Alejandro Zaga, Ixkozauki Hermosillo y Paulo A. Cañón
Durante dos meses nos dimos a la tarea de recopilar nombres para nuestra sección De Camino al Nobel, cuando cerramos la lista dejamos fuera a muchos autores populares por estar dentro de los favoritos en cientos de listas más de candidatos. Murakami nunca fue una opción. Apartamos los nombres de quienes fueron nuestros favoritos el año pasado y escribimos sobre autores insospechados.
El primer nombre que consideramos en secreto como el dark horse de las apuestas fue Peter Carey, el australiano dos veces ganador del Booker. Estábamos confiados en que podía ser una sorpresa. Fue entonces cuando conocimos a Luis Panini, escritor mexicano radicado en Los Ángeles, quien cada año, en un ejercicio de invitación a la lectura, publica en sus redes sociales su larga lista de candidatos al galardón, que este año estuvo compuesta por 130 nombres y que tuvimos el gusto de publicar aquí en Katabasis.
Tras leer cierta cantidad de libros y autores para cerrar aún más nuestra lista de favoritos, caímos en cuenta de que la Academia no podía premiar a una mujer, apenas el año anterior había premiado a Louise Glück y en 2018 a Olga Tokarczuk. Nuestra apuesta era un varón europeo de lengua no dominante o varón africano. Dos nombres estaban en la mesa: Karl Ove Knausgård (Noruega) y Mia Couto (Mozambique) quienes quizá aparezcan en la serie el año próximo. La geografía nos falló por poco.
Durante nuestras lecturas hubo una constante comparación con algunos Premios Nobel más memorables y el intento por ubicar a ciertos autores al nivel de Faulkner, por ejemplo. Nos concentramos demasiado en el estilo de los autores y sólo nos importaron sus tramas para conocer sus temples y popularidad.
Al final, a pesar de la gran labor arqueológica de compartir nuevas lecturas, nuevos autores, adentrarnos a nuevos horizontes literarios, a nuevas geografías poéticas, nos encontramos con una única petición para la Academia: ojalá gane un autor de quien no conozcamos absolutamente nada por el placer de descubrirlo. Y así fue.
El comité del Nobel fue claro en una cosa hoy: el premio al escritor tanzano, Abdulrazak Gurnah, no correspondía a decisiones políticas. Sin embargo, a pesar de esta directiva y de las múltiples respuestas similares que le dieron hoy a la prensa mundial, la decisión sí tiene un cariz político. Indirectamente, la premiación de un escritor y de su obra, es un posicionamiento frente al mundo; aún si no es algo que la academia busque.
Es bien sabido que una de las primeras respuestas en el público que genera la premiación de un escritor es la búsqueda. Hoy, por ejemplo, el nombre del nuevo laureado fue la portada de las secciones culturales de múltiples medios de comunicación alrededor del mundo. Así mismo, las ventas de sus libros aumentaron en las plataformas digitales —y, al igual que ha pasado con otros escritores que han sido premiados anteriormente, como la estadounidense Louise Glück o el inglés Kazuo Ishiguro, se espera que sigan aumentando en los próximos meses junto con las correspondientes nuevas traducciones—, lo que se verá reflejado en el posicionamiento de nuevos tópicos en la agenda cultural de muchos países.
En Hijos de la época, uno de los más reconocidos poemas de otra escritora con Premio Nobel, la polaca Wislawa Szymborska, se entiende mejor este aspecto:
“Lo que dices, así suena,
lo que callas, también suena,
de cualquier forma, político.”
Premiar a un escritor con una obra que trata sobre temas como el poscolonialismo, los refugiados, la multiculturalidad y la experiencia africana es, a su vez, posicionar indirectamente esos temas en el mercado editorial, consecuencia de la relevancia mediática y la publicidad que vienen atadas a recibir el premio.
Con eso en cuenta, el premio de este año, otorgado a un escritor que ha sido refugiado, es una decisión acertada, más aún porque pone en consideración algo que continúa siendo un fenómeno importantísimo en todo el mundo, no únicamente en África, como es el caso de Gurnah, sino también en medio oriente (Siria, Afganistán), Centroamérica (Nicaragua, Guatemala) o Suramérica (Venezuela).
