El soundtrack de los libros
Gabriela Alfred
Los libros y la música hacen un maridaje delicioso; los textos y las melodías son mundos distintos, pero totalmente complementarios, pueden subsistir por separado, pero se intensifican juntos. Los escritores han sido los influencers de todos los tiempos, nos han abierto la puerta al mundo de sus gustos, intereses y obsesiones, y a menudo nos han impregnado de ellas. Cuando una ha crecido rodeada de libros, sabe muy bien que mucho de lo que se ha formado en nuestro mundo interior, emocional y racional, está marcado por lo que hemos aprendido de las lecturas, hasta nuestro mismo modo de expresarnos.
Así también ambas cosas, los libros y la música, están intrínsecamente ligadas a los recuerdos. Al menos así es en mi caso, puedo asociar etapas a canciones y libros. Cuando tenía aproximadamente 11 años, por ejemplo, estaba inmersa en La Historia Interminable y en la Oreja de Van Gogh; quiero decir que me gustaba mucho ese grupo y lo escuchaba mientras leía el libro de Michael Ende y de alguna manera se enredaron ambos, música y libro, para aparecer años después en mis recuerdos cuando evocaba esa edad; o, por ejemplo, puedo hacer la mezcla irrazonable entre las canciones de ska-p que escuchaba a los 13 años y un libro bastante perturbador que leía en ese entonces que se llamaba No compres sardina fuera de temporada. Aún hoy pienso en ambos elementos como parte de un todo donde, evidentemente, también se evocan sucesos muy particulares de mi vida en ese momento. A medida que fui creciendo fue cambiando mi gusto por la música, no tanto por los libros, aunque evidentemente empecé a leer literatura un poco más “compleja”, conceptualmente hablando; y ahí nuevamente se empezaron a entrelazar otros recuerdos con otras canciones y otros libros –primera rotura de corazón, Lo que el viento se llevó, No soy un extraño; tránsito del colegio a la universidad, Los detectives salvajes, People are strange-…
Entonces esa relación entre libros y música era completamente salvaje y arbitraria en mi caso, hasta que me topé con algunos autores que, con ese mismo amor a la música, detuvieron la entropía, al menos mientras uno ingresa a sus libros.
Quiero hablar del soundtrack de los libros, es decir, las canciones que van mencionando autores en sus obras y que crean esta playlist que acompaña la lectura y la vida de quien lo lee por ese tiempo. Mencionaré tres libros que tienen esta característica.
Comienzo por Rayuela, porque fue el primer libro que leí que le otorgaba tanto espacio a la música, a las canciones, específicamente al jazz. Hay una playlist en youtube que se llama “Jazzuela”, donde están todas las canciones que Cortázar menciona a lo largo del libro. Pero estas canciones en Rayuela, no solo son mencionadas, sino que son parte determinante del relato. En las largas disquisiciones mentales de Oliveira mientras escuchaba estas canciones a menudo se mezclan las letras con los pensamientos.
«La vida había sido eso, trenes que se iban llevándose y trayéndose a la gente mientras uno se quedaba en la esquina con los pies mojados, oyendo un piano mecánico y carcajadas manoseando las vitrinas amarillentas de la sala donde no siempre se tenía dinero para entrar. Two-nineteen done took my baby away… Babs había tomado tantos trenes en la vida, le gustaba viajar en tren si al final había algún amigo esperándola, si Ronald le pasaba la mano por la cadera, dulcemente como ahora, dibujándole la música en la piel, Two-seventeen’ll bring her back some day, por supuesto algún día otro tren la traería de vuelta, pero quién sabe si Jelly Roll iba a estar en ese andén, en ese piano, en esa hora en que había cantado los blues de Mamie Desdume, la lluvia sobre una claraboya de París a la una de la madrugada, los pies mojados y la puta que murmura If you can’t give a dollar, gimme a lousy dime, Babs había dicho cosas así en Cincinnati, todas las mujeres habían dicho cosas así alguna vez en alguna parte, hasta en las camas de los reyes, Babs se hacía una idea muy especial de las camas de los reyes pero de todos modos alguna mujer habría dicho una cosa así, If you can’t give a million, gimme a lousy grand, cuestión de proporciones, y por qué el piano de Jelly Roll era tan triste, tan esa lluvia que había despertado a Guy, que estaba haciendo llorar a la Maga, y Wong que no venía con el café».
¿Cómo entender ese ambiente tan particular de la bohemia parisina sino es a través de esos pensamientos musicales de Oliveira? Para mí dos cosas le dan la escenografía a este mundo, esos pensamientos cuyo hilo conductor son las canciones jazzeras con tufo decadente (al igual que en El Perseguidor) y la carta de la Maga a Rocamadour donde dice:
«Es así, Rocamadour: En París somos como hongos crecemos en los pasamanos de las escaleras, en piezas oscuras donde huele a sebo, donde la gente hace todo el tiempo el amor y después fríe huevos y pone discos de Vivaldi, enciende los cigarrillos y habla como Horacio y Gregorovius y Wong y yo, Rocamadour, y como Perico y Ronald y Babs, todos hacemos el amor y freímos huevos y fumamos, ah, no puedes saber todo lo que fumamos, todo lo que hacemos el amor, parados, acostados, de rodillas, con las manos, con las bocas, llorando o cantando, y afuera hay de todo, las ventanas dan al aire y eso empieza con un gorrión o una gotera, llueve muchísimo aquí, Rocamadour…»
Hay dos cosas: la música en los libros y la musicalidad de los libros. El amor a la música de Cortázar le hace tener una prosa magníficamente musical y, ahí ya es cuestión de gustos, pero para mí eso es lo que determina la inclinación a uno u otro autor, si el ritmo de su prosa armoniza con nuestro pulso.
