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Ilustrado por: Lizeth Proaño

Rogelio Retuerto

 

 

Jamás voy a olvidar la mañana en que me decidí a revelar la verdad oculta en la casa de los Abrahamson. Mi nombre es Amalia Cándida Vargas, hija de una pareja de mujeres de Villa Tesei; aunque nunca pude entender como me concibieron. En algún lugar del mundo debo tener un padre, un padre que me ocultaron desde el momento en que nací. Por eso portaba el deber moral de ayudar a Carlita.

Fue en el verano de mil novecientos noventa y siete cuando tomé conciencia del gran secreto de los Abrahamson: en algún lugar tenían otra hija oculta a los ojos del mundo.

Aquella tarde, mientras les servía el té en la playa de Villa Gesell, presté especial atención a los dichos de la señora Silvina. Ella pronunció una frase que me golpeó como una brisa de acero. Le dijo al señor Pablo «es la niña de mis ojos». Desde hacía dos años yo venía sospechando la existencia de Laura —no me pregunten por qué le puse ese nombre. Solo sé que me sonó natural para la hija oculta—, pero esa tarde habían develado el secreto ante mis ojos.

Me quedé con la taza temblando en las manos. El plato en el que estaba apoyada se llenó de líquido humeante. La expresión en mi rostro me estaría delatando, porque la señora Silvina me miró como si hubiera visto a un fantasma y me preguntó ¿te pasa algo, Amalia? Yo le contesté como se contesta a un sargento «¡No, señora!» a lo que agregué «¡Yo no sé nada de Laura!».

La señora Silvina se horrorizó —aún lo recuerdo—. Dejó el pote de crema sobre la mesa y se levantó de la reposera. Caminó hasta mí y me tomó de los hombros, mirándome a los ojos como si estuviera mirando a un marciano. Yo temblaba como un perro mojado bajo una nevisca. «¿Qué te pasa, querida?», me preguntó, sin dejar de mirarme a los ojos. «¡No sé nada de Laura!», le dije, y me marché hacia el bar de la playa.

Dejé la taza sobre la barra del bar y me encaminé con premura al baño. Entré y fui directo hacia el espejo. Lo primero que hice fue mirarme los ojos. Los examiné y los volví a examinar. Respiré aliviada. No había nadie en mis ojos.

Descubrir la existencia de Laura y saber dónde habitaba me hizo pensar que yo bien podía tener una hermana oculta dentro de mí. Si me ocultaron un padre durante tantos años, podrían haberme ocultado la existencia de una hermana. Esa tarde empecé a recordarlo y a entenderlo todo. Recordé que la señora Silvina también hablaba de «la niña de mi corazón». Aunque podía hacerlo para despistarme, para que no pensara en la niña de sus ojos. Aquella noche no dejé de mirarla durante toda la cena, pero no logré ver a nadie en sus ojos. La señora Silvina dejó la cuchara con un golpe sobre la mesa y se secó la boca con la servilleta.

—Me estás asustando, Amalia.

—Silvina– intervino el señor Pablo.

—No me calmes. Hablá con ella. Algo le pasa.

 —No me pasa nada, señora.

 —No me contradigas. 

 —Silvina.

 —¡Basta, Pablo!

La señora Silvina se levantó y se retiró de la cena. Yo tuve que quedarme hasta que terminarán de cenar el señor Pablo y Carlita.

Esa noche lo comprendí todo. La señora Silvina ya sabía que yo conocía su secreto. Secreto que quizás le ocultara hasta a su propio marido. Yo no podía permitir que Carlita creciera en una mentira.

El sábado siguiente Carlita jugaba al Hockey, y sus padres habían prometido ir a verla. La suerte y el destino quisieron estar de mi lado aquel día. La señora Silvina se levantó con un fuerte dolor de cabeza. Desayunó junto al señor Pablo y Carlita y luego se disculpó para volver a la cama. Carlita y su papá se fueron pasadas las nueve de la mañana. La señora se acostó. Al rato fui a su habitación para preguntarle si necesitaba algo.

—Un vaso de agua y un ibuprofeno, Amalia —me dijo— Se me parte la cabeza.

(ha de ser la niña de sus ojos…)

Luego puso ambas manos sobre el pecho.

(… o la niña de su corazón)

Fui a la cocina, pero no a buscar un vaso de agua.

Volví a la habitación y noté que acababa de dormirse. Fue entonces cuando sentí que era el momento. Sin dudarlo le clavé la cuchilla en el canto externo del ojo, bien al borde, asegurándome de no matar a la niña. La señora Silvina pego un saltó en la cama y la cuchilla le ingreso hasta la mitad de la hoja. En ese momento quedó temblando sobre la cama.

Después volvió a dormirse. Agarré la cuchara y le saqué el ojo, pero detrás del ojo no había nadie escondido. Repetí el procedimiento con el otro ojo y nada. Me quedé pensando. Solo podía estar oculta en su corazón. Separar las costillas hasta llegar al órgano me llevó más de una hora. Tuve que quebrarle dos costillas, con el cuidado que la situación ameritaba, para no dañar a Laura. Pero en el corazón tampoco había nadie. Me quedé pensando en la cagada que me había mandado. La muy hija de puta me había cagado, se había burlado de mí, de Carlita, de todos. Eso me hizo montar en cólera. Demás está decir que la despanzurré como a un pollo, buscando a la niña, pero nada.

Me quedé sentada en la cocina pensando en dónde podía haber escondido a la niña.

Cuando llegó el señor Pablo solo lloraba y repetía «¡Qué hiciste! ¡Qué hiciste!», pero yo no podía contarle mi secreto, no podía decirle que la señora lo había engañado durante todo este tiempo ocultándole una hija.

Hace ocho años que estoy en el pabellón psiquiátrico de una cárcel cuyo nombre no recuerdo. No sé cuánto tiempo voy a estar acá. No sé cuál es mi condena ni de qué se me acusa. Solo sé que hay una niña oculta en algún lugar de la casa, una niña que podría estar sintiéndose tan sola como yo me siento, y nadie la está buscando.

Rogelio Oscar Retuerto

Rogelio Oscar Retuerto

Autor

(Buenos Aires, 1972)

Escritor de cuentos y novelas de terror, fantasía y ciencia ficción. Premio Nacional de Literatura 2016 (Secretaría de Cultura de Mendoza). Autor de la galardonada saga Las elegidas. Fundador y director de la revista Cruz Diablo.

Lizeth Proaño

Lizeth Proaño

Ilustradora

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