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Paulo Augusto Cañón Clavijo

La entrevista comienza en su taller, ubicado en su casa, a las afueras del municipio de Cota, un pueblo del centro de Colombia. Un cigarrillo humeante pende de su mano, mientras al fondo, como un susurro constante, las notas de una canción de Lacrimosa, el dúo musical alemán, le dan un toque especial al lugar. Más que un recinto místico, rodeado del aura común de bohemia y descuido, habituales en los espacios de los artistas contemporáneos; el taller de Carlos Villamil podría ser, sin problema alguno, el de un carpintero común. Pero al mirar con atención, dejando que los ojos anden y abracen los detalles, se percibe lo extraordinario. En una mesa, las réplicas de madera de un fusil de francotirador y de un subfusil MP5 reposan junto a una bolsa de cauchos rosas, sus municiones. Al otro lado, disimulado entre tiras de cuero y maderos pequeños, un reloj con mecanismo de pesas espera ser encontrado. Y, como plato principal, una cabeza de lobo, construida en foamy, parece vigilar toda la estancia. Esas son sus obras, esculturas que más que buscar la grandilocuencia y los reflectores, realmente aspiran a ser útiles, una extensión para divertirse, habitar en la delgada línea entre el arte y los juguetes.

Una serpiente de humo se cruza por su rostro cuando sentencia impasible que, para él, el arte debe ser espíritu, mucho más que fondo y forma. No en vano recalca bastante que cada una de sus obras lleva una pequeña porción de él, y que quien las compra, a su vez, lo hace porque percibe ese fragmento de artista y le agrada.

No espera que sus obras sean exhibidas en galerías suntuosas, apartadas con cinta de seguridad y bañadas en reflectores. Su meta, aunque curiosa, es que quienes tengan alguna de sus obras se diviertan con ella, pero que también lo descubran a él a través de su arte. Básicamente, lo que busca Carlos Villamil, es ser comprendido; conectarse con los espectadores de sus esculturas.

Actualmente, y según él, su mejor obra es su motocicleta. Una máquina armada desde cero, a pulso, con el esfuerzo físico de dos años y la inspiración recogida en más de dos décadas. Una escultura andante que homenajea las corrientes steampunk, pero que también recoge el pasado de su familia. Su abuelo, un relojero consagrado, fue quien dejó huellas en toda la producción artística de Carlos, pues es común que los mecanismos de un reloj se repitan, por ejemplo, en el accionar de su fusil de cauchos o en la decoración de la moto.

Mezcla diferentes técnicas a la hora de hacer arte. Sus conocimientos de relojería, diseño industrial, manejo de maderas y cueros, habitan en cada una de sus piezas, dotándolas de una identidad particular. Y es que, gracias a esta identidad de cada artículo, Villamil aborda su proceso creativo como un juego en el que equilibra el fondo, la forma y el espíritu. Por eso es normal verlo hablando con sus piezas, inquiriéndolas sobre cómo quieren ser construidas, divirtiéndose en el proceso, siendo uno con su niño interior.

Sus obras invitan a un encuentro artístico libre de barreras típicas. Quizá por eso no le gusta pintar: porque necesita dinamismo, porque cree en un arte en el que la interacción entre el público y la obra es la que revela el verdadero significado de esta, dándole la categoría de arte, trascendiendo el mero objeto decorativo. Porque una pintura detrás de un marco no lograría ser, ni por asomo, tan divertida como un fusil de cauchos o una máscara de lobo.

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