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Ilustración: Caro Poe

Carmen Macedo

Como todas las noches, aunque fuera de madrugada, no podía dormir. Las luces intermitentes de la calle se filtraban por la ventana, dando una sensación de intranquilidad. La discusión de un par de amantes, el eco de una sirena de patrulla, a lo lejos el llanto de una ambulancia.

Mi cuarto lleno de sombras y sonidos en movimiento: reflejos en las paredes; el muelleo de las ramas de los árboles; la llegada de una presencia que era necesaria para desahogarme.

Mi respiración se agita, me cubro más con las sábanas aún frías, me tiemblan las manos, espero, te espero.

Cierro los ojos. Una cálida y deliciosa sensación recorre mi espalda y se aloja entre mis muslos. Mis manos se mueven solas y, aunque quiero, no me atrevo a detenerlas. Una pasión que empieza en mi mente hasta poco a poco hacerse real. Mis dedos tímidos, y luego insaciables, se alojan a la mitad de mi pecho. Primero un puño que se abre en caricias, en apretujones, en pellizcos.

Mis manos descienden por el vientre y se pierden en la circunferencia del ombligo. Es apenas la mitad del trayecto. Unos pasos sobre la duela me anuncian tu llegada, permanezco a ciegas esperando lo que sigue. El peso de otro cuerpo que se adueña de mis muñecas, y cuyas piernas me impiden escapar. El calor de un aliento que se funde en un beso salvaje.

—No hagas ruido —aunque nunca lo hago, me contengo los quejidos y jadeos, pero te obedezco, como todas las noches.

Mis dedos se transforman en tus dedos, buscas inútilmente ropa que quitarme. Una caricia exploradora te constata mi cuerpo desnudo. Y te detienes.

—Qué rico que me esperes así…

Tus labios saben a calle, a cigarro, a cerveza, a necesidad. Después a fuego y sangre, ¿te muerdo o me muerdes?, ¿lloras, lloro o lloramos?

Me aprisionas con tus brazos y piernas, Mauricio. Me sometes y jadeas mientras me besas como nunca antes lo haz hecho, sudas. Tu frente y la mía están tan cerca que comparto tu calor, y me encanta cómo nuestra piel resbala, cómo la cama arde y las sábanas, antes gélidas, se empapan. Imposible prestar atención al exterior, ni a las luces o sirenas, y las pocas voces que se empeñan en romper la calma de nuestra madrugada.

Me sueltas al fin las muñecas para empezar a desnudarte, en lo que recupero el aliento. Mis manos dormidas rodean tu cuello, fundiendo nuestros cuerpos en un abrazo. Te incomodas por un momento, apartándote para acariciarme el miembro tanto o más excitado que el tuyo. Los resortes de la cama rechinan con el vaivén de tus maniobras. ¿Me amas, Mauricio?, si no me lo dices, no podremos seguir. Tiene que haber algo más, aunque aún no sepa qué.

No quiero abrir los ojos, porque desaparecerás de este espacio en el que guardo el recuerdo de todo lo que empezamos… Tus dedos vuelven a ser sólo los míos y se acaba la magia escurriendo su flujo salado entre mis manos. Carajo, Mauricio, ¿por qué te moriste?

Al mismo tiempo, una lágrima no se puede contener más y se desliza causando escozor en la mejilla, mas ahora sé quién lloraba: ni tú, ni yo. Mi mamá.

Ella sube la escalera, su voz se escucha alterada al saber que algo sucede en mi habitación. Abre la puerta de golpe como cada noche, pero yo no estoy más ahí, en ese cuarto vacío, donde el tiempo no avanza y sólo queda la memoria de nuestros encuentros repitiéndose noche a noche. La mancha de sangre sobre el cubrecama la primera vez que me hiciste tuyo, las marcas de tus puños en las paredes al pelear conmigo, la ventana del sexto piso que rompimos en esa discusión.

Carajo, Mauricio, ¿por qué nos mataste?

Carmen Macedo

Carmen Macedo

31 años

Licenciada en Bibliotecología y estudios de la información UNAM

Estudiante de Lengua y literaturas hispánicas

Estudiante de Creación literaria UACM

Católica, vegana, feminista, ratona de biblioteca.

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