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Fotografía: Ixkozauki Hermosillo

Viviana Sampedro

Un color azulado puede separar dos continentes, dos civilizaciones antagónicas. Solo unas pocas veces una franja celeste puede constituirse en un desafío, en un encuentro, en un puente que une a dos personas, atravesadas por mandatos sociales e imperativos categóricos de culturas dispares, que pretenden regular la intimidad de sus vidas.

Rib imaginó ese atardecer en el que el sol se recostaría una vez más en el revoltijo del agua salada; mientras se preguntaba si volvería a ver la pelota de fuego hundiéndose en la aldea, si su barca encallaría otra vez en la casa de los peces. A paso vivo, atravesó el manglar1, con una improvisada piragua2 de madera y un par de palos, que usaría a modo de remos. Debía abandonar la toldería antes de que oscureciera. Si la noche no llegara a iluminarse con la luna le iba a resultar difícil atravesar la zona de pantanos. Uda fue la primera en notar su ausencia, cuando esa tarde su marido no regresó a la tienda.

Los niños dormían y ella se había recostado al lado del más pequeño. En ese momento, un grupo de colonizadores irrumpió en la casa con armas de fuego y amenazó a un par de indígenas a los que tomó prisioneros, al igual que a la mujer, que solo estaba cubierta hasta los muslos con sus brillantes pelos largos de color azabache.

Cuando le preguntaron dónde estaba Rib, se mostró tan sorprendida como sus captores y no supo qué decirles. Uda se había dejado llevar, sin sentir ningún tipo de temor por el arresto, porque enseguida reconoció a algunos hombres del almirante Pedro Bartolomé Pesoa.

Al llegar a la hacienda se enteró de la desgraciada noticia. En horas de la tarde habían encontrado a Pesoa asesinado en uno de sus campos. En ese momento recordó la charla en la que Rib le preguntó acerca de los encuentros que mantenía con el almirante. Entonces su marido supo que el conquistador en ningún momento había tomado a Uda por la fuerza. Además, advirtió que podría ser su mujer quien estaba danzando alrededor de esa extraña relación, tal como si se tratara de un ritual iluminado por el fuego y, furioso, arrojó al piso la vasija en la que tomaba su caldo de puerco.

Sin decir una palabra, intentó dormir. «¿Qué clase de ofrenda es esa? ¿En qué ceremonia religiosa se ha visto a una nativa adorando a un blanco?», pensó.

Rib había comenzado a desconfiar de Uda el día en que ella dejó de usar el collar de corales rojizos y hasta se atrevió a hablar de esa parte del cuerpo de las mujeres, que en la comunidad nadie conocía, porque carecía de una palabra que la representara. Le molestó que aquello mencionado por Uda ni siquiera tuviera un nombre en el lenguaje usado por las ancianas de la tribu. Más tarde, su marido notó que su mujer lo rechazaba y se sintió ofendido porque, con sus actitudes, ella parecía burlarse de las prácticas reproductivas de uso corriente en la aldea. Desde entonces, Rib no se despegó del carcaj3 con sus flechas envenenadas.

Aquella noche, en la que fue conducida a la hacienda del almirante, en la cama de guindo tan familiar para ella, Uda pudo ver por última vez el cuerpo de Pedro Bartolomé. Vestido de blanco, su piel parecía aún más blanca que la de los blancos y su pelo rojizo se había vuelto color maíz. Entre sus manos, Pesoa sostenía el viejo crucifijo, que un día de lujuria cayó al suelo, cuando se rompió un eslabón de la cadena.

Durante el velatorio, ella intentó en vano abrir los ojos del difunto para contemplar, una vez más, el color celeste de su mirada. Pero al ser separada de Pesoa, en un ataque de ira, Uda se tiró al suelo y, con los puños, golpeó el piso de ladrillos del dormitorio hasta que los nudillos le sangraron. En aquel momento odió a Rib, odió a su tribu, odió a esa otra gente que quiso tomarla cautiva, odió a ese viejo mundo que le arrancó la virilidad al único hombre capaz de amarla. Entendió que la cama había logrado que Pedro y ella se pusieran por encima de las reglas previstas. Solo pensaba en sus encuentros con Pedro Bartolomé, en las cálidas tardes en las que, desafiando las costumbres de sus respectivos mundos, desnudos, se animaban a cambiar de posición.

De a poco, Uda dejó atrás el llanto, acarició su vientre y se dejó llevar por la imaginación: las manos del almirante humedecían su cuerpo como ningún otro supo hacerlo en la aldea. Cada noche, en los sueños, se desplegaba, creativo, ese juego en el que el cuerpo del almirante navegaba hacia la orilla de la casa de los peces. Después su carabela encallaba en la arena y, a la hora de la siesta, sus pies se hundían en la playa ardiente de aquella aldea fecunda, fértil, voluptuosa.

Notas

1 Manglar: terreno típico de zonas tropicales cubierto de agua de mar lleno de esteros, que lo cortan formando islas con vegetación particular.

2 Piragua: embarcación impulsada por medio de pala; especie de canoa.

3 Carcaj: bolsa en forma de tubo en la que se llevan las flechas.

Viviana Sampedro

Viviana Sampedro

Autora

Integrante de taller literario de Del Viso y de Autores Locales de Pilar, Buenos Aires.

–2019 “Bishenda” y “El instante”, Antología Letras Rabiosas, Ediciones El Bodegón

–2020, “Luz y Siembra”, Antología Entredichos, Editorial Dunken, CABA.

–2020, Crónicas ycuentos, Periódico “El Apogeo”, Pilar.

–2020, Cuentos y Poesías en Plataforma “ELEDunken”; Antología, Autores Locales, Del Viso, Ediciones El Bodegón

Ixkozauki Hermosillo

Ixkozauki Hermosillo

Director de Edición

(Guadalajara, 1996)
Experto en garabatos, poeta, aventurero, ladrón de momentos, fotógrafo aficionado, músico en paro y cocinero de ocasión. Ganador del concurso Creadores literarios FIL Joven 2012 y coautor de la antología La voz de los pasos (Mano Armada, 2018).

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