Víctor M. Campos
Esa vez no tendría por qué haber sido la excepción.
Todos los días recibía esos «no» rotundos y cuando la cosa iba peor ni siquiera se tomaban la molestia de contestarle los mensajes: simplemente lo ignoraban y él, hasta el mero día de los resultados, se enteraba que su nombre no estaba ahí entre los favorecidos. Llevaba meses y meses igual. Una lista de textos rechazados que engordaba, igualito que él, con el paso de los días y las semanas. Comía por ansiedad y para compensarse por tanto rechazo junto. El problema no era ser un gordito chistoso en tanto que otros gorditos chistosos eran publicados prácticamente en todas las revistas que abrían una nueva convocatoria.
El problema, más bien, tendría que ver con ser un mal escritor.
De plano no lograba atrapar a nadie con sus historias enfermizas, llenas de rencor y envidias. No sólo los temas sino los tratamientos se volvían inabordables para ese montón de revistas que siempre se decantaban por otros gorditos y sus historias planas y sin chiste: en especial las del ingeniero en sistemas al que ya traía entre ojos y al que se había decidido, finalmente, a hacerle brujería. Esa vez esperaba más que nunca ver su propio nombre entre los favorecidos. Ser publicado por una revista con más de cinco mil seguidores en Facebook era un buen aliciente y un mejor motivo para echarse porras y darse ánimos. La respuesta, sin embargo, fue la de todos los días. En lugar de su nombre estaba el de otros y como ya se había vuelto una costumbre, no podía faltar el nombre del ingeniero en sistemas.
¿Otra vez tú?
¡Puta madre!
Esta farándula de las revistas en línea que había nacido con la pandemia se había dado a la tarea de hacer del ingeniero su nueva luminaria. Él miraba aquel nombre, su sonrisita de superioridad y el apellido en inglés, y sospechaba que esos atributos influían de más en un sector amplio de la farándula.
Cierto es que al principio vagamente consideró la posibilidad de que el problema fuera otro. Cincuenta no rotundos al hilo tal vez significaran que él no era tan buen escritor como se creía. Pero al leer los textos seleccionados poco a poco se fue convenciendo de que el criterio en el que se basaban tenía unas constantes que cualquier revisión más o menos en serio sólo terminaría por confirmar.
Para algo uno había aprendido a contar y bastaba revisar las poco menos de trescientas convocatorias a las que había respondido en año y medio para ver con sus propios ojos lo que, a la postre, se volvería un fenómeno evidente para cualquiera que quisiera mirarlo: más del ochenta por ciento de convocatorias respondidas quedaba en manos de hombres o mujeres más parecidos al ingeniero en sistemas que a cualquiera con esa cara de pandillero como la de él. Todo parecía indicar que la nueva farándula literaria te medía el cráneo y el color de piel antes de saber si eras digno de aparecer en sus ilustres páginas. La frenología quedaba asentada, entonces, como uno de esos criterios que influían a la hora de publicar esa lista con los nombres de los favorecidos en las que nunca aparecía el suyo.
Se miraba al espejo y sabía que la tenía difícil. Pero lo verdaderamente difícil habría sido aceptar que, además de gordo, feo y prieto, no tenía el menor talento para la escritura. Si bien las conclusiones a las que había llegado no eran para nada esperanzadoras, las cosas siempre podían ser peores. Que todo se tratara de una suerte de endogamia en la que unos y otros se convalidaban y se daban palmadas en la espalda por los buenos escritores que eran, resultaba algo común y, sobre todo, corriente. La estupidez era la mayor y más contagiosa de las pandemias y para esa había inmunidad de rebaño, pero no vacuna. Ser un mal escritor sí que podría representar una amenaza para él que no tenía ninguna otra fe depositada en sí mismo que la de escribir decentemente.
Si además de saber contar con los dedos habías aprendido a leer, resultaría evidente que los criterios literarios sí que existían y dejaban muy poco margen para la interpretación: entre ciencia ficción, cuentos de terror y ficción especulativa; entre los imaginarios importados y sus espejismos implícitos, todo era leer la misma nueva versión del mismo cuento de aquel futuro distópico, sobre el monstruo cósmico que al fin te atrapaba con sus tentáculos o de la heroína mitad holograma mitad fantasía sexista que sabía disparar armas de fuego o manejar un cuchillo y que de seguro era igualita a Scarlett Johansson o a Lucy Liu en traje de cuero negro y ajustado. Ni hablar de otros imaginarios y hegemonías sobre los que la farándula cimentaba su viejo horizonte nuevo.
