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Ilustrado por: Deivy

Luis Ruelas

 

—¡Que viva el rey! —exclamó la multitud.

El joven príncipe por fin veía la luz del sol de nuevo, había pasado a tres semanas encerrado en el sótano de aquel viejo granero. Tuvo la oportunidad de salir un par de veces, pero la noche y el bosque le impidieron disfrutar del exterior. Estaba cansado del olor a paja y madera húmedas.

—¡Que viva el rey! —Volvió a exclamar la multitud, esta vez el grito fue acompañado de innumerables pétalos de flores que volaron a los pies del príncipe.

Cuando la guerra estalló, la reina había reunido a sus súbditos más allegados y les había encomendado, con toda la autoridad y cariño que siempre la había caracterizado, la labor de esconder y cuidar del infante príncipe. El mayordomo principal, el viejo Marín, había propuesto llevarlo a su granja en las afueras de la ciudad, ahí podrían refugiarse con suficiente comida y tiempo como para pensar en que más hacer. Así pues, aquella madrugada antes de que saliera el sol, el príncipe fue llevado en brazos por un comité de sirvientes a la vieja granja. Ese día fue también el ultimo que pudo ver a su madre, quien se despidió de el con un abrazo y un beso en los labios. A su padre, el rey, no lo había visto ya en varios días pues estaba ocupado en juntas con sus consejeros, preparándose para la guerra, cosa que a él también le hubiera gustado ver.

Tras todo aquel periplo, el joven debió resignarse pues solo podía estar escondido en el sótano del granero donde sería mucho más discreto y seguro permanecer.

—¡Que viva el rey! —Clamaban las incontables siluetas mientras las puertas de la muralla se apartaban y dejaban ver un enorme pasillo humano dándole la bienvenida.

Todos los días, sin falta, el viejo Marín o la joven Sol llevan deliciosos platos al granero. Aquellas viandas sabían ligeramente diferentes las que preparaba el cocinero del palacio, un poco menos sabrosas a su gusto y el pescado aún tenía espinas, lo que tenía algo contrariado al príncipe. Sin embargo, lo que agradecía mucho eran las historias que ahora acompañaban a sus comidas. Tres veces al día más la hora del té, ya fuera el mayordomo o la criada, lo acompañaban y le contaban viejas historias del reino, anécdotas de sus padres, cuentos de ciudades lejanas o solo alguna lección de vida. Cuando vivía en palacio, las comidas eran acompañadas solo de los comentarios de su padre a sus consejeros, discutiendo situaciones del reino, preparativos de fiestas o alguna ampliación al palacio; de vez en cuando su madre le hacía un señalamiento sobre sus modales en la mesa. Esto hacía que se sintiera como un fantasma sentado a la mesa, a veces aprovechaba las avivadas discusiones de sus padres para meterse bajo el mantel y jugar con alguno de los muchos juguetes que tenía escondidos bajo alguna silla o atado con alfileres y listones bajo los tablones de la mesa

—¡Que Viva el rey! —pudo entonces ver las caras del herrero y su esposa animándolo a seguir adelante, pero también pudo notar una gotita corriendo por la mejilla de la mujer.

Los juguetes, aquellos muñecos de madera o trapo, finamente pintados y bordados por los mejores jugueteros del reino. Cada año recibía una decena nueva por parte de los artesanos del reino, los llevaban alegres durante su cumpleaños. Siempre tuvo de donde elegir, tenía un cuarto entero donde guardarlos, pero los que más le gustaban siempre estaban en su alcoba. Le gustaba jugar con ellos invitando a los hijos de la servidumbre a su cuarto de juguetes. De vez en cuando les dejaba llevarse alguno, siempre y cuando no fueran de su selección especial.

Ahora, en su granero, podía contar sus juguetes con los dedos de una mano: un caballo de madera que llevaba a cuestas un caballero de hojalata, dos muñecos de trapo excelentes para abrazar a la hora de dormir, una muñeca de la que había olvidado su origen, seguramente salida de algún rincón de su almacén personal y un castillo de madera que le servía de fondo a la hora de formular aventuras.

Extrañaba, sin embargo, a su sabueso de porcelana, que cuidaba sus sueños apostados en la mesita de noche, sentía que esa era la razón por la cual ahora tenía más pesadillas de lo normal.

—¡Que viva el rey! —los pies le comenzaban a doler recorriendo la empedrada calle principal.

