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Ilustración: Laura Hoffmann

María Alejandra Luna

Esas palabras, con las cuales Federico García Lorca hubo definido el teatro y que yo ahora robo y transformo levemente, son las que utilizaré para “idealizar” lo que fue la obra dramática del autor argentino Julio Cortázar. Sabemos que su reconocimiento le llegó a partir de su trabajo como narrador de novelas y, sobre todo, de cuentos. No obstante, era un escritor versátil y, como tal, exploró géneros literarios y también críticos. No me llama la atención que dentro de semejante experiencia muchas veces se pierda, se obvie, se olvide el dato de que fue un gran dramaturgo. Cuatro (en realidad, cinco) textos dramáticos arrojó al mundo de la literatura y, acerca de dos de ellos desarrollaré ideas con un hilo en común: todo lo que Julio toca se convierte en poesía, poesía más allá del lenguaje poético y de la literatura, poesía estrictamente dicha, poema.

Tomemos por ejemplo, la “Pieza en tres escenas” que conforma Dos juegos de palabras. Cada personaje, al menos los personajes importantes, en vez de recurrir a usos coloquiales, intercambia parlamentos que, separados del diálogo, podrían constituir tranquilamente el volumen Salvo el crepúsculo. Cada personaje es un poema que dialoga con otro poema. Tenemos a Nélida, la primera voz que aparece, cuya primera intervención es, palabras más, palabras menos:

“Me parece verlos, en algún lugar de la tierra, tomando las tazas con delicadeza, subiéndolas por el aire hasta la boca, bebiendo líquidos perfumados con ligeras inclinaciones de cabeza (…)”.

Nélida ve una imagen sensorial tras otra y lo expresa en un registro, en un tono adecuado a esa visión. Nélida parece un cronopio: añade poesía hasta a aquellas situaciones que no ve y que, sin embargo, son cotidianas.

Y continúa su intervención, haciendo referencia a Remo, personaje que todavía no conocemos:

“(…) Remo dijo que el agua era la blanda imagen de mi nombre, jugó un rato con mi nombre.

Nélida arriba abajo.

Nélida nubecita, girasol, perinola,

Y el agua, esta agua que me llena los dedos de espesos anillos (…). Andá, mojá la noche, andate con ella que pasa juntando cosas”.

Incluso hay momentos, como habrán notado, en que la prosa dialogal se rompe en forma de verso, dándoles más musicalidad y más pausa rítmica a las palabras de la protagonista.

Tanto como sucede en varios de sus cuentos y novelas, se prioriza el proceso de embellecimiento, de “poetización”, en detrimento de un argumento concreto. Por eso, ya avanzada la primera escena, Nélida sigue diciendo:

“Remo decía que luna y azúcar se pegan a los dedos, como el pedacito justo de cada canción, ese que ya no se olvida por días, una lunita que mengua poco a poco pero vuelve, infatigable a bailar en la punta de la lengua. ¿Ustedes no saben olvidarse las canciones? Es realmente muy difícil olvidarse las canciones”.

Es decir, el teatro está escrito para ser representado y, desde los diálogos, va deduciéndose la acción. No obstante, en este caso los parlamentos se detienen en algún punto de la acción, la retrasan, la suspenden, para hacer juegos con las palabras, para enredarnos en líos del lenguaje que resultan cómicos y hermosos, porque la poesía en Julio Cortázar también es hacer reír.

Tenemos a Nélida, entonces, que es un poema andante y que logra poemas-respuestas de los marineros y del Guardián, cuando interactúa con ellos. Quienes rompen esa lógica son Padre y Madre, que organizan un poco el asunto e insinúan muy vagamente lo que pasa. Recuperan la dinámica anterior Nuria y Remo, que hablan con un lenguaje muy oscuro e indescifrable, ya que, tratan una situación desconocida y en ningún instante quieren ser claros. Nuria es la contraparte de Nélida, del lado de la ventana.

La tercera escena se llena de personajes y el conflicto se acelera, aunque nunca nos termina de ser evidente, dado que toda la atención está puesta en que Nélida y Nuria digan a Remo, al Padre, a la Madre, frases confusas, cargadas de pasado y de metáforas. Y así nos llevan hasta el telón, tan solo sugiriendo las circunstancias.

De argumento más contundente es su obra Los reyes porque respeta la idea griega: nos cuenta una historia que ya conocemos, un mito que ya conocemos. Respeta, además, el tono trágico del relato original. Y respeta, ante todo, la “función” más importante, a mi entender, de la poesía: la desautomatización perceptiva.

No se enreda, en Los reyes, en parlamentos absurdos y oscurísimos como en el otro texto, pero se embarca en una tarea, en un proceso desautomatizador más general: toma, como ya dije, una historia conocida seguramente por el/la lector/a; presenta a los personajes, deja que pensemos que Ariadna, Teseo y el Minotauro son los mismos de siempre; cuando ya caímos en esa mentira piadosa (que en verdad no es tal porque nadie tiene intenciones de mentirnos, es una mentira en la que caemos porque ya tenemos preconceptos sobre lo que vamos a leer), nos da vuelta el tablero, nos tergiversa lo familiar, lo ya oído, y nos ofrece una novísima versión en la cual hasta la concepción de monstruosidad se quiebra delante de nuestras mentes y nos incomoda, nos pone en jaque, nos hace cuestionar.

En resumen, tenemos automatizada la tragedia del Minotauro como si fuera la hazaña heroica de Teseo. Los reyes nos devuelve una tragedia, sí, pero de Ariadna, la voz que casi nunca escuchamos, y una hazaña heroica, pero del Minotauro, porque lo que entendemos por monstruo se ajusta a otro personaje, más allá de su aparente humanidad. ¡Porque también reflexionamos, en la lectura de la obra, sobre lo humano y lo monstruoso, sobre que lo humano nos parece cercano y lo monstruoso, ajeno! Y las decisiones que toma Teseo, y las decisiones que toma el Minotauro desajustan nuestros esquemas serenamente establecidos, serenamente ordenados, serenamente aprendidos.

Nada escapa a este estilo escritor en las piezas restantes: el otro juego de palabras, Adiós, Robinson y Nada a Pehuajó. Nada escapa al lenguaje que cuestiona el lenguaje. Nada escapa a la literatura que cuestiona lo cotidiano, lo asumido, lo que nos parece muy aceptable y muy entrañable porque nos lo dijeron así. Todo es poesía que se levanta del libro y se hace humana y, al hacerse humana, se mira en un espejo, el espejo de la lengua, el espejo del habla, y se confiesa a sí misma que lo más humano es dudar y expresar la duda y dar dudas nuevas desde la perspectiva inexplorada.

María Alejandra Luna

María Alejandra Luna

Subdirectora General / Directora de Redes Sociales

Buenos Aires le dio el soplido de vida a mi existencia. De origen hebreo, mi primer nombre. La Antigua Grecia me dio el segundo. La Luna alumbró mi apellido. Escritora de afición, lectora de profesión, promotora de poesía y de los márgenes de la cultura. Dicen que soy quisquillosa con las palabras, que genero discursos precisos y que sobreanalizo los discursos ajenos. Y todo esto se corresponde conmigo. Pueden ser tan expresivos los textos que escribo como los gestos que emito al hablar. Y esos rasgos trato de plasmarlos en los ámbitos donde me desarrollo, como las Redes Sociales.

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