Eréndira Cuevas
Esa tarde, después de pasar 10 horas en la oficina, apresuró como pudo el regreso a casa y de forma casi milagrosa logró ocupar el único asiento solitario el vagón. Cerró un momento los ojos y cuando los abrió tenía delante una imagen que durante años había sepultado en algún rincón de la memoria.
Miró fijamente en los ojos de ese hombre que parecía no poner mayor atención a su presencia y comprobó que se trataba del mismo que años atrás había llenado su vida con una tristeza y dolor tan pesados que no lograba entender cómo había sido posible cargarlos durante tantos años.
Aquella tarde al volver de la escuela lo encontró de pie frente a su apartamento y amparado en una pregunta cualquiera, que hoy ni siquiera podía recordar, inició una conversación tan normal e intrascendente como la que pudo tener con cualquiera de sus vecinos. En los días siguientes, naturalmente, siguieron incontables encuentros en los pasillos, en las escaleras, en la calle o en los comercios de los alrededores.
No les dio la menor importancia, hasta el día en que decidió que no tenía deseos de entrar a clases y volvió para tumbarse en la cama, aunque la paz de haberse librado de la clase de matemáticas se interrumpió cuando escuchó abrirse la puerta. Se había preguntado si sería su madre, pero era imposible porque a esa hora seguramente estaba empezando a colocar los pasteles en la vitrina que daba a la avenida principal, además su manera de entrar era más bien ruidosa.
Mientras se le ocurrían distintas posibilidades, él ya estaba de pie junto a la puerta de su habitación. Pensó que se había confundido, seguramente el ruido había sido en uno de los departamentos vecinos, y maldijo la poca privacidad que hay en los edificios habitacionales. Se dio vuelta en la cama y mientas miraba los posters pegados en su pared pudo sentir cómo esas manos se posaban en sus piernas, para después sujetarle con fuerza las manos mientras sentía que el peso de ese cuerpo caía sobre ella y lo que pretendían ser caricias recorrían su cuerpo con violencia, gritaba toda clase de amenazas y ella se sintió incapaz de reaccionar, sólo podía sollozar y jalar aire por la boca como si con ello invocara la fuerza que no tenía para quitárselo de encima, para moverse.
Cuando por fin la soltó y salió con torpe prisa del departamento, ella pensó en correr, en gritar, en buscar a su madre. Pero al final decidió callar, aunque nunca supo muy bien porqué. Tal vez eran demasiadas razones, tal vez no había ninguna. Esa mañana se quedó en el mismo lugar llorando y tratando de ahogar los gritos desesperados que se amontonaban en su garganta, durante tanto tiempo que apenas le había alcanzado para disimular la situación delante de su madre.
De pronto, el metro frenó abruptamente y se dio cuenta de que el hombre no estaba más ahí, no estaba segura de la estación en que había bajado y una parte de ella se resistía a creer que en realidad se hubiera producido esa macabra casualidad.
Pasaban de las tres de la mañana y en medio de la oscuridad imaginó el próximo encuentro con el hombre que era responsable de todo el sufrimiento acumulado a través de los años: Se acercaría a él hasta quedar a unos centímetros de su cara y delante de todos le gritaría lo que había hecho para que decenas de miradas condenatorias se posarán sobre él y padecería, aunque fuera un instante, la humillación que ella cargaba desde aquel día. Pero no, era un destino muy amable para una escoria de ese calibre. Lo mejor sería pararse detrás de él mientras esperaba el tren hasta que estuviera lo suficientemente cerca para «accidentalmente» empujarlo a las vías y terminar de una vez por todas con su existencia.
Algo le decía que era casi imposible volver a verlo y una parte de ella quería que fuera así, ¿por qué se habría vuelto a encontrar con él en el momento preciso en que su vida tomaba un rumbo más claro, después de haber dejado atrás los temores producidos por ese momento?, ¿por qué la vida la volvía a poner delante de ese sujeto? ¿Acaso la sombra de ese día se abatiría siempre sobre su vida?
Pasaron un par de días sin que volvieran a coincidir, empezaba a creer que había confundido a alguien más con aquel infeliz. Hasta que en cierta ocasión se encontraron frente a frente cruzando la calle, pero esta vez se tomó las cosas con más calma y miró con atención los estragos que el tiempo había hecho en ese rostro para recordarlo como era luego de todos esos años.
En ese momento entendió el propósito de haberlo encontrado y hasta se alegró de que hubiera sucedido porque ahora la vida, que tanto le había quitado, le estaba regalando una nueva oportunidad, le daba la ocasión que tiempo atrás nunca se presentó.
Empezó a preguntarse si él ya habría olvidado, si su vida no se había alterado en lo más mínimo después de su monstruoso acto. Pero eso no importaba en lo más mínimo, lo verdaderamente importante era que ella lo recordara, que estuviera segura de hallar a su verdugo. Sólo eso era suficiente para ejecutar su plan.
