Ilustrado por: Paola Rodríguez
Ángel Hernández
El ajedrez, ese campo de exterminio entre la inteligencia y el tiempo donde la menor distracción puede ser la muerte y el pensamiento más veloz la diferencia entre la gloria y la humillación. El ajedrez, ese campo donde lo blanco y lo negro son hermanos del mismo territorio y la dualidad también es signo de muerte y vida.
Es un deporte en donde se nos permite asesinar al otro sin consecuencias. Por eso, es un juego propio de asesinos, psicópatas e intelectuales, porque la envidia también es un arma que quita la vida, humilla y la gente humillada ya no quiere seguir viviendo, porque su honor ha quedado sepultado bajo los pies como aquel peón asesinado.
También es una prisión de varias capas donde, como ya lo decía Jorge Luis Borges, “también el jugador es prisionero”. La primera prisión es la del tiempo, pues encierra a los jugadores en un espacio limitado en el que cada segundo es un paso hacia su muerte o la victoria. La segunda es la del espacio de espacias porque el tablero nos obliga a fragmentarnos del mundo entero. Primero, el espacio donde colocar la mesa, el tablero y los asientos, que corresponde siempre al círculo donde el espectáculo se lleva a cabo. Segundo, el del tablero, pues cada pieza se ve limitada en un cuadro de ocho por ocho y una casilla diminuta de cuatro lados.
Podemos pensar que es una herramienta de planificación para las estrategias de guerra. Siempre se trata, entonces, de una cuestión intelectual. Aunque también existen los tramposos, por lo que es un espacio para practicar el arte de lo falso. Como ven, aquí se halla lo blanco y lo negro, el ying y el yang.
Quiero decir, es un juego donde los amigos se hacen enemigos y viceversa. Como señala Rosario Castellanos: «Porque éramos amigos […]. / Henos aquí hace un siglo, sentados, / meditando encarnizadamente / como dar el zarpazo último que aniquile / de modo inapelable y, pasa siempre, al otro.» Aunque no para siempre porque, y no me dejarán mentir, el juego nunca termina con la captura del rey; más bien, su captura es el inicio de la lucha interminable que obliga a los jugadores a alardear sobre sus victorias y a callar celosamente sus derrotas.
Por si quedaban dudas, es arte en sí mismo pues, así como los poetas son obligados a meditar sus mejores versos y entrelazarlos para formar el mejor poema posible, el jugador debe pensar bien su siguiente movimiento. Es más, podemos decir que en ambos hay ritmo y pausas, sonidos graves y agudos. En fin, es un arte.
El ajedrez, como la muerte, no discrimina a nadie. Hay tableros y piezas en las escuelas, en las prisiones. Los hay en la casa de los secuestradores y los asesinos se vanaglorian de tener en su mesa de centro un tablero de ajedrez elaborado con madera fina y reluciente. He visto a un ciego jugar al ajedrez y a los mancos. En las sociedades secretas y las sectas, se juega. Yo, que soy sordo y falto de inteligencia, juego ajedrez.
Hay que agregar que es un raro deporte en donde todos quieren verse importantes y dárselas de falsos intelectuales. ¿Intelectuales e importantes he dicho? Sí. Con el ajedrez se presume todo, incluso lo que no se posee. Asimismo, es un deporte de todas horas. Lo juegan los ancianos después del desayuno. Lo juegan los trabajadores en la hora del almuerzo y los amantes por las noches.
Adivino que soy el peón del ajedrez. Manipula mis palabras y me hace jugar en su nombre: e4, g5, d4… Los lectores han matado mi ensayo en una triple jugada crítica. Ahora me doy cuenta que son terribles para mover las piezas del pensamiento.
El ajedrez, como estas páginas, es un campo de exterminio en donde cada movimiento o palabra nos llevan a la ruina o al máximo triunfo.
Ángel Hernández
Autor
(Ciudad de México, 1997).
Egresado de la carrera de Creación Literaria de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Es cofundador y dictaminador de la revista electrónica Revista Tlacuache. Su trabajo literario ha sido publicado en diversas revistas físicas y electrónicas bajo distintos heterónimos en países como Argentina, Uruguay y México. Actualmente trabaja como redactor académico.
Paola Rodríguez
Autora
Estudiante de psicología, 37 años de edad, resido en la ciudad de Montevideo,
autora del poemario letras del destino, y la novela Lara Glasgow el comienzo.
Empece a escribir a los diez años pequeños relatos, pero en la adolescencia descubrí a poetas como Julio Herrera y Reissig, Delmira Agustini e Idea Vilariño, y me enamore de la poesía, empezando mis primeros poemas a los dieciséis años.