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Imagen: Caro Poe

Santiago Clemente

En 1943, la Conferencia Interamericana de Educación reunida en Panamá declaró el 11 de septiembre como Día Panamericano del Maestro, en conmemoración de la muerte de Domingo Faustino Sarmiento. Sin embargo, sólo en su país natal, Argentina, se mantuvo la fecha, y durante varios años ni siquiera fue feriado, pese a tratarse de una de las figuras principales del panteón de próceres de ese país. Pareciera que sobre Sarmiento pesara, sino un olvido, un silencio, un intento de desplazar su figura del lugar donde tradicionalmente se lo colocó. Fue, sin duda, un hombre incómodo, algo que siempre buscó y de lo que se jactaba. A los próceres en general se los etiqueta con una ocupación o un hecho que sintetiza toda una vida; a Sarmiento le apilan no menos de cinco (escritor, periodista, maestro, militar, político), lo cual da la pauta de su carácter y su complejidad. Fue, sin duda, un protagonista central de su tiempo, alguien ansioso de intervenir en los hechos más importantes de su país, y que lo hizo, como dice el himno que se entona en los actos escolares, “con la espada, con la pluma y la palabra”. El inventario de su vida atestigua esta carrera hacia la grandeza: a los veinte años ya era maestro; a los treinta, periodista; a los setenta ya había sido gobernador, ministro, senador y presidente.

Si nos restringimos a la labor literaria, su Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas (1845) es el libro fundacional de la literatura argentina y una obra ineludible del pensamiento latinoamericano. En ese texto inclasificable y revulsivo traza las coordenadas literarias, políticas, sociológicas y antropológicas con las que se pensará el continente en las siguientes décadas, y con las que en no pocos aspectos se lo sigue pensando hoy. En Facundo está todo: la pampa, el determinismo geográfico, la herencia colonial, el elemento originario, el problema de la extensión, el análisis del caudillo, y sobre todo, la dicotomía entre el campo y la ciudad. Pero entonces, ¿Cuál es el problema? ¿Qué hace que uno de los pensadores y escritores más extraordinarios de la América del siglo XIX siga siendo tan discutido aun hoy, y que incluso en su propio país se lo lea poco y nada fuera del ámbito académico?

Imposturas

Sobre Sarmiento hay tres (im) posturas, todas formadas a partir de recortes o aun de referencias ajenas al mismo autor: la primera es la estampa escolar argentina, pregonada desde los libros de texto, en la que aparece indefectiblemente junto a San Martín y Belgrano (pese a que le llevaban unos treinta o cuarenta años de diferencia), como “el padre del aula”, es decir, como un hombre que hizo de la educación el objeto de su vida, desde su temprana profesión pedagógica a los quince años hasta su labor de fundador de escuelas como presidente. El resto de su vida y su obra permanecen fuera de eso.

La segunda es la de un hombre de su tiempo con un cerebro prodigioso (“el más poderoso que haya producido la América”, como dijera Carlos Pellegrini ante su tumba) y un carácter arrollador, que trabajó incansablemente para el progreso de su país, dispuesto a hacer los sacrificios necesarios para lograrlo, un agente imprescindible en el proceso que llevó a Argentina de ser un conjunto de provincias gobernadas por caudillos y azotadas por malones a ser una nación pujante y moderna que se abría a Europa. Como se ve, esta postura es apenas una prolongación de la primera.

La tercera no es la más reciente, aunque pudiera parecerlo por haber sido retomada por historiadores revisionistas, intelectuales nacionalistas y la izquierda troskista. Frente a la imagen de prócer emérito de la historia liberal, estos autores muestran a Sarmiento como el intelectual orgánico de la oligarquía entreguista, con su obsesión con Europa y Estados Unidos y su desprecio por el elemento americano originario (indígenas, gauchos, mestizos), mismo que exhibió en numerosos artículos y cartas donde se refiere a él en términos racistas y que en no pocas ocasiones justifican y exaltan el exterminio. Esta “leyenda negra” sarmientina es tal vez la visión más difundida hoy en día, aunque dista de ser la hegemónica.

