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Ilustrado por: Deivy

Eduardo Omar Honey Escandón

 

 

 

Artaud tomó el viejo libro de una de las estanterías del estudio. Leyó su título en la desgastada portada: El Señor de los Anillos. Con cuidado, para evitar que se deshiciera más en hojas y folios, lo llevó al escritorio. Caminó lentamente apoyándose en el bastón y se sentó.

Puso el libro enfrente. Con cuidado puso la portada a un lado y pasó hoja tras hoja, amarillenta, algunas unidas y otras separadas. Con un suspiro devolvió cada parte del libro, lo acomodó y lo puso encima de una pila de libros: Bosque Mitago, El Último Unicornio, Dilvish, El Maldito, etc.

Reflexionó sobre esos días de cuando la niñez se va y uno entra en la adolescencia, en esos años sin internet y teléfonos conectados a redes sociales. La única fuga al aburrimiento de las vacaciones o estar acostado en cama con alguna gripe habían sido bosques mágicos acompañando a aventureros, magos, elfos y otros seres. Por años su madre, al ver su gusto por la lectura, constantemente le conseguía un libro nuevo a pesar de que apenas les alcanzaba el dinero.

Esos viejos compañeros lo acompañaron por décadas, esperándolo en la casa materna como algún departamento o bodega tras viajes y vivir en diversos países. A un lado reposaba la pila de ciencia ficción, algo más allá la de terror, algo menor pero también presente la policiaca y de misterio. El espacio, otros planetas, civilizaciones alienígenas, seres inefables, fantasmas, seres de la noche, crímenes que se resolvían casi en la última página. 

Durante décadas Artaud cargó con sus lecturas juveniles y no hubo lugar donde no consiguiera otros libros que alimentaron sus viajes imaginarios como su biblioteca personal siempre que regresaba a su país.

Dejó de sonar la música en el equipo reproductor. Con trabajo se levantó de su asiento y caminó apoyándose en la mesa y los libreros. Odiaba depender del bastón así que de vez en cuando, como un falso castigo a ese regalo de un buen amigo, lo dejaba detrás. Pulsó un botón y salió la bandeja donde estaba un disco compacto que tomó y guardó en su caja. Había sido agradable escuchar Mi palpita il cor de Händel aunque deseaba algo mucho pero mucho más reciente. Escogió uno de los primeros CDs de Amistades Peligrosas, sacó el disco y lo puso en la bandeja. Regresó con cuidado al escritorio y con un remendado control remoto indicó que empezara la música. «Me quedaré solo» resonó en el estudio.

La música también había sido un escape muchas veces. Particularmente con cada fracaso amoroso en relaciones que duraban meses o años. De adolescente, solo, eran los mundos literarios la puerta al no estar aquí, en la realidad. Ya que cursó la carrera y se tropezó con los avatares de la vida, fue la música. Esa pieza la escuchó día y noche tras el rompimiento de su primera relación de pareja. Al principio todo fue sorpresivo como ese beso súbito en un transporte público una noche en que devolvía a Mireya a la casa de sus padres tras una cita. Temeroso, nunca tomó la iniciativa de hacerlo, fue ella la que lo besó una y otra vez mientras cambiaba la luz roja del semáforo. 

Luego vinieron más besos, la primera vez que tuvieron sexo, visitas a uno que otro hotel, algún susto en las casas maternas cuando alguien llegaba sin avisar. Y la decisión de irse a vivir juntos sin mucha experiencia a mitad de los veinte. Las felicitaciones, los preámbulos y muchos parabienes de las familias y amigos.

Pudo resultar y, quizás, pudieron estar juntos muchos años. Pero la inseguridad, la falta de madurez y otros factores minaron la relación que finalmente se derrumbó. Ella retornó con su familia, Artaud descubrió que no podría regresar a la casa materna y tendría que aprender a sobrevivir los momentos a solas en que estuvo en el departamento que fue el proyecto común.

Allí fue donde encontró el poder de la música para perderse por horas en ella. En ocasiones la cantaba a todo volumen, en otros la bailaba teniendo como pareja el dolor absoluto. Con el tiempo la música como las lágrimas se fueron diluyendo en el transcurrir de las horas. 

Finalmente Artaud empacó lo poco que tenía incluyendo sus libros y los CDs para rentar otro lugar. Las ciudades tienen suficientes espacios para aquellos que descubren que detrás de la primera vez la ilusión y la fantasía mueren ante los hechos.

