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Ilustrado por: Arturo Cervantes

Barbie

 

Hay muchos pensamientos que pasaron por nuestras cabezas y que nos conviene haber olvidado o no reconocer porque el haberlos formulado atenta contra la percepción que tenemos de nosotres mismes. Yo pienso que a mí me conviene recordar y saber que los dejé atrás. Cuando era adolescente consideraba que las chicas que deseaban dedicarse al modelaje eran superficiales, no tenían otro talento ni valor y no podían desenvolverse más allá de la belleza de su aspecto. Años después reconocí que ese juicio provenía de inseguridades propias y de un enojo mal encauzado. Un enojo que debí dirigir a las criminales industrias de la moda y no a mis pares.

Ese pensamiento pude disolverlo. ¿Cuándo? Cuando me tocó empatizar con ellas y sus aspiraciones. Cuando me acordé de que la gente tiene más dimensiones que una y que la carrera que elijas no te define por completo ni te rebaja. Cuando dejé de demonizar esa elección. Todavía lidio con ideas incómodas sobre el maquillaje. Mi sesgo me hace verlo como un disfraz de los detalles inaceptables de tu cara o tu cuerpo. Entiendo que no es así para todes, sé que tiene que ver con mi pereza a dedicar tiempo, plata y conocimientos para mi imagen. No sé si espero cambiarlo, pero al menos ya no anhelo que las demás personas crean lo mismo ni las juzgo por no hacerlo.

Antes hablé de un enojo mal encauzado y siento que es una situación iterativa. Los responsables son tan abstractos a veces que termina resultando más sencillo encontrar chivos expiatorios y adjudicarles el peso de estar arruinándolo todo.

Cuando iba a la escuela, era bastante tímida y me relacionaba primordialmente con chicas. Los varones no me daban bola y a mí me daba mucha vergüenza intentar interactuar con ellos. Esa timidez me impedía opinar en voz alta y exponerme a la valoración de otres. Como tenía buenas notas que concluían en un buen promedio asumía que ellos me consideraban inteligente y que no podían contradecirlo. Eso parecía bastar. No eran amigables, pero tampoco se ensañaban contra mí.

Las chicas, en cambio, se mostraban más hostiles. Al menos, los primeros años, cuando teníamos 13, 14 o 15. A mí me gustó un chico y algunas de ellas crearon una página de Facebook para declarar una competencia en la que yo no tenía ganas de participar. Sentenciaban en la descripción de la susodicha que, si a mí me gustaba, a ellas también. Hasta mis 18 lo atribuí a personalidades forras (perdón por la exquisitez de mi lecto) y punto. A medida que fui creciendo pude notar el complejo entramado de los vínculos entre pares en una socialización mixta. No las justifiqué; mis amigas y yo, por ejemplo, no teníamos esas actitudes o éramos más pasivas. Por esas experiencias de las que solo ofrezco un ejemplo, pude haberme quedado con la falsa certeza de que los varones y sus reglas eran más tranquilos, agradables y simples que las mujeres y sus reglas. Más tarde me percaté de que esas reglas no son de ellas, sino para y contra ellas. No da igual la preposición con que pienses.

Mi saber empírico del machismo se hizo mucho más notable en la socialización adulta. Nadie te avisa que conversar con chabones implica escuchar mucho quién les parece linda y por qué; siempre nombran a mujeres para reducirlas a un cuerpo que sensualizan y les cuesta un montón traer a colación sus logros, talentos, opiniones, sentimientos, historias o cualidades; me encantaría que sucediera solamente con tipos de 27 o más, pero varios de los que son más jóvenes que yo comparten ese hábito. Nadie te avisa que tus profesores te van a hablar como quieran por ser una pibita y que van a depositar más su fe en tus compañeros (no compañeras) que en vos, presionándote sin querer a ser la mejor o nada. Nadie te avisa que aprender a manejar equivale a soportar la impaciencia y canchereada de los tipos, camiones que se te peguen detrás y pibas (encima, ENCIMA) que te cuestionan por tomar muchas clases ya que ellas pudieron resolverlo en cuatro andadas (el vicio de la competencia no se abandona).

Mejor dicho, les que te avisan son tildades de loques, desviades, histériques, resentides, etc. Tardé mucho en acercarme al feminismo en primera persona (diciendo yo soy feminista) porque estaba segura de que las exigencias serían similares: que no tenía la formación suficiente, que no me habían afectado las experiencias suficientes, que no tenía el compromiso suficiente. Y no fue así. Toda vez que me relacioné con una persona feminista elle me devolvió un espacio seguro de comprensión, reflexión, pregunta, amor y aceptación. En algunos casos, eran militantes y en otros, no. Solo entonces llegué al momento necesario y doloroso de analizar las contradicciones del movimiento y las mías.

