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Foto: Alejandra Villela

Pedro Guillén

Los libros son pequeñas guillotinas. Apenas uno termina de leerlos cuando su cabeza cae desprendida entre las páginas, y la sangre, en ese altar tan generoso que es el texto mismo, se escurre en un intento por madurar el alma. Pues la cabeza, a pesar de ser el catafalco de la memoria es, de las extremidades, la más débil. En ella duermen todas las semillas que el universo les ha dado a los hombres. Por eso los libros son, lo serán siempre, la hoz afilada que permitirá el crecimiento de las flores más oportunas. En el camino quedarán los hierbajos y la mies no cosechada, o aquellos frutos que, aunque no de corazón podrido, deben permanecer bajo tierra. De lo contrario, el manuscrito que haya faltado a la ley de los segadores, habrá fallado como guadaña, y habrá permitido que de entre las rocas broten las espinas. O peor: la raíz de una flor envenenada.

Alejandro Dumas, en un canto amoroso que le permitió su propia obra, se vio obligado a narrar una de las escenas más terribles de Los tres mosqueteros, en la cual Milady de Winter es llevada por un verdugo a una de las orillas del lago Lys, y al acusarla de todos los crímenes que había cometido, el hombre levantó el hacha tan alto —por un momento su filo permitió una luna dividida— que la hoja, al caer precisa sobre el cuello, salpicó las aguas. El verdugo, luego de arrojar el cadáver en el lago, regresará con sus compañeros —testigos durante toda la ejecución. Y así como ellos volverán distintos con M. de Tréville—, ¿quién regresa pensando de la misma manera, o luciendo igual que antes de partir, después de un viaje? —el lector será también distinto al cerrar cada libro– siempre habrá un autor con oficio de verdugo, —mirará con unos ojos renovados, y despertará, debido a que el corazón es reino del asombro, el interés por la pregunta—. Porque aquél que se acerca a la literatura se impone a sí mismo una pena de muerte. Muerte muy necesaria. Sin muerte no hay resurrección. Y sin resurrección no hay cuestionamiento: —¿Si Cristo no hubiera resucitado, se hablaría de él?—. Ya lo había dicho el profeta: la cabeza que no caiga en el agua, en los mares de tinta, en los océanos de libros, nunca saldrá buza de sí misma, y apreciará solo la superficie.

Es, pues, la cabeza, símbolo universal, irónico, blasfematorio y de índole perverso. Sobre ella se ha puesto el precio de los asaltantes y asesinos; la corona de joyas espinosas que, clavada en el cordero, ha derramado la sangre de dios; la antena del unicornio, que del rinoceronte le ha sido heredada, capaz de concentrar en la punta la razón; la espada francesa de doble hoja que en el patíbulo inglés sentenció a una reina; y se ha condenado a través de la guillotina, la horca, el fusilamiento con su distintivo tiro de gracia, la lapidación y el garrote. Pues en la cabeza se confabula —la soledad es un campo fértil para la imaginación— todo acto vandálico que vaya en contra de los intereses del pueblo. Y como pensar, ya sea en forma de brujería o escritura —que para fines prácticos es lo mismo—, es un acto vandálico, debe ejecutarse al portador de tan abominable mensaje, ya que todo pensamiento es derivado de la locura. Y como la locura es síntoma de sensatez, la sensatez produce miedo, persecución y asesinatos. Pero también el pensamiento es derivado del hastío, de la inconformidad, del rechazo a la sociedad que abrasa, y de la necesidad de una vida en la que, en vez de muertos, se siembren semillas.

¿Quiénes serán los valientes que, impulsados como Prometeo en ese amor por la humanidad, suban de forma voluntaria al Cáucaso para ser devorado por un águila? Porque leer no solo se limita a la intimidad de cada uno —eso sería muy egoísta—, sino a un sacrificio en el que se abandona el corazón de piedra por uno de carne, con tal de que otros adquieran la luz. ¿Quiénes serán los intrépidos que, motivados por Odiseo en su intento por llegar a Ítaca, buscarán nuevas corrientes marítimas para llegar al pensamiento humano, y así compartirlo con el resto del pueblo? El que lee —y lo hace bien— comprende con el tiempo que en sus manos está la más titánica de las tareas. Pues cuando a uno se le han abierto los ojos con la lectura —purificados en lágrimas—, o ha sido atravesado por algún verso, o guillotinado por una estrofa perfectamente ejecutada, comparte aquello que ha partido su cabeza, y que le ha permitido contener en sus ojos el universo, porque aquello que comparte es capaz de romper, incluso, un mar helado.

