María Alejandra Luna
Odio el invierno. Es signo de varios asuntos que me perturban. En Argentina arranca un día después de mi cumpleaños. Hace mucho frío. Es un frío húmedo que me cala la piel, la carne, los huesos, y me enferma. No me gusta enfermarme, así que tengo un buen motivo para mi aversión. Pero no es el único. La oscuridad desde mi cama, protegida por mis paredes y mis puertas, es hermosa. La oscuridad a las 6:40 am, hora a la que tengo que estar temblando mientras espero el 63, es tenebrosa. A veces no distingo si tiemblo de frío o de miedo.
La pesadilla -¿de qué pesadilla hablo?- no termina cuando subo al coche. Hay poquísima gente que viaja conmigo. Prefiero mantener guardado el celular. Entonces, saco un libro de la mochila y me pongo a leer. Leo que en las provincias de mi país hay muchísimos femicidios sin resolver. Me acuerdo de los videos de Damián Kuc en los cuales aborda varios de esos casos. Me recorre un escalofrío espantoso y severo. El libro se enmarca dentro del non fiction y es muy potente. Corroe por identificación y por deseo de no ser nunca un nombre que protagonice una búsqueda desesperada o una marcha que suplica justicia.
Selva Almada, además, añade anécdotas personales de cuando era estudiante. No es una chica muerta, obviamente. Pero a todes nos pasa que cada vez que salimos metemos en los bolsillos las llaves, la SUBE y la sensación de que quizá no volveremos. Y es que cualquier escenario puede convertirse, desde nuestra perspectiva, en la temida escena del crimen. Almada cuenta, por ejemplo, esas ocasiones en que una compañera y ella «hicieron dedo». Hacer dedo a estas alturas equivale a que no te vean la jeta nunca más. Ellas volvieron, pero a costa de acosos y abusos. Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que en este colectivo soy la única pasajera. Ahora sí saco el celular.
«¿Por qué grita esa mujer?», se preguntaba Susana Thénon. ¿Alguien habrá respondido? Las obviedades no se dicen y yo creo que deberíamos repetirlas hasta el cansancio. El poema no se achica: muestra, recoge el contraste entre la belleza incuestionable del mundo y ese grito que parece desubicado. A nosotres nos desubican. Las calles hermosas e icónicas se cierran hostiles ante nuestros pasos. Les que suelen ser más coquetes ya no usan tacones porque es más fácil correr y defenderse en zapatillas. A nosotres nos desubican. Por eso gritamos hasta que secuestran o matan al grito. Si fuera una cuestión de cuerdas vocales, seguiríamos gritando aunque sangren. Todes gritan en las películas de terror. ¿No es obvio, acaso? Y hay que decirlo más.
Tengo el auxilio (el mensaje tecleado) entre las manos, pero se suben álguienes más al 63. Suspiro de alivio. ¿Por qué suspira esa mujer? Porque hay testigos y potenciales héroas y héroes. Sin embargo, suspendo la lectura. Chicas muertas hace que te retuerzas en el asiento y que no bajes la guardia ni por diez minutos. «Acordate», te dice. «Acordate de que sos una habitante de lo femenino, de lo que no parece varón cis hegemónico, de lo otro». No me olvido nunca. Tengo un bolsillo entero ocupado por advertencias que me hago antes de cruzar cualquier umbral. Las llaves, en la mano. El cabello, inaccesible. Pantalones. Paraguas aunque no llueva. Garganta caliente y lubricada para gritar.
Llego a la escuela. Por fin, seguridad. Al menos, para mí: ya no estoy escapando, ya no estoy sobreviviendo. La noche sigue haciendo techo sobre mi cabeza, mis miedos y mis alivios hasta que me meto en el edificio. Miro a mis estudiantes delante de mí y pienso que Chicas muertas es una lectura necesaria. Ese libro es una mujer que grita, que nos recuerda que está todo mal y que les pone nombre y, por ende, historia a todas esas chicas que desaparecen también de las noticias cuando hay una violación o un asesinato más reciente. ¿Por qué grita esa mujer? Porque hay quienes enmudecieron y tenemos que traer sus voces de vuelta. Porque queremos escucharnos les unes a les otres y sentirnos menos solxs. ¿Por qué grita esa mujer? Porque no todes tuvieron la oportunidad de suspirar.
María Alejandra Luna
Subdirectora General / Directora de Redes Sociales
Buenos Aires le dio el soplido de vida a mi existencia. De origen hebreo, mi primer nombre. La Antigua Grecia me dio el segundo. La Luna alumbró mi apellido. Escritora de afición, lectora de profesión, promotora de poesía y de los márgenes de la cultura. Dicen que soy quisquillosa con las palabras, que genero discursos precisos y que sobreanalizo los discursos ajenos. Y todo esto se corresponde conmigo. Pueden ser tan expresivos los textos que escribo como los gestos que emito al hablar. Y esos rasgos trato de plasmarlos en los ámbitos donde me desarrollo, como las Redes Sociales.
Lizeth Proaño
Ilustradora