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Berenice Tapia

Tomás Emilio Sánchez Valdés

Ya vestidos de acero, avanzaban las huestes. Hechos y derechos eran los hombres que se veían con sudorosos y peludos cuerpos, apenas un poco más bronceados de lo que estarían en su tierra del viejo mundo. En la punta de cada flanco se divisaban los tercios. De su himno brotaba un fervor fraternal que los unía contra el enemigo. Y entre ellos había uno que cantaba con mayor fuerza y fervor que todos. Miró a los salvajes gritando en lenguas profanas. Observó a su compañero tan barbudo como él y mediaron diálogo sobre el valor y la patria, sobre el cielo prometido y el servicio a la corona.

Devolvió la vista al frente y sus ojos se centraron en un indio que tenía la mirada puesta en él. Sus ojos brillaban con odio temible y furia descontrolada, como si ya hubiese aceptado la muerte y solo quedase vengarla. Avanzaba con convicción, escudo y lanza. Para el piquero era un enemigo digno, plus ultra de no tener alma.

No temía, preparó su pica y gritó al ritmo de los tambores, rezando larga vida al rey. Los basiliscos estallaron, pero ninguno condenó al fugaz sin origen. Luego dispararon los arcabuceros, mas también salió ileso.

Y cuando ya tenía al salvaje en frente, listo para atravesarlo con su pica, él se vio a sí mismo y empuñando la lanza asesinó al invasor. Vio absorto su cuerpo un segundo en el que comprendió todo, salvo el porqué, hasta que sintió la pica de quien alguna vez fue su amigo atravesar su piel ocre y lampiña, llevándolo quizás al Mictlán, quizás al cielo, o quizás a ningún lado, si es que nunca tuvo alma, como alguna vez él mismo afirmó.

Tomás Emilio Sánchez Valdés

Tomás Emilio Sánchez Valdés

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