En los días siguientes ansiaba encontrarlo. Abordaba el metro todos los días a la misma hora y en el mismo lugar que la primera vez que lo había visto, esperaba mucho tiempo en el andén hasta verlo presentarse, comenzó a notar su presencia en diferentes lugares y a frecuentarlos cada vez más hasta que se hizo una idea de su rutina.
Al cabo de un par de semanas bajó en la misma estación que él y lo siguió hasta la calle. Discretamente abordó el mismo autobús y de pronto se vio conducida por lugares que habían formado parte del paisaje de su adolescencia, mientras comparaba los cambios que iba encontrando también recordaba cómo había sido lidiar con sus temores después de ese día y la alegría que experimentó cuando, un año después, su madre le dijo se mudaban al otro lado de la ciudad.
Al llegar a la parada reconoció su viejo barrio y lo vio entrar en el edificio donde creció, por un momento sintió que todas sus fuerzas se evaporaban con cada exhalación y estuvo a punto de dejarse caer sobre el asfalto, pero en lugar de eso caminó una cuadra más hasta abordar un taxi de regreso a casa, donde pensó detenidamente en los pasos que seguiría para cumplir su cometido.
Empezó a seguirlo todos los días y mientras lo hacía sentía los latidos desbocados de su corazón, a ratos notaba que le faltaba el aliento y un temblor se apoderaba de cada uno de sus movimientos. Sentía que caminaba tras él casi ajena a su propia voluntad.
Sus compañeros de trabajo no tardaron en advertir el cambio y especular sobre las razones que habían propiciado que ya no se detuviera a charlar después de su hora de salida. Durante su jornada apenas despegaba la vista del monitor y abandonó por completo las reuniones de cada viernes. Sin duda algo le preocupaba, pero a pesar de que quisieron preguntarle ella se rehusó a comentar nada, excusando su cambio en el exceso de trabajo y la falta de sueño.
Pasado poco más de un mes ya conocía los bares a los que iba cada semana después del trabajo. Uno de esos días decidió no seguirlo, dirigirse a su casa y prepararse para la noche más importante de su vida. Se puso el mejor vestido que tenía y tras decidir que se veía lo suficientemente seductora salió en su búsqueda.
Lo encontró sentado en la barra del segundo bar al que entró y tomó un lugar donde pudiera verla, al cabo de una hora platicaban intercambiando frases al oído del otro y tiempo después la había invitado a salir del lugar para abordar un taxi rumbo a su casa.
Él notó que miraba continuamente por la ventanilla, abría y cerraba su bolsa mientras cruzaba y descruzaba las piernas tantas veces que le empezaba a desquiciar su comportamiento, pero no le dio importancia porque le excitaba la idea de compartir esa noche con una mujer mucho más joven que él. La última mujer que había estado en su cama había sido su exesposa y de eso hacía ya más de un año.
Al llegar al edificio la condujo escaleras arriba tomándola de la cintura, tratando de contener el deseo que sentía aumentar bajo su piel. Le cedió el paso y empezó a deshacer el nudo de su corbata mientras se acercaba despacio para besarla. Entonces, ella le dio la espalda para colocar su bolsa sobre uno de los sillones y cuando la tuvo de frente notó el brillo del arma que tenía en la mano.
Se quedó mirándola sin poder mover un músculo, de pronto el deseo cedió paso a algo más. Apenas podía respirar, no encontraba palabras para detener lo que fuera que estaba a punto de suceder. Al principio pensó que sería víctima de algún asalto o secuestro, creyó que esa mujer se valía de su apariencia para cometer cualquier delito.
La miró fijamente a los ojos, ella empuñó el arma y la levantó a la altura de su cabeza, mientras preguntaba: ¿te acuerdas de mí?
Cerró los ojos sin poder pronunciar una sola palabra y escuchó el disparo. Para cuando volvió a mirar la mujer estaba tirada en el suelo y un charco de sangre empezaba a formarse alrededor de su cabeza.
Nunca supo por qué esa mujer le había dado un nombre distinto al que los policías dijeron que aparecía en su identificación y no entendió por qué había decidido quitarse la vida justo frente a él. Pero pasó mucho tiempo para que la imagen de la mujer muerta en el piso de su sala dejara de aparecer al cerrar los ojos. Nunca olvidó el incidente que, de cuando en cuando, lo hacía despertar bañado en sudor y con muchas preguntas de las que jamás obtuvo respuesta.
Eréndira Cuevas
Directora de Investigación Cultural
Originaria de la tierra madre del caos y la inseguridad, mejor conocida como Ciudad de México. Cursó la carrera de Comunicación y Periodismo en la Facultad de Estudios Superiores Aragón, de la UNAM. Es periodista por vocación, y también por necedad, y está convencida de que el arte es una herramienta poderosa contra muchos de los males del hombre.