mi cuerpo, pequeño ante la enormidad que me rodeaba. En las noches, la luna iluminaba para mí el basto erial helado que arañaba mi cuerpo con su frialdad. Varias veces me aventuré en las misteriosas aguas en busca de alimento o algo que me ayudara en mi travesía hacia la inminente muerte, sólo para encontrarme con cada pez huyendo de mi presencia y algas haciéndome cosquillas en los pies. Por primera vez en mi vida, sentí realmente lo que significa la soledad, tan romantizada por las pueriles parejas y los introvertidos empedernidos.

Cuatro días de suplicio fueron, por lo que pude contar (tal vez fueron menos, tal vez más). Pensaba en la muerte y las estrellas. Una vez mi abuela me dijo que las personas que mueren se van allí. Pero en mi desamparo, estaba más seguro que sería comida para otros hasta convertirme en uno con la Tierra. Esas ideas molestaban mi mente cuando en un amanecer de cuatro colores vislumbré a lo lejos (no tan lejos) una isla.

De lejos, su pequeña figura se remarcaba contra el sol. Quedé tan impactado al ver que mis planes de volverme uno con el mundo fueran frustrados, que me quedé de pie observando. En mis músculos sentía un hormigueo, mi corazón empezó a latir más fuerte. El cielo se volvió azul otra vez y la isla se hizo mucho más nítida. Sin embargo, me sentía impotente. Seguí observando la isla hasta que mucho después del crepúsculo, con el oleaje empujándome hacia ella ¿Por qué simplemente no usé mis manos como remos? Hasta el día de hoy me lo sigo preguntando. Fue como si presintiera algo, como si mi cuerpo manejado por mi alma (si es qué existe tal) quisiera detenerme, aunque inevitablemente el océano tenía sus propios caprichos.

Con el alba, llego la luz a todos los rincones de ese basto desierto marino y yo, a la isla. Aunque retirando lo dicho, la luz NO llegó a todos los pequeños rincones; esa isla quedó excluida. La arena que debía ser dorada, era negra como todo a su alrededor. Las palmeras eran negras, las piedras eran negras y hasta la espuma de mar que tocaba las orillas como los pequeños seres marinos que allí yacían eran negros. Creí que al posar un pie me volvería parte de esa isla, pero la necesidad es más grande que la voluntad, mi cuerpo me pedía energía, por lo que me arriesgué a posar un pie. Al ver que estaba intacto, decidí continuar. Tomé la balsa y la llevé a la mitad de la playa y la amarré a una piedra para evitar que se volara.

Empecé a adentrarme en la selva. Todo seguía de ese color particular. Sentía como si todo lo que me rodeaba (la vegetación, los insectos…) se cernieran sobre mí. Cohibido, avanzaba lentamente. La jungla me abrazaba, me invitaba a quedarme. Sombras misteriosas se movían a mi lado, observándome, esperándome. Se me pone la piel de gallina al recordar esos momentos, en los que me arrepentía seriamente de mis decisiones, empezando por haber gastado tanto dinero en ese crucero.

De pronto, como si fuera a propósito, un fruto se posó ante mis ojos. Era extrañamente verde, más grande que una naranja, más pequeño que un melón. Después de tantos días sin comer, se me hacía agua en la boca. Se veía muy apetitoso, capaz de saciarme por completo. Titubeé un poco al tomarlo, temiendo que me mordiera. Al llevármelo a la boca sentí un pequeño mundo de sabores en mi boca. Me sentía bien, dichoso. Las fuerzas volvieron.

Mi cuerpo se puso en tensión. En mi cabeza había mil gritos: de felicidad, miedo, angustia, dolor. Podía ver todas las cosas que jamás confesaría: cuando jugué con los frenos del auto de mi padre el día que tuvo su accidente, cuando le pegué a ese pobre chico para tomar su dinero, mi madre gritando de dolor tras la puerta del baño pensando que no la oía, todas las veces que me criticaron, rechazaron… Todas las veces que me abandonaron a mitad de camino, quedando sólo. Mis errores, mis humillaciones. Absolutamente todos mis miedos y secretos.

Experimenté mil emociones en un segundo: horror, felicidad, furia, tristeza… En mis oídos rezumbaban comentarios. «Jamás lograrás algo», «¿A esto le llamas trabajo de calidad», «No llores», «Eres débil e incapaz», «Mediocre» … Abejas zumbando, las mismas que me dejaron en un hospital; perros ladrando, esos que me persiguieron hasta poder probar mi carne; golpes en mi cara y estómago, ¿los mismos que me daban mi tío y mis compañeros?

Ciego, corrí como un loco, apartando ramas, hojas y lianas. Todo se intensificaba cada vez más y más. No había escapatoria de mi pasado. No podía huir de mi propia mente. Pero poco y nada me importó. No quería quedarme allí, no era seguro, yo…

Tropecé con una piedra y caí de cara a la playa. Al levantar la cabeza vi que yo estaba en la mitad de una playa negra y dorada, donde todo parecía estar a la mitad. Tal vez allí terminaba ese rincón oscuro. Seguí observando.

Estas playas formaban un gran golfo. No tan lejos de mí, había un barco hundido. Una persona luchaba por no ahogarse. Empecé a quitarme la ropa para ir a ayudarlo, pero alguien me detuvo. No sentí miedo, sino hospitalidad, como si fuera un viejo amigo. Al alzar la vista un terror fugaz activó mi cuerpo. Me paré lo más rápido que pude y me empecé a alejar. El sujeto sólo me miraba con compasión. Me tendió la mano, pero no me atreví a tomarla ¿Acaso era el fin?

Y el hombre seguía luchando contra las aguas…

Junto a el sujeto empezaron a emerger más y más personas de diversas edades. Algunos lloraban, otros reían, estaban heridos o simplemente consternados. Tenían los ojos de color avellana, los labios carnosos y la cara cuadrada. Cada par de ojos tenía su historia, su emoción, pero todos estaban clavados en mí. Miré a mi alrededor sólo para comprobar que rodeaban el golfo.

Y el hombre se rindió, se dejó llevar…

Miré fijamente el punto donde el hombre se hundía poco a poco en las profundidades. Con una mirada de soslayo di una ojeada a esa gente. Les tenía miedo, pero a la vez no, sabía de qué yo era capaz; sabía que no me detuvo el sujeto cuando me toco el hombro cuando iba a sumergirme, porque en realidad no quería ir a salvar al hombre.

Todos eran yo, escondidos en la parte más imperceptible de mi mente. Todos eran yo, me manejaban, me trababan sin que yo lo supiera. Yo era ellos, y los venía ignorando desde hace tiempo, en ese rincón oscuro de mi mente.

Nunca me sentí más libre.

Catalina Fernández

Catalina Fernández

Autora

Arturo Cervantes

Arturo Cervantes

Ilustrador

Una oscura noche de verano, el abismo abrió su boca infernal, dejando escapar un ser etéreo y terrible, que devoraría todo a su paso con su furia. Eternamente manchado de acuarelas y las almas de los incautos que obtienen lo que desean, se mueve por el mundo deslizándose por entre las cerraduras. También me gustan los gatitos y el té.

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