Ilustrado por: Deivy
Franco Sampietro
El que se convierte en una bestia
se alivia de ser hombre.
Samuel Johnson
Para nombrarla de algún modo, digamos que era una deriva. A la vuelta de todo ya, sin ganas ni del suicidio,-mucho menos de hacer cosas; de renegar, ni hablemos-, me había ganado por esa época una serenidad siniestra. Era, más o menos, el estado espiritual del que ya aniquiló sus nervios, sepultó sus proyectos, quedó sin nada, tocó fondo (aunque siempre es posible caer más hondo), sin embargo, se da cuenta muy adentro que no está por completo muerto. Simplemente se ha vuelto impermeable, desarrolló una coraza más potente que el acero que lo protege, de aquí en más, de los rigores del mundo y –sobre todo- de él mismo. Se ha vuelto invulnerable.
La del otro, en cambio, se podría decir que era una crisis más real, porque además acababa de cumplir cincuenta (con todo el significado y el peso específico de ese número simbólico), con una curva en picada, empedrada por demasiados elementos secundarios demasiado ingratos, como la soledad, la desocupación, el fracaso universal y meridiano y el resentimiento invicto (este último, ingrediente nefasto en una ciudad exitista: pobre pero hipócrita). Por más fondo que uno toque, nadie en este medio desarrolla los stripteases psicológicos suyos; de modo que a su ruina concreta se le suma la ruina a la vista.
-Estoy en condiciones de aceptarte una birra –fue lo primero que me dijo. Por instinto, sin razonarlo, titubeé (como hacía siempre antes, cuando todavía no era indestructible), incluso miré con aspaviento el reloj que acotaba su muñeca, fingiendo apuro. Y es que aún antes que comenzara a hablar (o más bien, que prendiera el ventilador lanzando vientos funestos) veía que despedía demasiada negatividad en su empaque.
De inmediato me recompuse, recapacité que amén de un amigo y de un buen tipo él era algo así como el hombre de las mitades. Una totalidad humana pero confeccionada con mitades anexadas, unidas con un mal pegamento. Por una de esas mitades fue que lo conocí yo, por su mitad de poeta. Me atrajo más su condición de inconcluso que la de poeta, y con el paso del tiempo, habría que agregar, esa medianía fue la causa de su sobrevivencia, ya que era capaz de hacer un poco de todo. Una suerte de engendro ontológico munido de cien pies que al mismo tiempo nunca caminó con equilibrio, ya que sus mitades faltantes lo condicionaron.
Ahora mismo, por la vaporosidad interrumpida de mi paseo en la calle Trigo ni siquiera es necesario preguntarle, por rutina o cortesía, cómo le está yendo: se ve que dos de sus mitades se le han caído encima, y él sabe que lo sabemos, de modo que su realidad mundana es la nada de los budistas o el vacío definitivo. En treinta segundos pintó su desastre; la quinta separación, la búsqueda innúmera de trabajo, las dormidas de prestado en casa de amigos o de sus padres (en el mismo cuarto de cuando era muchacho, incluso aún decorado con posters de Megadeth o de Iron Maiden), las deudas impagas acumulándose y magnificándose por la frustración cotidiana, en suma: la puerta cerrada definitivamente en la cara.
Había un sol apoteósico a esa hora de media mañana por la calle Sucre, que no merecía el insulto a la natura de mi amigo (todos los viajeros han dicho que en este pueblo lo que depende de la Pachamama es una maravilla, pero lo que depende del hombre y su sistema una inmundicia); encima pasaba una hembra colosal, feroz y angelical a la vez, condecorada soberbiamente por la naturaleza (corroborando la idea anterior) y comencé a darme cuenta que nada tenía ya que ver con mi sino ese dolor infame. O soy por demás sensible o todo lo contrario: me he vuelto impermeable por haberlo padecido tanto. En cualquier caso, una fuerza eruptiva en mi interior me iba diciendo, con violencia insoslayable, que no estoy esta mañana –ni nunca- para aguantarlos. Para colmo –repito- nos rodeaba una claridad meridiana, sublime en su diafanidad acariciante, que nos nimbaba más por la presencia de las féminas siempre múltiples, siempre magistrales, siempre a mano y a la vez inalcanzables, que ni siquiera nos miraban. Yo deseaba ya levitar, convertirme en un maestro de la telekinesia o ver la forma de evaporarme en el aire y desaparecer para siempre de este horrendo ras del suelo, habitado por bichos sufrientes más pesados que vaca en brazos, cuando me espetó a boca de jarro:
-La vida me está dando sin vaselina, compadre, me la está poniendo doblada. Ando mal en todos los sentidos. He llegado a un punto en que sólo pienso negatividades. Agredo a cualquiera por si acaso, antes de que me diga que no o que yo lo vea como un ataque; después siento mucha culpa y me agarran abismos de angustia, como si empezara a caer en un pozo adentro mío, sin llegar a caer del todo nunca. Toqué fondo, camarada. Sé que incito a que me desprecien, y lo entiendo, si yo mismo soy el primero que se desprecia, me doy asco.