Adicionalmente, la decisión de este año confirma que la academia sueca y sus elecciones son similares a ver una pelota de golf en el aire segundos después de haber sido golpeada: es difícil saber en qué punto exacto dará, pero sí se puede intuir cuál dirección podría tomar. Una gran parte de los periódicos y las casas de apuestas apuntaban a que el ganador sería una persona de África, y, por eso, sonaron tanto nombres como los de los sudafricanos Ivan Vladislavić y Zoë Wicomb, el keniano Ngũgĩ wa Thiong’o, el somalí Nuruddin Farah o el mozambiqueño Mia Couto. Sin embargo, lo impredecible de la academia (y tal vez uno de los mayores encantos que aún conserva el premio y que este año se ha revitalizado) está en mirar donde no todos miran, en busca de obras con un valor especial, pero que no han recibido el foco extenuante de los medios, la publicidad e, irónicamente, los premios.
Abdulrazak Gurnah es una apuesta sencilla, en línea de escritores como V.S. Naipaul (Premio Nobel de Literatura 2001), Salman Rushdie o Wole Soyinka (Premio Nobel de Literatura de 1986), un testigo del colonialismo imperante del siglo XX, pero también un narrador de sus consecuencias y efectos, con una voz que, desde la distancia, enseña que la memoria de un refugiado o un migrante palpita mucho más cerca del lugar en el que está su origen, su mente, que de aquel en donde tiene plantados sus pies y su equipaje.
PARAÍSO, Parte I: El Jardín Cercado
Primero el niño. Su nombre era Yusuf y dejó su hogar a los doce años. Recordó haber salido en la temporada de sequía, en la que cada día era igual al anterior. Flores inesperadas nacían y morían. Insectos extraños emergían desde debajo de las rocas y se retorcían hasta la muerte bajo la luz quemante. El sol hacía temblar en el aire a los árboles lejanos y a las casas vibrar violentamente para conseguir aliento. Nubes de polvo se henchían con cada pisada y una filosa quietud cubría las horas de luz. Momentos precisos como ese regresaban de esa temporada.
Vio a dos europeos en el andén por ese tiempo, los primeros que vio. Iba a la estación a menudo, a ver los trenes llegar ruidosa y grácilmente, y esperaba a que se marcharan, dirigidos por el guardavía, con sus banderines y silbidos. Con frecuencia, Yusuf esperaba por horas la llegada de un tren. Los dos europeos también esperaban, de pie, bajo un toldo con su equipaje y sus cosas de aspecto importante apiladas cuidadosamente unos pies más allá. El hombre era alto, tanto que debía agachar la cabeza para no tocar el toldo que le protegía del sol. La mujer se mantuvo más lejos, en la sombre, su brillante rostro se obscurecía parcialmente por dos sombreros. Su blusa blanca de volantes iba abotonada en la nuca y muñecas y su larga falda rozaba los zapatos. Ella también era de cuerpo alargado, pero de manera distinta. Donde ella lucía acolchonada y maleable, cual si fuera capaz de tomar una forma distinta, él lucía como tallado en madera, en una sola pieza. Comenzaron en direcciones distintas, como si no se conocieran. Mientras Yusuf los miraba, ella pasó su pañuelo por sus labios, frotando también escamas de piel seca. La cara del hombre estaba moteada de rojo y sus ojos lentamente recorrían el paisaje estrecho de la estación, desde los almacenes de madera cerrados y la enorme bandera con la imagen de una deslumbrante ave negra, Yusuf pudo mirarlo largamente. Entonces el hombre volteó y notó a Yusuf que lo miraba fijamente. El hombre desvió la mirada a otro lugar, pero volvió a mirar al niño, por un largo momento. Yusuf no podía apartar los ojos. De repente aquel hombre mostró los dientes por un gruñido involuntario, enroscando sus dedos de una manera inexplicable. Yusuf entendió la alarma y huyó murmurando las palabras que le enseñaron para cuando requiriera pronta ayuda de Dios
El año que huyó también fue el que la carcoma infestó los postes de la entrada trasera. Su padre golpeaba iracundo esos postes cada que pasaba, haciéndoles saber que conocía su juego. La carcoma dejaba senderos en las vigas que eran como la tierra volcada que marcaba los túneles de los animales en el arroyo seco. Los postes se escuchaban suaves y huecos cuando Yusuf los golpeaba y les salían granulosas esporas de podredumbre. Cuando gruñía por comida, su madre le decía que se comiera aquellos gusanillos.