Pretender reducir a un personaje histórico (cuya personalidad, como la de cualquiera, está tramada por un complejo y a menudo contradictorio conjunto de experiencias, ideas, conceptos e impresiones) a una faceta es de por sí arriesgado y empobrecedor; pero en el caso de Sarmiento se vuelve infinitamente más difícil, tanto por lo polifacético de sus ocupaciones como por la inmensa cantidad de escritos (sus obras completas, editadas por su nieto, ocupan cincuenta y dos tomos) y por lo vasto de los temas que abarcó. Tan intimidante corpus, sumado a la repetición de la anodina estampa escolar y de fragmentos a todas luces injustificables, termina por desalentar su lectura. Como resultado, no sólo se prefiere la referencia ajena ya sea por prejuicios ideológicos o por comodidad, sino que se termina privando de la lectura de textos fascinantes, a menudo opacados por la sombra terrible de Facundo. Entre ellos, Viajes por Europa, África y América ocupa un lugar esencial.

Un viaje útil

Emprendidos entre 1845 y 1847, y publicados en su primera edición en dos entregas, en 1849 y 1851, los Viajes son una de las obras más atractivas de Sarmiento. Es también, junto con Facundo y Recuerdos de provincia (1850), uno de los textos en los que desarrolla su proyecto político y construye su imagen pública. Hay pocos escritores, casi ninguno, que tengan una obsesión tan recurrente con exhibirse a sí mismos en sus textos como Sarmiento. Incluso Facundo se abre con el célebre relato de su segundo exilio, cuando escribió una cita en francés (“On ne tue point les idees”, las ideas no se matan), escrita para no ser entendida, y con la que encabeza también el libro. En sus dos obras siguientes, Viajes y Recuerdos, Sarmiento se ocupa de presentarse, al mejor estilo estadounidense, como un self-made man, un hombre formado en la adversidad y la carencia, en un medio hostil y alejado de la civilización, con una educación formal básica, y que sin embargo, se forma intelectualmente por cuenta propia. Al mismo tiempo, son obras complementarias entre sí (de dónde viene y hacia dónde va) pero también contrapuestas: Si Facundo es la mirada del espacio propio, Viajes es la mirada, no sólo sobre el espacio ajeno, sino sobre el espacio civilizado, con toda la carga simbólica que esto implica.

Más allá del motivo circunstancial (estudiar los sistemas educativos de Europa y Estados Unidos), los motivos de Sarmiento para hacer el viaje son fundamentalmente dos: por un lado, la elaboración de un modelo político adecuado para el país que vendrá después de la caída de Rosas; por otro, una búsqueda de legitimación de sí mismo y de su obra (Sarmiento lleva copias de Facundo para que se traduzcan al francés, la lengua culta por excelencia). No se trata, evidentemente, de un viaje de formación, sino de un viaje útil, de confrontación de las ideas de Sarmiento con sus referentes. Y es aquí donde entra a jugar un punto central en los Viajes: su mirada sobre Europa, su lugar de enunciación.

Un sanjuanino en París

La posición tradicional que por entonces prevalecía entre los intelectuales latinoamericanos era la de una asimetría entre sus países y las metrópolis europeas, como lo muestra Juan Bautista Alberdi, en su libro Veinte días en Génova, publicado casi al mismo tiempo que los Viajes. Al transcribir unos apuntes en donde describió sus primeras impresiones de la costa italiana, los introduce así: “Voi a copiar literalmente las espresiones que escribia en presencia de los objetos mismos. Ésta prueba no es poco atrevida de mi parte; pero es el único, o a lo menos el mas perfecto medio de que el viajero americano pueda valerse para dar cuenta esacta de sus primeras sensaciones de Europa”[1]. El hecho de calificar de “atrevida” su tentativa por expresar sus impresiones sobre Europa es ilustrativo al respecto: en su condición de provinciano americano, Alberdi no se considera autorizado a hablar del Viejo Mundo.

Sarmiento se encuentra lejos de eso. Frente a las vacilaciones de Alberdi, él se ocupa de dejar claro que es un hombre a la altura de la tarea asignada, con los recursos necesarios para aprovechar al máximo la incursión europea. No es que no comparta la visión de Europa como centro de la civilización y la cultura, pero (y es ahí donde radica uno de los hallazgos más fascinantes de esta obra) va más lejos todavía, al tomar como referente de su viaje no ya la propia Europa, sino América, tal como lo dice en la “Advertencia” con que abre el libro: “El hecho es que bellas artes, instituciones, ideas, acontecimientos, i hasta el aspecto físico de la naturaleza en mi dilatado itinerario, han despertado siempre en mi espíritu, el recuerdo de las cosas análogas de América, haciéndome, por decirlo así, el representante de estas tierras lejanas, i dando por medida de su ser, mi ser mismo, mis ideas, hábitos, e instintos”.[2] Y cuando llega a París (sin duda un destino largamente anhelado), escribe: “Recibir por primera vez una carta de América en París, es un acontecimiento, una dicha que se saborea dos horas, que hace tregua a la vida europea, transportándonos de nuevo a nuestras predilecciones, a nuestras simpatías”.[3] Alejado de la imagen de europeísta obsecuente con que se ha querido asociarlo, estos pasajes lo muestran como un latinoamericano plenamente consciente de su lugar, que llega a Europa en busca de un reconocimiento personal, pero que interpela a sus referentes, no desde la inseguridad colonialista, sino desde la autoconfianza y la convicción de saberse y sentirse un hijo de una nación independiente, todavía en formación, pero seguro de lo que es y lo que quiere.