Con el control remoto detuvo la música. Artaud empezó a recitar los nombres de las compañeras que tuvo y las piezas musicales con las que trató de exorcizar los fracasos. Se detuvo sólo en un nombre, el de la única mujer con la que había contraído matrimonio. Con ella no hubo música que tapara o curara el dolor. Tras una década inició un decaimiento lento, mortal, que ninguno de los dos supo o pudo detener a tiempo.

De un proyecto de vida que prometía que duraría hasta la vejez, quedó un trámite difícil que resultó en un acta que llegó por correo. Y muchos miles de kilómetros de separación con teléfonos enmudecidos.

 Artaud, en medio de la oscuridad emocional, compró y leyó libros a destajo. Apiló disco tras disco que escuchaba con desesperación. No se abrió portal alguno, no hubo bosques, nave espacial, misterio o unicornio que lo pudiera sacar de ese pozo de sombras. Tampoco logró escaparse cantando las músicas del mundo o bailando las cadencias de armonías propias como extrañas. 

Ninguna de las recetas conocidas le sirvió.

Decidió entonces que si le eran esquivas las letras o músicas de otros, él crearía las propias. En las lagunas de descanso que dejan los trabajos de oficina se dedicó a componer piezas, a escribir cuentos, poemas y novelas. 

Intentó una que otra cita, uno que otro noviazgo pero no se topó con la persona indicada. Así que, a la mínima excusa, cortaba el potencial de relación alguna o de mejor frenaba la que estaba a punto de llevarlo por caminos que no deseaba volver a transitar.

Cuando su madre falleció vino un periodo de luto donde dejó de escribir y componer. Incluso no leyó y evitaba, en la medida de lo posible, escuchar música. Prefirió tomar el día a día, el trabajo, la rutina como asilo ante las otras pérdidas. Artaud descubrió que en ocasiones la realidad tiene los mecanismos para que las horas desfilen una tras otra durante el día para poder retornar a la cama y perderse en los sueños para así dejar de pensar y sentir.

Casi al año exacto decidió atreverse a un poco de música. Buscó entre los discos que adquirió y luego dejó abandonados cuando no encontró el escape al divorcio. Uno de ellos, Orfeo Chamán lo atrapó por su inicio y, cuando llegó a la pieza de cierre, La cabeza de Orfeo el llanto se soltó por fin. Por siete días y siete noches escuchó, cantó y lloró esa pieza.

En la mañana del octavo, tomó un libro que tenía pendiente y por la tarde empezó con los primeros versos de un poema que de repente se le ocurrió. Volvió a la rutina, pero las lagunas de tiempo libre las convirtió en mares y luego océanos. Mandó material que fue publicado en revistas, logró lanzar algún libro y que alguna orquesta se interesara en tocar una de sus composiciones.

Ahora, ya jubilado, Artaud toma sus libros, sus CDs, escribe y compone. Así vuelve a abrir los portales que visita y ama más allá de la realidad, de las dolencias de la vejez y el peso de tantas memorias.

Sin embargo, sobre su escritorio hay una foto donde él y su esposa están juntos, sonrientes, lado a lado en un paseo dominical como los que tomaban. Artaud cambiaría todos sus portales, del primero de su juventud al último que escribió, con tal de abrir sólo uno, el que lo lleve de regreso a ese domingo, único donde estaban los dos sin pensar en el pasado y desconocedores del futuro. Y si ese portal fuera eterno, Artaud daría su alma por quedarse en él.

Eduardo Omar Honey Escandón

Eduardo Omar Honey Escandón

Autor

(México, 1969) Ing. en sistemas. Participante desde los 90s en talleres literarios. Publica constantemente en plaquettes, revistas físicas, virtuales e internet. Textos suyos fueron primer lugar o finalistas. Ha sido seleccionado para participar en diversas antologías. Imparte talleres de escritura para la Tertulia de CF de la CDMX. Pertenece a la generación 2020-2021 de Soconusco Emergente.
Deivy

Deivy

Ilustrador

Me llamo Deivy Castellano. Pintor aficionado, intento que mi trabajo hable por mí mismo. Trabajo para ser un polímata, en mi tiempo libre soy un misántropo auto exiliado en Marte.

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