Hoy en día es un ejercicio habitual y, si bien duele, no me desvela. Por un lado, es genial no desangrarse en cada revisión de las contradicciones; desangrarse de culpa, de insuficiencia, de traición y de creerse une male feminista. Por el otro, pienso que no es bueno automatizar procesos así (la automatización los despersonaliza y les quita la gracia) y acá es donde el arte desempeña su maravilloso rol de remover la mugre para que la huelas, de echarles sal a las heridas y de obligarte a interpretar para que hables más de vos que de una obra. En esta oportunidad, lo que removió tantos recuerdos e ideas fue la película Barbie (2023).

Primero, tengo que decir que Barbie me hizo llorar mucho. Me hizo reír también, pero esa risa estaba muy condicionada y velada por la previa cantidad de veces que lloré. Llorar viendo películas es algo que hago y en este caso no fue por ridiculeces. Soy muy sensible y que básicamente verbalicen o muestren vivencias que me interpelan por haberlas transitado idénticas o muy parecidas me lleva a ese lugar, el llanto. Segundo, no creo que sea sano ni justo pedirle a la película más feminismo, más agresividad, más protestas o más respuestas porque no es su responsabilidad y no se trata tampoco de una producción de cine independiente donde las lógicas son distintas y los límites del ideario están más lejos (los del presupuesto, más cerca, probablemente). Tercero, quiero traer a la mesa conceptos clave como responsabilidad, chivo expiatorio, muñeca y humanidad. En las impresiones que me gustaría compartir son protagonistas, pero no sé si pueda ordenar tanto el texto para mencionar todo explícitamente.

La obra, para decirlo resumidamente, pone en tela de juicio todo lo que nos pasa con la muñeca Barbie. Nos enseña un poquito de la historia de su invención y de las intenciones desde las que fue creada. Nos cuenta que cambió el juego de las niñas (por momentos, me pongo binaria, perdón, lo hago para serle fiel a la manera como se plantearon esas dinámicas en mí y en muches) para que dejaran de maternar a sus bebés de plástico y comenzaran a proyectarse a sí mismas en la adultez. Esa propuesta de adultez fue profundizándose hasta la representación de una Barbie exitosa, profesional, autónoma, independiente y completa. Y bella, eso es innegable. Blanca y rubia, en muchísimas versiones, en su versión estándar. Pero siempre bella (o sea, muy delgada, con curvitas, cabello largo, lampiña, etc.) Sin embargo, ese punto me hace muchísimo ruido y suscita una secuencia de interrogatorios y dudas que me superan. De hecho, es lo que me motiva a recurrir a las palabras responsabilidad y chivo expiatorio.

¿Por qué? Porque yo no esperaba de mis barbies la sugerencia del modelo de belleza. Eran pedazos de plástico con los que jugaba para armar guiones humanos, muy dramáticos, y verlos escenificados por mis propias manos y las de mis hermanas. No puedo hablar por las otras, pero yo no aspiraba a tener sus cuerpos o sus caras porque, roto el pacto de ficción del juego, estaba súper consciente de que eran muñecas con formas irreales, a escala muy pequeña, con pelos artificiales, ojos dibujados, sin articulaciones, sin pezones, sin genitales y con una expresión estática. No sé, no pude elegirlas como proyecto futuro de mi aspecto porque habría sido increíble. Increíble en el sentido de que sobraba imposibilidad para convertirte en una muñeca de tamaño real. No me sale verbalizar eso y no quiero hacer una apología de la barbie, pero no me hallé apesadumbrada por no poder ser como ella. Y acá quiero detenerme dado que, aunque me falten testimonios, me parece que puedo decir que en análisis contemporáneos ocupó el papel de chivo expiatorio. Como entidad, total, no se puede defender.

Repito: no quiero hacer una apología ni generalizar. No obstante, creo que el problema surgió paralelo a Barbie. No como una asíntota vertical, sino como las avenidas Gaona y Juan B. Justo que eventualmente se tocan, se cruzan, se fusionan. A grandes rasgos y basada mucho en mi intuición, debe haber ocurrido una de las siguientes opciones: el diseño de Barbie se basó en el ya instalado y despiadado modelo de belleza ideal o la industria de la moda tomó a Barbie como referencia para su posterior inclemente modelo de belleza ideal. Ustedes, que saben de historia, me dirán. En cualquiera de las alternativas, deberíamos poder trazar una sospecha semejante y es que el conflicto con las barbies se originó de su encarnación. Mis anécdotas de inseguridades, baja autoestima y enojo mal encauzado están ligadas a la presentación de cuerpos feminizados de carne y hueso que se erigían como la única opción de hermosura aceptable y que, además, se exponían con las modificaciones pertinentes para que fueran percibidos como completamente inalcanzables. Que la estética de una muñeca fuera inalcanzable tenía sentido, pero la de una mujer real…