«Tengo hambre», se quejaba ante ella, en una letanía que nadie le había enseñado y que recitaba con una hosquedad que crecía con cada año que pasaba.
«Cómete la carcoma», le sugería su madre y se reía de su exagerada gesto de asco. «Ándale, llénate con ella cuando quieras. Que yo no te detenga».
Él suspiraba hastiado-del-mundo como se sentía para mostrarle lo patética que era su broma. A veces comen huesos, que su madre hervía para hacer un caldo delgado cuya superficie brillaba de color y grasa, y que en su fondo acechaban bultos de tuétano esponjoso. En el peor de los casos habría sólo estofado de okra, pero sin importar cuán hambriento estuviera, Yusuf no podía tragar esa salsa viscosa.
Su tío Aziz también fue a visitarlos por ese tiempo. Sus visitas eran breves y espaciadas, usualmente acompañadas de grupos de viajeros, encomenderos o músicos. Paraba ahí en sus largos trayectos del océano a las montañas, lagos y bosques, y a través de las llanuras secas y las colinas de roca desnuda del interior. Sus expediciones eran usualmente acompañadas por tambores y cuernos siwa, cuando su tren se marchaba hacia el pueblo, los animales corrían en estampida y se salían solos, haciendo que los niños se descontrolaran. El tío Aziz despedía un olor inusual, una combinación de cuero, perfume, gomas y especias, junto a otros aromas menos definibles que a Yusuf lo hacían pensar en el peligro. Su atavío habitual era un kanzu delgado y suelto, de algodón fino y una gorra tejida que llevaba bastante atrás de la cabeza. Con sus aires refinados y su amabilidad, modales imperturbables, lucía más como un hombre en su paseo de la tarde o un beato camino a sus oraciones nocturnas que un mercante que se abrió paso entre matorrales de arbustos espinosos y de serpientes que escupen veneno. Inclusive en el calor de la llegada, entre el caos y desorden de las maletas tiradas, rodeados de cansados y ruidosos encomenderos y acechantes comerciantes de garras filosas, el tío Aziz lograba verse calmado y a gusto.
Yusuf siempre disfrutó sus visitas. Su padre dijo que les traía honor, porque era un rico y renombrado mercante — tajiri mkubwa — pero eso no era todo, el honor siempre era bienvenido. El tío Aziz le daba, sin falta, diez annas cada vez que paraba con ellos. No requería nada, sino el que estuviera presente en el momento apropiado. El tío Aziz salía a buscarlo, le sonreía y le daba la moneda. Yusuf sentía que él quería que sonriera también llegado el momento, pero se reprimió, pues supuso que hacerlo estaría mal. A Yusuf le maravillaba la luminosa piel y el misterioso aroma de Aziz. Incluso después de que se fuera, su perfume permanecía por días.
Para el tercer día de su visita era obvio que la partida del tío Aziz estaba cerca. Había actividad inusual en la cocina e inequívocamente, los olores de un banquete en mezcolanza. Especias dulces para freír, salsa de coco a lento hervor, bollos con levadura y pan plano, bísquets horneados y carne hirviendo. Yusuf se aseguraba de no estar muy lejos de casa todo el día, en caso de que su madre necesitara ayuda al preparar los platillos o quisiera una opinión sobre alguno. Él sabía que ella valoraba su opinión en esas cosas. O podía olvidarse de revolver una salsa o pasársele el momento en el que el aceite está a punto para los vegetales. El asunto tenía su chiste, mientras quería mantener la cocina a la vista, no quería que su madre lo viera estar atento y sin quehacer. Entonces ella se aseguraba de encomendarle interminables mandados que de por sí es malo, pero podía significar también perderse la oportunidad de despedirse de Aziz. Era en el momento de su partida cuando esas diez annas cambiaban de mano, El tío Aziz le ofrecía la mano para ser besada y le acariciaba la nuca mientras se inclinaba. Ahí, con facilidad practicada, deslizaría la moneda en la mano del sobrino.
