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Foto: Alejandra Villela

Alejandro Zaga

 

Su humor se dividía en seis o siete colores. Más bien siete contando el negro. Era época de risas malvadas y ella tenía de las peores, las ocultaba para reírse a escondidas. Era incluso egoísta con sus risas.

Yo amaba nuestro amor. No, no lo amaba, aún lo amo, solo un poco menos de lo que a ella.

— ¿Cómo no me dijiste antes que estás embarazada, maldita? –escuché desde el baño en voz de Aries, su amiga.

—Yo tampoco sabía, fue culpa del tarado éste —le contestó Grecia, sin color alguno.
— ¿Solo de él?

— Pues… tal vez yo me confié. Con lo poco sano que es, no pensé que ellos estuvieran en condición de sobrevivir ni dos días dentro de mí, y sobrevivieron cinco; mi ovulación siempre cae entre los días veinte o veintidós del mes —terminó, molesta, mi ex futuro.

Yo desde el baño me creía morir, despierto desde hacía treinta y seis horas, con el reflujo ardiendo por salir, como si mi cuerpo entero me odiara por algo. En el espejo no me encuentro, solo veo a un esqueleto apenas recubierto por piel, con manchas moradas y menos pelo que hace cuatro días. Afuera escucho la palabra «aborto», me hace caer en trance, imagino un enorme tubo que entra por la ventana del baño y comienza a gritar mi nombre… pero me mojo la cara porque no es cierto, no es cierto y no es cierto. En el espejo miro a ese esqueleto y encuentro ciertos rasgos parecidos a unos que yo solía tener. Cuando le sonrío me contesta con la misma seña.

Escucho la voz del tubo de hace unos momentos, gutural, molestamente familiar. Afuera escucho que una víbora balbucea varias palabras que entran por debajo de la puerta y van a dar justo al inodoro. Entre ellas rescato la última, «madre» con mis dedos pulgar e índice. Esa palabra en la voz guturalmente familiar de la víbora Aries se convierte en un llamado lloroso de mi madre, la imagino en una sala no muy bien iluminada con una bata decolorada y llorando con las manos sobre su vientre.
Y regurgito. Qué bueno que estaba en el lugar indicado, de donde rescaté la última palabra, en ese blanco recipiente de porcelana.

— ¿Estás bien? – escucho hablar a la puerta.

— ¿Te parece? – hablo por primera vez de más de media hora.

—No, ya lo sé, estás muy enfermo, pero no es el único problema que tenemos –su humor está en color rosa o naranja.

—Ya estoy mejor ¿Nos va a llevar Aries en el coche?

—Sí – dice, seca, la víbora.

—Pues ya, que la cita es en una hora y cuarto.

En el auto me duermo y voy soñando con mi propia vida hace unos meses, con los apodos cariñosos y el desconocimiento mutuo de parentela. Sueño con las borracheras, noches en vela y grasas consumidas casi diariamente que hacían naranja su humor. Siempre ha dicho que no tengo una pizca de salud. Lo siguiente, en la programación de este canal que sintonizo poco últimamente llamado REM es Aries besando a Grecia. Después todo se deforma y sueño que soy una perdiz, por alguna razón Stalin me está apuntando; la literatura sí daña… y feo. Todo se vuelve azul y el disparo ruso me da una cachetada.

—Ya llegamos —Aries me dice con una sonrisa más forzada que la apertura de sus piernas ante una buena cantidad de billetes.

Despego mi cara del cuero que forra el asiento del coche, que huele a ella, la serpiente, y a alguien más, huele a esa víbora apretando a su presa para asfixiarla durante el coito. Bajo. Tomo de la mano a Grecia, que está, por el miedo, en color negro, el último color. Cuando volteo a verla tiene el rostro de mi madre en mi visión. No tiene la bata aún pero sí sus manos sobre el vientre y comprendo que hago mal al proceder así. Mamá no me aspiró de su interior. Hago mal, muy mal. Pero soy egoísta. Ésa es la gran diferencia entre mamá y yo: la condescendencia. Al entrar todo sucede a gran velocidad: abro bien los ojos, estoy en una sala de espera dándole un masaje de hombros a Aries, le digo que voy por algo al auto. Dice que me acompaña, yo le digo que no con la boca, pero mi pensamiento es «no me voy a arriesgar a estar solo contigo», y añado que espere cualquier noticia de Grecia. Me lanza las llaves. Se me caen; esos cuarenta minutos de sueño durante el viaje hasta el hospital no me despabilaron muy bien. Cuando las quiero recoger, reacciono y ya estoy dentro del auto; la falta de sueño sí daña. Me tomo un momento para oler el auto, huele a piel gastada del asiento y a piel sudada sobre él. Lo enciendo e intento irme a la oficina de la madre de Grecia a contarle todo. Pero me da risa ¿Qué me da risa? Debe ser el sueño. Sí, eso debe ser…«Debe ser el sueño» la frase no está bien expresada. Es demasiado aleatoria y me da risa. Me río por la somnolencia, me atonta, como a todos, supongo.

El sueño me va durmiendo.

El volante se acerca a mi frente.

Quo Vadis?

Despierto de mis escasos y retorcidos sueños en un hospital y pienso en Grecia ¿En qué color estará ahora? ¿Será el mismo hospital? No me puedo mover, tengo inmovilizado el cuello, pregunto por ella y escucho a mi madre responder que está ahí en el hospital, mi padre susurra otra cosa que no comprendo. No sé si ya sepan todo lo de Grecia y mío, habríamos deshonrado a la familia, según ellos. Tan jóvenes, tan sin matrimonio. Al menos dicen que está por ahí así que está bien, no sé si ella sepa lo qué me acaba de pasar. Yo sí sé algo. Sé que estoy endeudado con la reparación de un Taurus ’95 con todo y olor a piel.

Alejandro Zaga

Alejandro Zaga

Director Jurídico

Nacido en 1995 en Distrito Federal (hoy CDMX). Estudió teatro y la licenciatura de Estudios Latinoamericanos, en la UNAM. Ambas truncas. Permanente estudiante/escrutiñador de la comedia, pues la risa es la prioridad. La ironía lo llevó a inscribirse en Derecho, también en la UNAM.

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