Ya a esa altura calculo haber adquirido, para quien nos viera de afuera, el aire de un antropólogo frente a un caníbal; téngase en cuenta (de nuevo) la mañana prístina que hacía y lo hermosa que estaba esa calle horrenda de negocios de celulares de naifas que parecían hadas. Hasta pensé en fumar, yo que no fumo, para disimular la incomodidad y disipar las ganas de echarle flit a mi amigo. Porque él tenía toda la razón: en ese estado no producía lastima, sino que incitaba al desprecio: el tipo ideal para ser abandonado.
De modo que ardía a esa altura por olvidar el accidente de haberle conocido un día lejano, sensación que se incrementaba al imaginar que también se venía el sablazo (si no, ¿para qué tanta truculencia?). Así que ya me veía, como en la novela Los siete locos (que el medio poeta seguro conocía) diciendo su frase más famosa: «rajá, turrito, rajá». Tal vez no hubiera podido controlarme; tal vez, después me hubiera sentido infinitamente deprimido. Felizmente y para mi sorpresa, no me sableó. En lugar de eso dijo:
-Tengo que hacer un poco más de tiempo –y puso cara de seguir mangueando, en este caso no ya piedad, ni dinero, sino tiempo. Tiempo –me dije para mí-, el bien más preciado. Y de inmediato me salió el narciso líquido (diría Zigmunt Bauman), dándome de repente unas ganas irrefrenables de ingresar a la galería de enfrente y perderme por siempre jamás en el laberinto de ropa yanqui usada y despiojada; pues el tiempo –volví a decirme a mí mismo e incluso a pesar mío- como el amor, nunca se puede hacer con quien se nos antoja.
Empezó a contar, ceceando y atropellándose, que tenía un almuerzo a las doce para un trabajo posible, más bien un proyecto que era una truchada pero que podía servirle para tirar unos meses, con cierta chanta cultural que pretendía montar un taller literario. Y nada más terminar de informarlo, como si lo hubiera eyectado, volvía a la carga con el disco rayado:
-Es una sensación espantosa, hermano. Pienso en todo lo que emprendí y hundí al mismo tiempo, todo el tiempo, el dinero y la energía que tiré por la borda, en lo que tuve, en lo que soñé, en los hijos que desparramé por el mundo. Ahora me resulta humillante pedirle, qué digo: rogarle a un locutor de radio de cuarta que no leyó ni el Libro de oro de Condorito que por favor me explote como a un miembro de la clase obrera de este país desdichado.
Su cara se iba transformando a la par; su resentimiento crecía a medida que se embalaba. Y también crecían mis ganas de huir al fin del mundo. Pero no tuve que huir, al menos no de un modo deshonroso, porque él calló súbitamente y quedó petrificado mirando fijo por sobre mi cabeza como si hubiera visto a Dios.
Era solo otro conocido. Pero, ¿quién podría haberle producido esa debacle?, simplemente otro tipo destruido como él: algo que supe apenas le eché un vistazo. Mucho más flaco que yo (que ya soy flaco), de un color verde claro como de enfermo del hígado, con unas ojeras notorias que resaltaban un rostro desvaído enfocando el piso, gestos lentos y desgarbados y una extraordinaria cara de amargura.
– ¿Cómo andás? –le lanzó entusiasta, como quien reconoce a un hermano.
-Para el demonio –respondió el hermano de alma o de condena-. No me sale una.
Entonces aproveché. Me fui escabullendo hacia la esquina sin que se dieran cuenta, recién cuando doblaba alcé la mano y grité:
-Hasta luego; suerte; después me cuentas.
Lo que alcancé a ver, antes de perderme entre los negocios feos y las chicas bonitas, era a aquellos dos náufragos hablando como dos iluminados que se reconocen, que se sienten contenidos por compartir la cifra de la condición humana. Después de todo, pensé, es una suerte que abunden tantos destrozados, así nos salvan unos de otros. Me palpé inútilmente en búsqueda de maravedíes para un jugo de naranja. De inmediato me pregunté: ¿realmente cambiaría algo si tuviera los bolsillos repletos de crepitantes billetes?, así que miré a una morena de gimnasio que pasaba transpirada pero no le importó. A mí tampoco, me dije, y seguí paseando por el centro y sin vaselina.
Franco Sampietro
Autor
Deivy
Ilustrador
Me llamo Deivy Castellano. Pintor aficionado, intento que mi trabajo hable por mí mismo. Trabajo para ser un polímata, en mi tiempo libre soy un misántropo auto exiliado en Marte.