Su padre solía estar en el trabajo hasta poco después del mediodía. Yusuf suponía que él traería a Aziz cuando volviera, entonces tenía mucho tiempo que matar. El padre manejaba un hotel. Era el más reciente de una serie de negocios con los que había intentado hacerse de fortuna y renombre. En casa, cuando estaba de humor, les contaba historias sobre otros planes que había pensado que prosperarían, haciéndolas sonar ridículas e hilarantes. O Yusuf lo escuchaba quejarse de cómo su vida había ido mal y todo lo que había intentado había fallado. El hotel, que era una casa con servicio de comida y cuatro camas limpias en un cuarto subiendo las escaleras, estaba en el pueblito de Kawa, donde llevaban viviendo cuatro años, Antes de eso habían vivido en el sur, en otro pueblito de un distrito agrícola donde su padre había tenido una tienda. Yusuf recordó una colina verde y lejanas sombras de montañas, un anciano que se sentaba en un taburete en el escaparate, bordando gorras con hilo de seda. Vinieron a Kawa porque se había convertido en un hito cuando los alemanes lo usaron como depósito para la línea de ferrocarril que estaban construyendo en el interior. Pero el boom pasó pronto y los trenes sólo se detenían por madera y agua desde entonces. En su último viaje, el tío Aziz había usado la línea hacia Kawa antes de cortar al oeste a pie. En su siguiente expedición, dijo, que iría tan lejos como pudiera subre la vía antes de tomar una ruta al noroeste o noreste. Aún había buenos tratos en cualquiera de esas dos direcciones, dijo. A veces Yusuf escuchaba a su padre decir que el pueblo entero se iría al infierno.
El tren a la costa salió temprano en la tarde y Yusuf pensó que Aziz iría en él. Algo en las maneras del tío lo hizo pensar que iba rumbo a casa. Pero con la gente nunca se sabe y podía resultar que tomaría el tren que subía hacia las montañas, que se iba a media tarde. Yusuf estaba preparado para ambos escenarios. Su padre esperaba que se apareciera diariamente en el hotel después de sus oraciones de mediodía – para aprender sobre el negocio y a sostenerse por sus propios medios, le dijo su padre, pero realmente era para relevar a los dos chicos que ayudaban y limpiaban la cocina y servían la comida los clientes. El cocinero del hotel bebía, maldecía e insultaba a todo el que veía, salvo a Yusuf. Cuando lo veía, descansaba de su arenga malhablada y le sonreiría, pero, aun así, el niño temblaba de temor frente a él. Ese día no fue al hotel, tampoco dijo sus oraciones del mediodía y, con el insoportable calor de aquel momento del día, no pensó que alguien se molestaría en darle caza. En cambio, se escondió en rincones sombreados tras los gallineros del patio, hasta que tuvo que salir de ahí debido al sofocante olor que subía con el polvo cada tarde. Se escondió en el jardincito de árboles oscuros que quedaba junto a su casa, un lugar de sombras púrpuras y techo de paja abovedado, donde escuchaba el cauteloso escurrimiento de los lagartos acechadores y miraba minuciosamente su moneda de diez annas.
No le parecía desconcertante el silencio y oscuridad del jardincillo, pues estaba acostumbrado a jugar solo. «Estamos rodeados de salvajes», dijo, «Washenzi, quien no tenía fe en Dios y que adoraba espíritus y demonios que viven en los árboles y las rocas. Nada les gusta más que secuestrar niños pequeños y usarlos como gusten. O irán con esos otros, los que no tienen cuidado, los perezosos y los hijos de los perezosos y ellos te descuidarán, dejando que los perros salvajes te coman. Quédate cerca, donde estás seguro, para que alguien pueda mantenerte a la vista.» El padre de Yusuf prefería que jugara con los hijos del tendero que vivían en el vecindario, excepto esos que arrojaban arena y se burlaban cuando intentaba acercárseles. «Golo, golo»,[1] le cantaban, escupiendo en su dirección. A veces se sentaba con los grupos de chicos más grandes que holgazaneaban bajo la sombra de los árboles o los sotaventos de las casas. Le gustaba estar con los chicos porque siempre estaban haciendo bromas y riendo. Sus padres eran vibaruas[2] y laboraban para los alemanes en los grupos de construcción de líneas, trabajando a destajo en las vías de ferrocarril o como encomenderos de viajeros y comerciantes. Solamente eran pagados por el trabajo que hacían y en esos tiempos no había trabajo. Yusuf había oído que los alemanes colgaban gente si no trabajaban lo suficientemente duro. Si eran muy jóvenes para colgarlos, les cortaban las joyas. A nada temían los alemanes. Hacían lo que querían y nadie los detenía. Uno de los chicos contó que su padre había visto a un alemán poner la mano en el corazón de un fuego ardiente sin quemarse, como si fuera un fantasma.