Pero lo difícil no es compartir, es ser escuchado. ¿Quién, al mirarse en un espejo y descubrir en su espíritu varias imperfecciones, dejará que le quiebren, como Don Quijote al segundo arriero que interrumpió la vela de las armas, su cabeza en cuatro partes? Nadie quiere que escurra sangre de su frente. Por eso —y por la soberbia que los consume— las personas, al ver a los caballeros andantes con sus alforjas llenas de libros, prefieren quedarse con la verdad que ellos consideran absoluta, y despedir, desde su comodidad miserable, a los quijotes que viajan recordando épocas antiguas. El rechazo a los libros —en términos de hoja afilada— nace de la incertidumbre de lo que pueda haber afuera de la caverna. Y como la mayoría ya se adaptó a tantear la oscuridad, mira el fuego a lo lejos. Pero que esto no sea un entorpecimiento para la más noble de las difusiones. Porque hay un tiempo, así como lo hay para las plantas, para cada lector y para cada libro. Por eso el que comparte no debe quedarse en completo silencio, sino insistir en el contagio de su locura, y propagar la enfermedad de las guillotinas en todas partes, difundiendo con pasión el amor por la lectura y sus poderes de guadaña. Y si aún hay un entristecido que no ve de inmediato resultados, recuerde las palabras del apóstol Pablo en su carta a los corintios: Yo sembré, Apolos regó. De esta manera sabrá que no está solo, y que las estrellas, aun en la noche, confabulan a la distancia por mantenerse encendidas.

Otra razón para que haya malos lectores —además de la pésima comprensión con la que cada uno percibe los textos—, es que la literatura contradice la realidad. ¿Quién, acostumbrado a ver la figura del soldado como enemigo, aceptará las palabras de Pável Vlásov, cuando éste le dice a su madre que los soldados no son enemigos, ni siquiera cuando ya han asesinado a varios jóvenes en las calles de Rusia, ya que a los soldados no se les ha compartido la verdad con amor y paciencia? Es precisamente esa contradicción la que obliga a uno a resistirse ante los libros, porque lo que está escrito no coincide con lo que se conoce. Aceptar esas líneas —con lo que todo eso implica—, sería un acto de traición contra uno mismo. Pues los buenos libros sustituyen, en la cabeza de los hombres, las semillas muertas por unas llenas de vida. ¿Y quién, acostumbrado a la muerte, busca la luz?

¿Por qué compartir lo que se lee? Porque aquello que lleva vida produce fruto. Ahí está la palabra antología, que en griego significa —o significaba— conjunto de flores. Y si lo que uno consume, a través de la lectura, es a la naturaleza misma, lo más lógico sería que, en agradecimiento con lo que le ha sido dado, siembre generosamente en las cabezas de otros. Esto con el propósito de que los que escuchan, puedan sentir, y compartir, el fruto que recibieron. Para que así, entre todos, cosechen la locura. Y si alguno lee mal, o se alimenta de obras que no dan vida, no podrá ser generoso. Porque lo que no da vida, en palabras de Huidobro, mata. Y lo que está muerto no echa raíz, y lo que no echa raíz no produce semillas. Así que si alguien lee y ve una cabeza de «soldado enemigo», considere que esa cabeza está llena de nutrientes. Por lo tanto, como precisó Víctor Hugo, habrá que fecundarla, regarla e iluminarla. Y lo más importante, salvarla, antes de que sea demasiado tarde. Porque en el principio hubo un voluntario que subió al cadalso de la literatura, y que gracias a él —cansado de mirar siempre el mismo horizonte—, hay esperanza, caballeros andantes compartiendo el amor por los libros, decapitaciones que se vuelven semillas, y personas que, cosechando la locura, consiguen lo más luminoso, sublime y templado de la virtud.

Pedro Guillén

Pedro Guillén

En 2015 la editorial guanajuatense Ediciones la Rana se interesó por su obra y le publicó su primer libro de cuentos titulado Buffet literario. Más tarde, en 2018, la editorial Ariadna le otorgó el primer lugar en el concurso Premio Cuento Ariadna 2018 por el texto El relato a Conway. En ese mismo año publicó con la editorial La tinta del silencio su segunda obra titulada Problemáticas fantásticas.

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