La literatura, por último, ocupa un lugar preponderante en sus reflexiones. Sus referentes son ante todo literarios, especialmente franceses (Molière, Hugo, Sue, Dumas, Balzac), por lo que su sensibilidad es también, casi siempre, literaria. Cuando llega a París, comenta con cierta ironía que ya no encuentra “aquellas pocilgas i vericuetos” que encontró en las novelas que leyó. La búsqueda de la especificidad americana no sólo se limita a lo político, sino también en lo literario, al dedicar comentarios a la literatura francesa o al teatro español, y ocupándose con el mismo rigor y la misma lucidez de la literatura americana, especialmente la gauchesca, cuando, al ocuparse de la situación política del Río de la Plata, termina exaltando a autores como Hilario Ascasubi y Bartolomé Hidalgo, los padres del género, por su utilización de un lenguaje popular, local, llegando a incluirse él mismo en el grupo: “A mí me retozan las fibras cuando leo las inmortales pláticas de Chano el cantor, que andan por aquí en boca de todos. Echeverría describiendo las escenas de la Pampa; Hidalgo imitando el llano lenguaje, lleno de imájenes campestres del Cantor; qué diablos!, por qué no he de decirlo, yó, intentando describir en Quiroga la vida, los instintos del pastor arjentino, i Rugendas, el verídico pintor de costumbres americanas; he aquí los comienzos de aquella literatura fantástica, homérica, de la vida bárbara del gaucho”.[4] Es en pasajes como este donde Sarmiento se nos revela en toda su rica complejidad, y en donde entrega sus mejores momentos literarios: aquellos en los que a la persistencia obsesiva de sus ideas se sobrepone la conciencia de sus orígenes, su lugar en el mundo, su condición auténtica e indiscutible de latinoamericano, de la cual, anticipándose a pensadores como Martí o Darío, fue el primer reivindicador frente a los salones europeos y los hoteles estadounideses.

Un contemporáneo

Es claro que junto a estas páginas, que se cuentan entre las mejores de la literatura hispana del siglo XIX, Sarmiento firmó otras muchas injustificables e indefendibles, como sus numerosas cartas y artículos en los que exalta el exterminio de indígenas y gauchos, algunos de ellos republicados en su vejez, o su Conflicto y armonías de las razas en América (1884), en donde desarrolla una apología del darwinismo social spenceriano y contrasta la superioridad de los paises angloamericanos con la “inferioridad” de los hispanoamericanos, por la negativa de los colonizadores británicos a mestizarse con el elemento originario. Demasiado se ha dicho y escrito sobre esto como para pretender agregar algo más al respecto. Más productivo que absolverlo o condenarlo es, creo, leer a Sarmiento, aventurarse en el vasto archipiélago de su obra, del que los Viajes constituyen uno de los pasajes más ricos, accesibles y fascinantes. En última instancia, seguir discutiéndolo es un inequívoco signo de buena salud: mientras que a otros próceres parece haberlos petrificado el mármol y el bronce, Sarmiento sigue siendo nuestro contemporáneo.

  1. Juan Bautista Alberdi, Veinte días en Génova, Valparaíso, Imprenta del Mercurio, 1845, p. 6 
  2. Domingo F. Sarmiento, Viajes por Europa, África i América, Santiago, Imprenta de Julio Belín, 1849, p. IX. Cursivas mías. 
  3. Sarmiento, p. 77. Cursivas mías. 
  4. Sarmiento, p. 85. Cursivas del autor. 

Autor

Santiago Clemente

Santiago Clemente

Redactor

Ilustradora

Caro Poe

Caro Poe

Directora de Diseño

Diseñadora gráfica.

Soy encargada del departamento de Diseño e Ilustración de este hermoso proyecto. Estudiante de Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Como no soy escritora, encuentro de gran complejidad describirme en un simple párrafo, pero si me dieras una hoja, un bolígrafo y 5 minutos, podría garabatearlo.

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