De verdad no digo que Barbie sea inocente o inocua. La película nos recordó contundentemente que detrás de todo hay una empresa queriendo mantener un orden específico. No digo que no haya nada para cuestionarle o criticarle a Barbie, sino que fue un cómodo chivo expiatorio. Ahora las voces son muy diversas y los temas son muy variados, pero unos diez años atrás escuché muchas quejas contra las proporciones de la muñeca y pocas, contra, no sé, los cirujanos, las cremas antiage, los gimnasios que hacen publicidad con cuerpos a los cuales aspirar y llegar a través de su entrenamiento. Los responsables están conectados y persiguen el negocio de hacer dinero a costa de la disconformidad con une misme. Hablo estrictamente de la disconformidad con la forma física en cuanto al canon de belleza. No es la única y no sugiero que las disconformidades contengan por defecto una carga negativa. Sin embargo, aquella sí la tiene. Por supuesto, M*ttel también acaricia los billetes que provienen de tu frustración. Por eso, hay que seleccionar bien los nombres. Desquitarse con el nombre de la muñeca es permitirles el escudo y la indiferencia a esos cerebros crueles.

Barbie insinúa, aparte, que el desarrollo de la muñeca fue chivo expiatorio de muchísimos grupos de poder que tenían que hacerse cargo de los reclamos feministas. Nuevamente, siento que enunciar que Barbie retrasó el avance del feminismo es aplaudir que esos grupos de poder se hayan escudado detrás de una mujer de plástico. Este símbolo es premonitorio. El plástico se sigue asociando a lo descartable, a lo artificial con connotación peyorativa y a las mujeres obedientes. Cuando una persona con imagen “femenina”, ya víctima atroz de reiterativas advertencias de su fealdad e insuficiencia, altera su aspecto se la juzga como funcional al machismo, culpable de las exigencias de belleza (preexistentes a su decisión, por cierto) y de la preservación de las ideologías misóginas. Es peligroso que se depositen con mucha liviandad tantas culpas en la representación jugable de una “mujer” adulta. Especialmente, cuando el enemigo tiene las peores pretensiones y repite su fórmula triunfante de escaparle al juicio feroz.

Ferozmente se nos juzga a nosotres y a todo aquello que tenga el tino de representarnos. ¿Qué tan inofensivo es dejar que siga pasando? Siento que hablar de Barbie en términos de responsabilidad sobre el machismo es un arma de doble filo porque, insisto, está mal planteado el nombre. Ferozmente se nos juzga si en la niñez disfrutamos de los juegos con esa muñeca o si, aun ahora, siendo adultes, nos interesan su mundo estético, su historia, sus mensajes y sus contradicciones. ¿Por qué? Porque el feminismo tiene la obligación de rechazarla, ¿no? El feminismo tiene que permanecer estático en sus opiniones y criterios, ¿no? El feminismo no puede desarrollarse allende las expectativas de sus detractores, ¿no? Una muñeca sí es un objeto estático, no envejece, no se oscurece, no engorda, no puede cambiar de opinión. Lo hizo y, de todos modos, se pretende que les humanes en calidad de feministas nos quedemos más o menos donde arrancamos, que no exploremos contradicciones y que no relativicemos nada. Si no, es confuso, innecesario y mentiroso ese feminismo.

Yo no sé si Barbie tiene la perspectiva más feminista, más deconstruida y más adecuada para vehiculizar lo que nos conmueve, nos duele, nos convoca y pensamos, pero es una película con diálogos muy francos que aborda el tema tan susceptible de la contradicción y la oscilación dentro de los movimientos feministas y de la interioridad que cada une, a pesar de los sueños húmedos del machismo, fue alimentando. Tampoco sé si quiero que tenga esas características. El cine es un lenguaje artístico que obviamente otorga espacio para que se fecunden y se trabajen cuestiones políticas que nos atraviesan a todes, es permeable a eso. Pero hay que ser realistas. Dos horas de guion y actuaciones no pueden salvar el mundo, pero abren la puerta a charlas que una producción comercial y entretenida hace más digeribles y menos solemnes. La solemnidad está bien, mas veo vano y mediocre suplicárselo a una película bajo amenaza de no ser tomada en serio o de terminar atentando contra nosotres. El debate no está cerrado, una narración audiovisual no puede hacer eso; el debate está sumamente abierto.

María Alejandra Luna

María Alejandra Luna

Autora

Arturo Cervantes

Arturo Cervantes

Ilustradore

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