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Ilustrado por: Lizeth Proaño

María Alejandra Luna

Un lunes de finales de marzo saqué una entrada. La verdad es que une realiza demasiados actos de fe en un mundo que no le corresponde, que no le devuelve la deferencia. El mundo no es egoísta, pero sabe que nosotres somos fugaces. Por ende, no puede comprometerse con la misma fidelidad, grandilocuencia, confianza y esperanza. Quiero decir: el mundo no esperaba que yo sobreviviera más allá de ese lunes a finales de marzo. En cambio, yo me sentía bien, entonces, compré mi entrada para el primer viernes de abril.

Insisto: une realiza demasiados actos de fe. El primer miércoles de abril mi cuerpo abandonó su bienestar y presentó síntomas de resfriado. Las enfermedades no son imposibles de prever, pero en mi caso prefiero pensar que nunca más voy a enfermarme y, si bien el año pasado a estas alturas ya estaba congestionada y adolorida, no me imaginé que me encontraría estornudando y sonando mi nariz sin parar. Me ofusqué. La entrada que había adquirido me permitiría ver una obra en “El camarín de las musas” (Mario Bravo 960). Casi ninguna actividad se lleva bien con la mucosidad, pero el teatro es la que peor lo hace. Sonarse la nariz a cada rato obstruye un poco la vista y un mucho la audición.

Igualmente, faltaban dos días. Deposité el resto de mi fe en una recuperación rápida y, sin embargo, si el resultado contradecía mis deseos, no iba a cancelar mi salida. No quería resignar un compromiso y, además, una de las actrices se estrenaría en esa función. “La primera nunca se olvida”, ¿no? A mí, como público, no me afecta el adjetivo ordinal, pero supongo que al escenario sí y es lindo saber que une formará parte de ese registro. Aparte, ese viernes quedaba muy cómodo, era Viernes Santo.

El resfriado incrementó sus ataques durante el jueves, obligándome a atiborrarme de pañuelitos. ¿Cómo puede un virus arremeter tan sádicamente contra una persona que ni siquiera se defiende con fiebre? Es injusto y arbitrario, mas dudo que sea voluntario. De cualquier modo, mi nariz estaba sumamente complicada y mi garganta estaba queriendo combinar. Me lamenté y comencé a sospechar que al día siguiente continuaría subyugada a la involuntad de un virus que no respetaba mi amnistía de temperatura normal.

Arribó el viernes. La función sería a las 22:30. Mi cuerpo estaba en condiciones óptimas hasta el cuello. Del cuello al tabique, todo mal. Los únicos aliados inocuos eran los pañuelitos y los tés con miel. Recurrí a ellos, con esperanza renovada, pero ya bastante resignada la idea de asistir acompañada por los mocos. Francamente, son el amigo que te habla durante la proyección de la película.

Tuve razón. A la hora de caminar hasta “El camarín de las musas”, los sentí más instalados que nunca. Creo que me tocó un virus teatrero y me halaga elucubrar que me eligió a mí para que le proporcionara una experiencia cultural de fin de semana. Espero que haya estado de acuerdo con mi selección: Las apóstolas. No le puedo preguntar, pero mi enorme disfrute me inclina a algunas certezas.

Las apóstolas es una obra hermosa. Es divertida, fresca, ocurrente y musical. El conflicto consiste en fingir la muerte y el velatorio de Jesusa para que su ex novia, a quien ella extraña mucho, vaya a verla y contemple la posibilidad de perderla para siempre. Los diálogos son variopintos: por momentos, angustian; por momentos, causan gracia; por momentos, conmueven; por momentos, identifican. Seamos honestes, un pensamiento intrusivo bastante popular es el anhelo de la muerte propia tras una ruptura amorosa para garantizar que seguimos suscitando sentimientos en quien nos dejó. La obra lo admite sin juicios y, aunque polemiza la mentira a través de las amigas de Jesusa, el plan se concreta con la ayuda de cada una porque el amor merece esa última oportunidad de ser retenido.

Las actrices no solo actúan, sino que cantan. Sus personajas forman parte de una banda y aprovechan ese rol que el guion les propone para lucirse cantando temas alusivos al amor, el desengaño, la mentira y la entrega. Una de ellas oficia de narradora e improvisa melodías y letras que, más allá de reafirmar lo que estuvo pasando recientemente, arrojan opiniones irónicas y mordaces.

Recomiendo mucho que, si andan por la Ciudad Autónoma de Buenos Aires un viernes por la noche, se tomen el 92 o el 128 y se acerquen a Mario Bravo 960. Recuerden que estaba muy resfriada y Las apóstolas logró que por una hora me olvidara de ese incómodo detalle de mi persona actual. Pude reír y dejar que se me escapara un par de lágrimas sin temor a que esas dos acciones tan musculares complicasen más mi cuadro. Cuando vayan, tal vez me crucen en una versión más sana y respirante.

María Alejandra Luna

María Alejandra Luna

Subdirectora General / Directora de Redes Sociales

Buenos Aires le dio el soplido de vida a mi existencia. De origen hebreo, mi primer nombre. La Antigua Grecia me dio el segundo. La Luna alumbró mi apellido. Escritora de afición, lectora de profesión, promotora de poesía y de los márgenes de la cultura. Dicen que soy quisquillosa con las palabras, que genero discursos precisos y que sobreanalizo los discursos ajenos. Y todo esto se corresponde conmigo. Pueden ser tan expresivos los textos que escribo como los gestos que emito al hablar. Y esos rasgos trato de plasmarlos en los ámbitos donde me desarrollo, como las Redes Sociales.

Lizeth Proaño

Lizeth Proaño

Ilustradora

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