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Ilustrado por: Berenice Tapia

Paulo Cañón

Tengo una costumbre extraña. A veces, cuando estoy en algún lugar y escucho música, empiezo a tocar las notas de una trompeta imaginaria. Mis dedos se ubican en el aire: el índice, el medio y, por último, el anular, luego los empiezo a mover en combinaciones de tres, como si estuviesen puestos sobre unos pistones invisibles que producen la música que estoy escuchando. Llevo años haciéndolo. No sé cómo funcionan las notas en las trompetas, ni tengo la más mínima idea de cuáles son las posiciones que hacen que exista un Fa o un Sí sostenido. Y, sin embargo, continúo haciéndolo del mismo modo en que lo hacen las personas que tocan guitarras invisibles o baterías de aire cuando la música los emociona.

Puede que todo haya empezado con un piano, en un salón con el suelo de tablas envejecidas y yo, con poco menos de cuatro años, intentando aprenderme la canción que tocaba mi profesor de música. Tal vez todo se remonta a que mi abuelo materno era un aficionado a dar serenatas y a tocar el tiple en su pueblo natal. O puede que no sea ninguna de las anteriores, y que el inicio haya estado en una flauta dulce, en las frustrantes clases de música de los diferentes colegios en los que estudié cuando era pequeño. Ahora que lo pienso bien, realmente no importa cuando empezó. Sino que la música, de un modo u otro, terminó llegando hasta mí.

Aprendí a leer partituras casi al mismo tiempo que aprendí a leer palabras. Los símbolos y signos dentro del pentagrama se dibujaban con una sencillez extraña. Hablaban, decían algo y me invitaban a completarlos, a hacer más y más dibujos sobre las líneas y los espacios, tal vez con la esperanza de que alguien —no yo— los interpretase.

El primer instrumento que aprendí a tocar fue una flauta dulce. Recuerdo que era de plástico amarillo pálido y tenía la boquilla de color carmín. Cada nota que salía estaba acompañada por los movimientos de mis manos, que debían ser muy pequeñas, dedicadas a tapar y destapar los orificios de la flauta para hacerla sonar.

No consigo hacer memoria sobre si lo hacía bien o mal. Las notas se iban agolpando en canciones sencillas que los demás niños y yo nos dedicábamos aprender casi religiosamente. Estoy seguro de que mi primer profesor de música se llamaba Benancio y que la primera canción que aprendí se tocaba así: Si-la-sol-la-si-si-si-la-la-la-si-si-si-si-la-sol-la-si-si-si-la-la-si-la-sol.

Años después, me dieron un instrumento más grande. Era 2006 y yo aún no había cumplido 8 años. Mis padres decidieron que era buena idea matricularme en las clases de música que había en la banda infantil del municipio. Allí, luego de algunas semanas de enseñanza básica de solfeo, a cada niño le hicieron pruebas para determinar qué instrumento asignarle. Había trompetas, clarinetes, trombones, saxofones, una tuba y alguna que otra percusión. Según recuerdo, mis pruebas salieron bien y luego de algunas charlas mis maestros decidieron que me correspondía aprender a tocar el corno francés.

Con la emoción de la novedad, pasé por ejercicios de estiramiento y preparación, aprendiendo a calentar una boquilla metálica antes de tener el corno en las manos; pero, llegada la hora, mis brazos resultaron demasiado pequeños para alcanzar a agarrar adecuadamente el instrumento. Frustrado y llorando, acepté de mala gana que me asignaran una flauta traversa y, con eso, la música halló nuevas formas de vibrar en el aire.

Al año siguiente llegó el clarinete, cuando mis papás y yo nos mudamos a otro pueblo y pude escoger un instrumento diferente en la banda municipal de ese lugar. Creo que ya sabía cómo leer adecuadamente una partitura, por lo que me dedicaba a copiar en mis cuadernos algunas de las figuras que veía en las canciones que nos pedían aprender. Entonces, empecé a hacer composiciones silenciosas, que nunca interpretaba y que se poblaron de figuras extrañas como los calderones, los puntillos, las barras de repetición o las ligaduras entre las notas.

Mi habilidad para tocar seguía mejorando, aunque en general continuaba siendo torpe y accidentada. Daba conciertos junto a los demás niños, en pequeños auditorios y con un repertorio reducido y fácil de llevar, compuesto por canciones para navidad, acompañadas de alguna adición de música típica colombiana o mexicana.

Luego vino otra mudanza, en 2009, donde volví a inscribirme en la banda municipal y decidí continuar con el clarinete. En esta ocasión, la banda era un conjunto heterogéneo y mucho más trabajado que en los pueblos anteriores. Había más adolescentes que niños y, de algún modo, la mezcla hacía que los primeros terminaran sirviendo de tutores de los segundos. Viajábamos a presentarnos juntos en algunos pueblos cercanos y fue allí donde recibí mi primera carpeta con partituras complicadas. Eran obras difíciles, piezas que a esa edad no conseguía entender ni interpretar por completo. La velocidad, los movimientos de las manos y las notas que debía alcanzar parecían cimas impensables para mi forma rudimentaria de tocar el clarinete. A pesar de la práctica y los esfuerzos, lo que podía tocar no me gustaba.

Un par de años después, empacamos las maletas para mudarnos de nuevo, pero la música se quedó atrás. De cierto modo sentí que había algo que hacía falta. Cada sesión de práctica con el instrumento me hacía sentir como si mi aptitud y empeño estuviesen incompletos, y la música, azarosa, no quisiera salir de mis manos. La comparación obvia con las demás personas que tocaban clarinetes no me ayudaba, así como tampoco lo hacía un director de orquesta con tendencias a gritarme. Por eso, resignado, concluí que las notas se habían cansado de explicarme cómo buscarlas viendo que yo no las podía encontrar.

Un secreto sueño de aprender a tocar trompeta se fue traspapelando en medio de otras prioridades. Luego vinieron los años del bachillerato, la adolescencia y un último intento con la música, cuando traté de aprender a tocar guitarra, pero descubrí de nuevo que mis manos eran lentas y las yemas de mis dedos se lastimaban frecuentemente al tocar. Después de menos de un año de clases —y de aprender a tocar Flaca de Andrés Calamaro—, vendí la guitarra que me regaló mi mamá y gasté las ganancias en comprar un par de libros: una antología de poesía hispanoamericana y La broma infinita de David Foster Wallace.

Aún guardo la carpeta con las partituras y la última caña de clarinete que usé. Las conservo para preguntarme constantemente qué habría pasado si no hubiese abandonado la música, si en lugar del corno o de la flauta me hubiesen asignado una trompeta. Tal vez las notas habrían sido diferentes, los movimientos más sencillos y yo me hubiese atrevido a escribir más partituras y a tocarlas. Entonces este artículo sería una canción íntima y genuina y no un texto que cuenta la historia de un destino abandonado.

Paulo Augusto Cañón Clavijo

Paulo Augusto Cañón Clavijo

Redactor

Colombiano, periodista y lector de tiempo completo. Escribo para encontrarme. Apasionado del fútbol, la música, los elefantes, las mandarinas y los asados.

Berenice Tapia

Berenice Tapia

Ilustradora

Demasiado perezosa para pensar en algo decente. Me gusta dormir y mi sueño más grande es poder vivir de hacer monitos. Las dos cosas más importantes que me ha enseñado la vida, son:
1) Estudiar arquitectura no vuelve rica a la gente.
2) El mundo no se detiene nunca, ni aunque estés llorando hecha bolita porque borraste accidentalmente un capítulo de tu tesis.

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