El verdadero monstruo era la fealdad: esta que lo había atrapado con sus tentáculos y lo dejaba siempre fuera, en cada convocatoria a la que mandaba sus textos. Algo tenía que hacer. Por supuesto que a él no se le ocurrió intentar, por ejemplo, aprender a escribir. Él ya sabía escribir. Al menos, sí, mejor que el ingeniero en sistemas. Sus sufrimientos eran reales y verificables. Cada uno de sus personajes tenía un pie hundido en la condición humana con sus mil contradicciones e injusticias. Nada de esperarse a sufrir en un futuro si ese ya estaba aquí para él. Lo que empezaba con la medición del cráneo y el color de la piel continuaba su depuración dando y negándole espacio a otros que no cumplían con el ideal de esos futuros imaginados y eugenésicamente producidos hoy, en el aquí, en este ahora, en el que a los gorditos con cara de pandillero se les dejaban fuera diez de cada diez veces.
Sostener estas creencias le traería consecuencias.
Él lo sabía y en vez de cambiar, se aferró.
Crear su propia revista podría ser la solución: allí podría publicarse a sí mismo y a todos los gorditos pandilleros que la farándula marginara. Lo de hacerle brujería al ingeniero en sistemas, no obstante, tenía prioridad. No iba a dejar que se fuera limpio ese pendejo. Podría, incluso, ajusticiar a toda la farándula poniéndola al centro del pentáculo que de niño tantas veces vio trazar con carbón a su abuela en el patio de la casa y echarles algún tipo de maldición. Que se fueran a la mierda con sus imaginarios blancos y colonizantes; a chingar a su madre con esos títulos ampulosos que les ponían a sus revistas y con esos diccionarios de sinónimos contra los que tanto les gustaba frotarse; que se los cargara la verga con sus apellidos judíos o en inglés y sus universos trillados y alienantes.
Ya estuvo suave, dijo él.
Sin pensárselo dos veces fue por el libro de su escritora latinoamericana favorita para copiar una escena en la que su protagonista lanza una maldición contra quienes la han dañado. Así, sentado en el suelo, él dibujó con un cacho de carbón un círculo mágico y, dentro, una estrella de cinco picos. Al centro puso la compu con la foto del ingeniero en la pantalla y en cada pico depositó una veladora encendida. Entre dientes recitó algunas fórmulas que no por caseras resultarían menos efectivas: chinguen a su madre todos; en especial tú y tus amiguitos pendejos que piensan lo mismo de las cosas que dicen pensar; güeritos caga-leche, todos, los maldigo por el daño que me han hecho y por los males que me han causado. Yo te conjuro, Honey, y que los daños que me hiciste te sean devueltos y que los vivas en tus propias carnes, multiplicados por siete, y que mi maldición perdure hasta que sea yo mismo quien la retire. Tú también chinga tu madre si eres editor de uno de esos panfletos a los que llamas revista literaria y que al estar en línea no sirven ni para limpiarse el culo. Dijo eso último varias veces y se sintió mejor. Por un rato al menos.
Al día siguiente se levantaría temprano, llenaría una bandeja con chetos y los bañaría en salsa Valentina. Después revisaría un texto reciente que había escrito a propósito de los «no» rotundos que tanto le amargaban el encierro como la vida misma. Luego de pensarlo un rato, se decidiría a dejar santo y seña, es decir, el apellido en inglés de esa nueva luminaria de a tres varos que la farándula literaria había encumbrado. ¿Qué podría pasar que no le hubiera pasado ya? Casi trescientos textos rechazados convertían a cualquier gordito con cara de pandillero en un ser indestructible. Tiembla, pinche Cthulhu; tiembla Honey, tiemblen todos los que decidan ignorar mi texto en su próxima selección, escribió. Para dar por terminada su catarsis puso el punto final. Le daría formato a su texto, cumpliría con las ridículas exigencias de la convocatoria en turno y lo enviaría por correo electrónico.
Ya verán, bola de pendejos.
A él le sucedería lo que a cualquiera que se aferra a sus creencias: nunca más se tomarían la molestia de decirle que «no» ni mucho menos de motivarlo a que lo intentara para la siguiente. Era un gordo, feo y prieto y los prietos, gordos y feos no tenían lugar en esta farándula en la que ya se había consolidado una nueva luminaria. Antes de fundar su propia revista, él moriría una mañana cualquiera atragantándose con un cheto al creer ver su nombre entre los escritores favorecidos.
Víctor M. Campos
Autor
Maricielo
Ilustradora