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Vivimos una realidad que para uno es desquiciada. En las esquinas se ven los niños de trece y catorce años fumando bazuko y acariciando un revólver.

Alonso Salazar

No nacimos pa’ semilla

Daniela Morales Soler

 

Iba en un bus de servicio público de Bogotá junto con decenas de otras almas. Estaba lloviendo y hacía frío. Nos apretujábamos por las sacudidas del bus y la cantidad de personas que había dentro. Estábamos cansados, húmedos, intranquilos. Trataba de pensar en cómo empezar mi artículo de literatura en un país que no lee y de guerra en un lugar sin memoria.

Hablar de violencia en Colombia no es fácil pese a que día a día convivimos con ella. Es un camino traicionero, que puede llevar a la mentira. ¿Cómo hablar de ello desde una nación casi indiferente al llanto, a la zozobra y al dolor de la guerra? Los medios no siempre muestran el país en el que vivimos, a veces la realidad se ve opacada o matizada. La literatura es un acercamiento quizás más orgánico a este fenómeno. Me abordó una mujer que escuchaba mi conversación con un amigo a quien trataba de explicarle mi dilema y tras disculparse por interrumpir me dijo “recuerda que la violencia en Colombia es un tema que depende desde qué lugar la narres: un sicario de Cali no habla igual que un sicario de Medellín y eso se nota en las letras, eso se nota en lo que hacen los escritores”. Durante todo el trayecto hablamos de escritores colombianos, de las características regionales de la escritura y por último nos despedimos en medio del anonimato de un bus de servicio público.

Lo que me decía aquella mujer es cierto. Los libros y las novelas del país son, sobre todo, capturas dinámicas de la idiosincrasia, de las jergas, de las vivencias y de las visiones del mundo. La literatura es un espejo de la realidad; un espejo que transforma o muestra vívidamente. El lenguaje violento se ha convertido en una clave de la literatura colombiana de las últimas décadas. Además del lenguaje, la violencia como trama ha sido una de las columnas vertebrales de la creación literaria. ¿Cómo mostrar un panorama sin usar sus códigos lingüísticos?

La Violencia fue un período histórico comprendido desde La Guerra de los Mil Días (1902) hasta la creación del Frente Nacional (1958), pasando por el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán (1948). Durante este tiempo, la literatura fue testigo y voz de la guerra que se vivía entre los partidarios liberales y conservadores. Sobre esto han escrito autores como Gustavo Álvarez Gardeazábal con su libro Cóndores no entierran todos los días (1972) en el que explota este período durante el cual se constituyeron las primeras guerrillas en Colombia. Sin embargo, este eje temático ya se había planteado 48 años antes con La vorágine de José Eustasio Rivera en el que la violencia cauchera en el sur del país es el contexto de la novela.

Sin embargo, la literatura de la violencia no se limita a este momento. Por el contrario, fue el génesis de todo un estilo. Nació lo que Héctor Abad Faciolince denominó “novela sicaresca” con grandes exponentes como Sangre ajena de Arturo Alape.

A partir de estos nuevos ejes temáticos, y con la incursión de distintos géneros como la crónica periodística o el reportaje, la literatura de la violencia en Colombia toma dos nuevas variantes: Ficción y no ficción. Surge la literatura periodística (no ficción) de Germán Castro Caycedo (Objetivo 4, La bruja, Del ELN al M-19) y Gabriel García Márquez (Crónica de una muerte anunciada, Noticia de un secuestro). Mientras que de la ficción aparecieron voces como las Jorge Franco y Fernando Vallejo, que se valen del contexto como herramienta para ambientar sus historias y crear novelas icónicas como Rosario Tijeras y La virgen de los sicarios.

La literatura de no ficción ha logrado, por su profundidad y sencillez, dar luces sobre el contexto completo dando una mirada particular sobre una problemática más amplia. La ficción, por otra parte, recurre a situaciones particulares inventadas, mezclando todos los ingredientes de la realidad para lograr un relato de nación. Nombraré dos libros que se enmarcan en cada una de estas categorías; el primero, No nacimos pa’ semilla de Alonso Salazar (no ficción) y Los ejércitos de Evelio Rosero (ficción).

El periodista caldense Alonso Salazar explora en su libro No nacimos pa’ semilla (1990) la multiplicidad de actores que intervienen en el panorama del conflicto que ocurre tanto en el campo como en la ciudad y que ha permeado todas las esferas de la sociedad. Salazar logra mostrar por medio de testimonios reales que este problema se ha creado por la intervención de la fuerza pública, los ciudadanos, los políticos, los grupos al margen de la ley y paramilitares; plantea un escenario en el que la denominación de bueno y malo se pierde por la incapacidad de juzgar situaciones particulares que fuerzan a jóvenes y niños a formar parte de grupos delincuenciales. En este libro, las guerras de bandas criminales, microtráfico, sicariato y hasta las guerrillas son parte de una misma trama con intrincados cruces que hace difícil dilucidar el problema original.

Por su parte, Evelio Rosero, crea una historia en la que la guerra se constituye como trasfondo. En este libro, las masacres, asesinatos, bombardeos y más, parecen estar puestos en segundo plano. Las imágenes se cruzan casi ridículas por su fuerza, al punto de que parece narrar un hecho completamente falso. La ficción es solo de la historia particular; lamentablemente los pistoleros de 13 años son una realidad. Una característica de esta novela es que asume la violencia como algo normal y se mezcla con la trama de forma orgánica: Deux ex machina. Un colombiano podría leer el contexto nacional en estas páginas que suceden en un pueblo que no existe porque es toda Colombia.

Que esta etapa haya trascendido de una manera tan notoria evidencia la profundidad de la herida causada en la memoria del país. La violencia se insertó en el imaginario colombiano y creó todo un lenguaje para denominar prácticas antes casi desconocidas: muñeco (objetivo de un sicario), camello (trabajo), visaje (ser evidente: “dar visaje”) o ñeros (derivada de compañeros y designa a un grupo social de estrato bajo –no siempre–). Esta jerga, de la que la producción literaria da cuenta, ha creado una normalización de ciertas conductas agresivas, y las ha convertido en parte de la vida cotidiana. Eso explica un par de cosas.

Después de este recorrido por los testimonios de un país que busca luchar contra su propio olvido. En este viaje en el que los libros sean nuestros aliados y guías para evitar caer en el barranco del conformismo, podemos pensar que los colombianos le debemos poco a nuestra historia; y que la gran deuda que sí tenemos es con la memoria de esta. No nos hemos permitido recordar y olvidar ha sido nuestro alivio y nuestra agonía.

La literatura se convirtió, por consiguiente, en la herramienta para recordar y narrar una idea de nación: violenta, grosera, a veces rencorosa, e incluso vengativa. Las letras fueron, irónicamente, la voz de una memoria enterrada a fuerza de ignorarla; lo que la historia se guarda en las páginas gastadas de libros con títulos fundidos en anaqueles de viejas librerías es un fotograma que espera ver la luz de la memoria.

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