Y el siguiente libro que quiero mencionar comparte justamente ambas características, tiene un playlist integrado, pero a la vez es una verdadera sinfonía en prosa. Hablo de “Tengo miedo torero” de Pedro Lemebel.
Ya desde el título tenemos una canción, Tengo miedo torero:
Tengo miedo, torero
Tengo miedo cuando se abre tu capote
Tengo miedo, torero
De que el borde de la tarde, el temido grito flote
Pero cuando torero
Jugueteas con la muerte yo me olvido de mi miedo
Y en ti creo torero…
De eso se trata este libro, de la loca del frente, un travesti de mediana edad al que ningún golpe de la vida le quitó la capacidad de amar con todo el corazón, de pasar las horas de su vida cantando, que se enamora de un miembro del Frente Patriótico Manuel Rodríguez en la época de la dictadura de Pinochet, la loca del frente cree y ama a ese torero que vive esquivando los embates de la represión.
El libro relata esa hermosa y triste relación que se va creando entre estos dos personajes; acompañamos sus amores y desamores a través de las canciones que la loca del frente va cantándole a su amado, a ella misma y a nosotros, creando un libro-cancionero mágico.
«Mañana me cuentas la otra parte, dijo Carlos como en secreto, al tiempo que se paraba largo y tan alto que ella lo miró hacia arriba jugando con los flecos de la cortina. De mi pasado preguntas todo que cómo fue. Si antes de amar debe tenerse fe. Dar por un querer la vida misma, sin morir, eso es cariño, no lo que hay en ti-i».
“Pero no pudo llorar, por más que trató de recordar canciones tristes y arpegios sentimentales, no podía desaguar el océano atormentado de su vida. Ese bolero seco que manaba tanta letra de amores peregrinos, tanta lírica cebollera de amor barato, hemorragia de amor con «tinta sangre», maldito amor que te creías, «yo que todo te lo di», «tú querías que te dejara de querer», «tú te quedas yo me voy», «tú dijiste que quizás», «tú me acostumbraste y por eso me pregunto».”
Cómo la música acompaña los libros y a la vida, es algo que Lemebel nos muestra mejor que nadie.
Por último, quiero también mencionar a Murakami. Cualquiera que forma parte del fandom de este escritor sabe que las referencias musicales son una constante en todos los libros del nipón, pero además son parte intrínseca de ese modo tan particularmente nostálgico de escribir que tiene Murakami. La música tiene un papel preponderante en el universo murakamiano, pero es en Tokio Blues donde, creo, juega el rol más fundamental, haciendo referencia constante a varias canciones de los Beatles (de hecho, el otro nombre de la novela es “Norwegian Wood”), a canciones de rock de la época (se supone que la historia transcurre en la década de los 60), Billy Joel y algunas clásicas también como sinfonías de Brahms o Bach.
Creo que muchas personas critican justamente en Murakami y,sobre todo en este libro, el exceso de referencias a canciones, pero a mi parecer estas no están puestas de manera aleatoria, ya sea porque explican el aura de un personaje en determinado momento o porque nos dan justamente un panorama de la época a través de la mejor expresión de la cultura popular.
A diferencia de Cortázar y Lemebel, Murakami no teje sus relatos con música, no hace este collage musical característico de los anteriores, sino que la menciona como parte de las acciones de la historia, nos incluye dentro de las escenas del libro. Por ejemplo, cuando Watanabe, que es el personaje principal, va a visitar a Naoko, la mujer que amaba, a su retiro psiquiátrico, forman un pequeño grupo junto a Reiko, otra paciente del lugar; esta última, que era música, toca canciones de los Beatles. Esta escena tan simple es tan poderosa porque logra introducirnos a través de un elemento común, hasta popular, podríamos decir, al ambiente que se crea. Quizás exagero, pero la calidez y la intimidad que emana esa escena a través de la música es palpable para el lector. Ese es el poder de la música.
Y, como estos autores mencionados, existen muchos y muchas más que ponen su melomanía al servicio de sus letras (o sus letras al servicio de su melomanía), como también los hay que casi nunca referencian la música; objetivamente eso no hace a un/a autor/a mejor o peor. Pero hay para quienes la música lo es todo. Como dijo Nietzsche en su frase más groseramente citada «La vida sin música sería un error». Yo diría parafraseándolo aún más groseramente: «La literatura sin música, no es que sería un error, simplemente sería monocromatismo».
Gabriela Alfred
Directora de Redacción
Soy de Bolivia, nací rodeada de montañas y agua dulce. Me licencié en Filosofía y Letras por purito placer y hasta el día de hoy sigo buscando profesionalizarme en saberes inútiles. Escribo porque me hace feliz, leo porque no puedo vivir siempre en mi propia mente. Me gusta tejer, las historias ñoñas de amor, la fiesta y las conversaciones en la madrugada.
Caro Poe
Directora de Diseño
Diseñadora gráfica.
Soy encargada del departamento de Diseño e Ilustración de este hermoso proyecto. Estudiante de Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Como no soy escritora, encuentro de gran complejidad describirme en un simple párrafo, pero si me dieras una hoja, un bolígrafo y 5 minutos, podría garabatearlo.