Los vibaruas que eran sus padres venían de todas partes, de las montañas Usambra del norte de Kawa, de los fantásticos lagos al oeste de las montañas, de las ruinas de guerra de las Savannahs hasta el sur y muchos de la costa. Ellos se reían de sus padres, burlándose de las canciones de trabajo y comparando historias de los asquerosos y agrios aromas que tenían al volver a casa. Habían inventado nombres para los lugares de los que venían, divertidos y repugnantes nombres que usaban para mofarse e insultarse de los otros. A veces peleaban, derribándose y pateándose, causándose dolor. Si podían, los chicos grandes encontraban trabajo como sirvientes o recaderos de a pie, pero principalmente holgazaneaban y saqueaban, esperando a ser suficientemente grandes para el trabajo de hombre. Yusuf se sentaba con ellos cuando lo dejaban, escuchando su charla y haciendo recados para ellos.
Para pasar el tiempo, chismeaban o jugaban cartas. Con ellos fue la primera vez que Yusuf escuchó que los bebés vivían en los penes. Cuando un hombre quería un hijo, le ponía el bebé a una mujer dentro del estómago, donde tiene más espacio para crecer. No era el único que encontraba esta historia como increíble y los penes fueron sacados y comparados con el acalorado debate. Pronto, los bebés fuieron olvidados y los penes fueron el tema de interés por sí mismos. Los chicos mayores se exhibían orgulloso y forzaban a los más chicos a exponer sus pequeños abdules[3] para reírse.
Algunas veces jugaban kipande. Yusuf era muy joven para tener oportunidad de batear, porque la edad y la fuerza determinaban el orden de bateo, pero cada que se lo permitían, se unía a la multitud de jardineros que frenéticamente buscaban en los polvosos espacios abiertos algún garrote de madera. Una vez, su padre lo vio corriendo por la calle, con una histérica turba que cazaba al kipande. Lo vio severamente con desaprobación y lo abofeteó antes de enviarlo a casa.
Yusuf se hizo un kipande y adaptó el juego para poder jugar solo. Su adaptación consistía en fingir que también era los otros jugadores, la ventaja de esto es que así, él podía batear tanto como quisiera. Perseguía arriba y abajo por la calle frente a su casa, gritando con emoción e intentando atrapar el kipande que acababa de batear tan alto en el aire como pudiera, para poder colocarse debajo de él.
Extraído de: Abdulrazak Gurnah. Paradise, 1994. The New Press
Traducción de Alejandro Zaga
Alejandro Zaga
Director Jurídico
Nacido en 1995 en Distrito Federal (hoy CDMX). Estudió teatro y la licenciatura de Estudios Latinoamericanos, en la UNAM. Ambas truncas. Permanente estudiante/escrutiñador de la comedia, pues la risa es la prioridad. La ironía lo llevó a inscribirse en Derecho, también en la UNAM.
Ixkozauki Hermosillo
Director de Edición
(Guadalajara, 1996)
Experto en garabatos, poeta, aventurero, ladrón de momentos, fotógrafo aficionado, músico en paro y cocinero de ocasión. Ganador del concurso Creadores literarios FIL Joven 2012 y coautor de la antología La voz de los pasos (Mano Armada, 2018).
Paulo Augusto Cañón Clavijo
Redactor
Colombiano, periodista y lector de tiempo completo. Escribo para encontrarme. Apasionado del fútbol, la música, los elefantes, las mandarinas y los asados.
Caro Poe
Directora de Diseño
Diseñadora gráfica.
Soy encargada del departamento de Diseño e Ilustración de este hermoso proyecto. Estudiante de Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Como no soy escritora, encuentro de gran complejidad describirme en un simple párrafo, pero si me dieras una hoja, un bolígrafo y 5 minutos, podría garabatearlo.