—¿Es cierto que cuando todo esto termine seré rey, Sol? —preguntó el príncipe a la criada una noche que habían salido al bosque a tomar el fresco. Ella se limitó a tomarlo entre sus brazos y recostarlo en su regazo. Aquel pobre muchacho le preocupaba como si fuera su propio hijo. Ella era joven, aun en sus veintes, pero había cuidado de la criatura prácticamente desde que nació. Tenía la encomienda de cuidarlo en la ausencia de sus padres, lo que podía significar pasar semanas persiguiendo al príncipe por los salones del palacio o buscándolo en los cotos de caza cuando algún sirviente terminaba convencido de que ya era lo suficientemente mayor para recorrerlos. Aquella noche no se atrevió a responder la pregunta, pues aquello implicaría explicarle las razones por las que un príncipe puede llegar a convertirse en rey, una en especial le preocupaba y se había prometido no revelarla a quien había llegado a sentir como un hermano… o un hijo propio. Más tarde le preguntaría a Marín el por qué el príncipe tenía esa idea en la cabeza.

—Su madre se lo dijo la noche que huimos del palacio. —Marín era un hombre maduro, de cabello canoso pero abundante y lacio, había trabajado con la familia real desde que era un joven adolescente. Ahora se había convertido en un miembro más de la familia, se ocupaba sobre todo de las agendas, asegurándose de que ningún evento, espaldarazo, condecoración o incluso la visita de algún pariente lejano se quedara sin su respectivo festín, banda de músicos y los respectivos adornos. Este trabajo involucraba tener bien ubicados y manejados a cada trabajador del palacio. Sin embargo, todo este trabajo no evitaba que estuviera al tanto de todos los pensares del rey, sus cuitas y necesidades. Mismo caso con el príncipe que, aunque la joven Sol tenía más tiempo para pasar a su lado, nunca falto a prestarle un par de hora al niño para impartirle algo de educación, ya sea de sobre modales en la mesa o algo más académico. Muchas noches en vela pasaron repasando los mapas y libros que se resguardaban celosamente en la biblioteca.

Tal modo de vida lo llevo a encariñarse del joven, provocando que el mismo se impidiera el negarse a sacarlo del castillo y darle asilo; aun con el peligro que podía conllevar. Ahora, viéndolo dormir bajo un manto de estrellas y árboles, tuvo que hacer acopio de valor para evitar que una lágrima le corriera por la mejilla.

¡Que viva el rey!

 

La multitud se agolpó en la plaza frente al palacio para recibir al príncipe. Confeti y serpentinas volaban por los aires al son de tambores, gritos y llantos de todo el pueblo. El infante buscaba con la mirada rostros conocidos, a los hijos de la servidumbre, al panadero que le llevaba sus panes favoritos todas las mañanas, al médico que lo atendía cuando no se sentía bien para salir de la cama, al maestro cazador que le enseñaba a trenzar una cuerda de arco, a Marín o a Sol esperándolo; pero, sobre todo, buscaba los ojos de sus padres. Quería verlos orgullosos de él durante su coronación como rey. Cuando llegó al escenario, ya había encontrado la mayoría de ojos que buscaba, excepto por esos dos pares tan anhelados.

Una noche, días antes de todo aquel espectáculo, Marín había ido al granero a pasar el rato con el príncipe. Aquella joven delgada y rubio, con unos ojos zafiro y piel blanca como la luna siempre le dio ternura; pero ahora que lo veía ahí solo, cubierto de ronchas por las picaduras de insectos y la irritación tan molesta de la paja, sintió que el corazón le daba un vuelco y que el estómago se le giraba sobre sí mismo. Aquel niño merecía todo lo que tuvo alguna vez, merecía todo el cariño del mundo y la felicidad que había sentido toda su vida. «Este niño merecería el trono aun si hubiera nacido en un chiquero» se dijo Marín su mismo antes de sentarse a su lado y servirle un vaso de leche. Es noche le preguntó, haciendo acopio de todas sus fuerzas, si sabía lo que era una coronación.

—Madre decía que era el momento en que un príncipe se convierte en rey. Que uno nace siendo príncipe pero que solo dios puede volverlo rey. Me dijo que, llegado el momento en que lo mereciera, dios mandaría a sus ángeles para coronarme, que sus trompetas llenarían la plaza de música y sus alas llevarían el aroma de cielo. Decía que, a partir de ese momento, yo debería procurar la felicidad del reino y que por eso era importante que les prestara atención a mis maestros y te hiciera caso con los modales en la mesa.

Marín lloró, en silencio, pero no pudo negar que sus ojos se humedecieron y dejaron correr un rio de saladas lágrimas. Aquel conocimiento infantil le hizo feliz, pues en el no cabía tristeza alguna. De nuevo se juró no hablar más del tema, de mencionar que uno se vuelve rey solo cuando el anterior ya se ha ido. Se lo juró, sí, pero esperaba que esta vez si pudiera guardar el juramento por sobre aquella mirada azul.

