Ilustrado por: Berenice Tapia
Atlas
Hay algo que está mal dentro de mi cuerpo.
No lo digo por querer parecer una víctima, de verdad hay algo extraño dentro de mi cuerpo. Un demonio o un mal comportamiento sugerente. No estoy muy segura de lo que sea, pero lo siento desde que soy una mujer.
Una vez al mes, mis entrañas se colapsan. La gente dice que es normal, que es lo que le sucede a las chicas como yo cuando se convierten en mujeres. Pero yo sé que se equivocan, porque he sentido sus latidos en mi vientre y el dolor que me desgarra cada órgano cuando llega el momento de despedirse.
Cuando llega el momento de decir adiós, bajo el bajante sin mirar dentro. El monstruo me moja de rojo el interior de los muslos y se va entre chapoteos de agua sanguinolenta. Entonces toca esperar hasta el siguiente ciclo. El monstruo es puntual. Entra, se alimenta y se despide de la misma forma cada mes.
Mientras fui niña, mi madre no creyó nunca que hubiera un monstruo dentro de mí. Me cansé de repetirle que, cuando sangraba, simplemente, no podía sentirme como yo misma; pero nunca me escuchó. Pensé que algún día se detendría, pero no fue así.
Me dijeron que no dramatizara: «A todas nos duele y ninguna se queja tanto como tú».
Poco después de cumplir los veintiséis años, fui por primera vez al ginecólogo.
Nunca le dije nada sobre eso a mi madre.
Una amiga de la universidad me llevó en su carro y me esperó afuera hasta que salí. Apenas lo hice, subí al vehículo y, frenética, le pedí que me llevara a mi casa. Pero no lo hizo. Condujo hasta el cine más cercano mientras me sermoneaba sobre que actualmente todas «tenemos» ovarios poliquísticos y que tampoco es mal de morirse y que eso con las pastillas ni se siente y otras cosas así.
Yo no la escuchaba, porque estaba mareada entre un somnoliento trance y la sensación de que se me quemaban las entrañas. Una pústula que me atravesaba el ombligo, culminaba en la ingle y explotaba en la corona de las muelas ¿Quién diría que el dolor podría conectar tan perfectamente dos partes tan análogas del cuerpo?
Entramos a ver una comedia romántica. Yo salí a la mitad y me encerré en una de las cabinas del baño. Una nunca se sienta en los baños públicos, es como un código de salud e higiene femenina, todas lo saben. El cubículo no tenía pestillo, así que, un poco agachada, jugué a desabotonarme el pantalón con una mano mientras sostenía la puerta con la otra.
Los pantalones en las rodillas. Las pantaletas también. Me incliné hacia adelante, como si estirándome pudiese alcanzar con la cabeza las profundidades de mi útero. Si una serpiente pudiera comerse a sí misma desde la cola hasta consumirse por completo y desaparecer ¿Por qué no podría hacer yo lo mismo? Empezaría por los labios mayores y me arrancaría toda la carne a mordiscos hasta desgarrar el endometrio y rechinarlo entre los dientes antes de que cualquier otro animal se lo coma por mí.
Pero mi cabeza no puede invadir mi útero. Necesito algo mucho más delgado.
Recordé el rostro de la ginecóloga, estaba muy seria, como fastidiada por mi nerviosismo. Espetó un grosero «Háganle eco, esta lo que está es preñá» Que no estoy, que nunca he tocado a un hombre, que me doy asco, que nunca he tocado mi interior ¿Cómo podría permitírselo a alguien más?
Y la pasta fría en el vientre y el rodillo presionando entre las clavículas de mi cadera y la enfermera «Respira, respira» y yo solo veía la pantalla negra coloreándose de grises hasta definirse en una figura parecida a un grueso gusano que se retorcía, pegado a las paredes de mi útero, chupando mi endometrio, y el «Ahí está, míralo qué hermoso» y mi cara sudada y mi cuerpo tenso y el tacto suave del papelito que me dieron que me felicitaba con caligrafía cuidadosamente violeta.
Esto no es un bebé, esto es un parásito ¿O son lo mismo?
Mis dedos hurgaron mi vagina, buscando a mi pequeño compañero de cuarto.
Está caliente, húmedo y apretado, como si chorreara sangre y lágrimas al ritmo de mi respiración. Más adentro, más adentro.
No pudo evitar pensar en que no me lavé las manos antes de esto.
Más adentro.
Mis uñas largas llenas de tierra dejarán un rastro de mugre en mi interior.
Más adentro.
¿Y qué importa? Si mi interior siempre ha sido mugriento.
Más adentro.
Esta es mi limpieza, mi purificación.
Más adentro.
Este es mi exorcismo.
Una caricia violenta. Noté una cola con la uña del dedo índice.
Aproximé el pulgar entumecido y, con toda la fuerza que me quedó en el cuerpo, me permití una respiración profunda de aire frío, antes de aplastar la carne y tirar de ella.
Dolor.
Los dientes de la criatura se aferran a mi cuerpo. Sigue chupando y chupando. Tiro más, con toda lo que ofrece mi uña, la última defensa que me queda.
Una succión y el sonido de saciedad son los que terminan por aliviar el agarre del parásito. El miedo me invade de pronto y siento la necesidad de dejar a mi hijo dentro, que se pudra y que me pudra a mí también en el proceso. Pero, si saco la mano, jamás conseguiré el valor de volverla a meter.
Di un fuerte tirón, hasta sacarlo por completo. Estaba sangrando. Mi vagina goteaba sobre las pantaletas azul celeste.
Mi bebé palpitó entre mis dedos y yo los sostengo con ambas manos para que tenga toda la libertad de estirarse a gusto. Parece una larva grande y gorda, que se extiende y encoge cada segundo. Tiene una cola puntiaguda y carnosa. Pero el otro extremo es más abominable. Una circunferencia de protuberancias dentadas y filosas, que buscan la carne de mi mano y se aferran a ella para seguir chupando sangre de su madre.
Zarandeé la mano, pero no se soltó. Así que lo despegué con la otra y, nerviosa, lo tiré al fondo de la poceta. Con las manos ensangrentadas, bajé el bajante y, entre chapoteos de aguasangre, mi hijo se despidió para reunirse con sus hermanos en el vasto mundo de las aguas negras.
Se acabó.
Sobreviví otro mes.
Me subí los pantalones, manchando con las nalgas y los costados. Del bolsillo trasero se escapa una pequeña bolita de papel arrugado, el panfleto del ginecólogo todavía pegajoso de sudor y gel para ecografías.
Lo pisé un poco con la punta del zapato y logré vislumbrar el último pedacito de signo de exclamación de una oración extraña e incomprensible:
¡Voy a ser mamá!
Andrea Santana (Atlas)
Autora
(Caracas, 2000)
Licenciada en Letras en la UCAB. Ganadora del Desafío Literario (2019) del Blog de María Martín Recio con el cuento “La mujer y la pintura”. Quinta Mención Honorífica en el Premio SAO (2020) con el cuento “Cinco minutos”. Seleccionada para la Revista Brevelectric (2021) con el cuento “Lluvia, lluvia”. Publicada en la revista Digopalabra (2022) con el cuento “Macetas aéreas”.
Berenice Tapia
Ilustradora
Demasiado perezosa para pensar en algo decente. Me gusta dormir y mi sueño más grande es poder vivir de hacer monitos. Las dos cosas más importantes que me ha enseñado la vida, son:
1) Estudiar arquitectura no vuelve rica a la gente.
2) El mundo no se detiene nunca, ni aunque estés llorando hecha bolita porque borraste accidentalmente un capítulo de tu tesis.