¡Que viva el Rey!

La plaza había sido preparada con un gran tablado donde un alto trono se erguía. El príncipe entonces fue bañado y vestido por un grupo de mujeres que se encargaron de engalanarlo con sus más finos ropajes. Lo sentaron en la enorme silla dorada y todos gritaron al unísono:

¡Que viva el rey!

El joven príncipe estaba contrariado pues aquello no se parecía a lo que había visto en los viejos libros y a aquel sentimiento lo acompañaba una molesta tristeza por no ver a sus padres presentes en aquel gran evento. Un hombre vestido con una larga túnica ornamentada de oro se le acercó con una gran corona de oro, joyas y terciopelo rojo. Mientras alzaba unas extrañas palabras en latín, la mirada del niño recorría las esquinas de la plaza, metro por metro, cara por cara. Entonces, los vio, ¡sus padres estaban ahí! No lo habían dejado solo. En el balcón del palacio que correspondía a la alcoba real, las figuras reales se pavoneaban frente a la multitud, su padre vestido se aquel traje tul y capa roja con lunares blancos; su madre vestía aquel vestido rosa que tanto le gustaba, adornado con un pomposo collar isabelino con salpicaduras carmesí. La mirada de ambos estaba fija en el horizonte, con aquel porte real que siempre le habían insistido que debía mantener el también. Su corazón se llenó de felicidad y calor, ahora podía seguir en paz la ceremonia y esperar a los ángeles.

La pesada corona le cayó sobre la frente y se deslizo suavemente hasta taparle los ojos. El joven rey intentó levantarla un par de veces, pero el peso y la terquedad de la corona le terminaron ganando. Se sentía tonto al no poder ver su propia coronación, pero recordaba que no debía hacer esfuerzos inútiles y mantener la compostura frente a la multitud, así que desistió.

De pronto, sintió que la gente lo tomaba en hombros y lo cargaba por toda la plaza. Todo mundo gritaba y festejaba al unísono. Pronto, aquel alboroto se vio acompañado del redoble de campanas y el grito de trompetas.

—¡Los ángeles, los ángeles ya vienen! —gritó el rey mientras un aroma a incienso le llenaba la nariz.

La gente lo arrojaba por los aires mientras el aire se llenaba de trompetas, gritos, campanas y uno que otro llanto. Él se dejó llevar, se sentía mareado por tanto salto y giro e incienso. Era feliz, los ángeles habían llegado para coronarlo, ahora era rey y solo debía preocuparse por llevarle felicidad al reino. Entonces sintió como lo recostaban en una suave cama. La cabeza le daba vueltas, la corona seguía terca en no dejarlo ver, pero ya no le importaba, era feliz, era rey y era su propio día.

¡Que viva el rey!

La navaja cortó el aire con un silbido frio. La multitud dejó salir un enorme suspiro. Silencio en la plaza, silencio en reino. Los llantos empezaron, no terminarían en un mes entero. El miedo había ganado, un miedo nacido del odio, un odio nacido del hambre y la carencia, una carencia que había desencadenado una revolución.

El pueblo se había hartado de la realeza y le dieron fin con pólvora y guillotina. Todos habría terminado más rápido, pero la insistencia de un criado había hecho que el pueblo entero planeara un festejo de tal magnitud solo para intentar darle consuelo a los corazones débiles que se habrían negado a asesinar a un infante. Los rumores del escondite del príncipe ya tenían días sonado entre las calles del reino, Marín lo sabía, sabía que era el resultado sería inevitable y por eso fue a la asamblea para hablar con los líderes. Aquellos líderes se habían hundido en el miedo hacia el príncipe, no por quien era, ni lo que era, sino por lo que podría llegar a ser. Tenían miedo a la venganza, a las alianzas futuras. La discusión fue tensa, pero al final decidieron hacerle caso al corazón del viejo criado. Armaron todo el festejo, ocultaron la guillotina disfrazándola de trono y volvieron a colocar las cabezas del rey y la reina, todo para que el príncipe tuviera un último momento de felicidad y el pueblo el consuelo de que así había sido. Y, sin embargo, aquel triste día seguiría doliendo en los corazones del pueblo por generaciones y cada año se celebraría un festival donde llorarle a la pequeña tumba era permitido y los niños debían ser tan felices como sus padres pudieran permitirse.

Luis Ruelas

Luis Ruelas

Autor

Deivy

Deivy

Ilustrador

Me llamo Deivy Castellano. Pintor aficionado, intento que mi trabajo hable por mí mismo. Trabajo para ser un polímata, en mi tiempo libre soy un misántropo auto exiliado en Marte.

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