Rocío Laria
Un posible principio del fin ha sido quizás el hecho de que hemos desaprendido (por no decir renunciado) la sana costumbre de saludarnos.
Presurosxs entramos al almacén, esquivamos sin mirar el roce de los changos de la calle góndola, enmudecemos cada vez más a la vez que nuestro lenguaje corporal se retrae y no se diversifica. Los nuevos verbos parecen ser la mirada gacha, un desapasionado movimiento de cabeza, una media sonrisa sin brillo (que el barbijo ya nos quitó). ¿Será que vivimos avergonzadxs, que le tememos al vozarrón saludero, a la desfachatez de un animado «¡Buen día!»? ¿Al zafarrancho de un cuerpo que se nos aproxima desorganizado de alegría? ¿Desde cuándo optamos por el saludo mínimo? ¿No podemos ya comprometernos a un intercambio fugaz si este se vuelve sincero?
De las entrañas del sujeto mínimo salen saludos mínimos. Son intentos de conversación, vestigios inútiles de humanidad y, por tanto, tan, pero tan necesarios.
Hoy la interacción casual se ve formulada en palabras enlatadas, sin flujo de expectativas, desprovisto de erotismo, repelente de la otredad. Hola-cómo-estás-bien-y-vos?-todo-bien. ¿Tan asustadxs estamos para arrojar la bomba de humo? ¿Tan apuradxs por seguir estando solxs como para no poder poner a jugar nuestra capacidad de síntesis más sincera sobre cómo nos sentimos? ¿Cómo para no poder formular un interés real en cómo se siente el otrx? «Todo» y «bien» pasaron a ser conceptos vacíos, apenas comprensibles y analizables. Son plantillas que actúan como protector solar que bloquea el baño de luz que puede brindar una comunicación real. Todo-tranqui, la verdadera estabilidad dificilmente abusará de semejante simplicidad in-descriptiva.
Si no tenemos tiempo para conversarnos, para preguntarnos con franqueza cómo estamos y responder de manera más transparente acerca de algún aspecto de nuestra circunstancia, estamos re jodidxs.
En el mundo virtual pasa lo mismo. Erigido como un espacio de interacción, nuestro titiritero sin gracia se traslada para expulsar también a le otre virtual. Las redes funcionan como una amplificación de nuestra incapacidad de mostrarnos e interactuar humanamente.
Por supuesto es sumamente válido por el motivo que fuera no tener realmente ganas de exponerse en un intercambio interpersonal ni interactuar siquiera con el otrx. Sin embargo, una vez más nos vemos desprovistos de herramientas y competencias adecuadas para comunicar que no deseamos comunicarnos. Ante eso, la fuga, escombros de silencio, gratuitas descortesías en el que el otrx puede o no salir ileso… Y eso hace toda la diferencia. Si ello ya no convoca nuestra atención, estamos re jodidxs doblemente.
Hasta aquí me he referido a hipotéticos intentos de conversaciones genéricas, espontáneas. Sin embargo es preciso advertir que en una conversación donde se intensifica su especificidad y se profundiza en sus intenciones, las torpezas también se profundizan, las lagunas tienden a agudizarse y engrosar la opacidad polarizada (en ambos sentidos) que en pleno esfuerzo por acercarnos nos separa.
Pareciera fruto de un desacertado mecanismo social de defensa el haber intercambiado, sin beneficio alguno, los elementos de la relación interpersonal más insulsos de los dos mundos, si se me permite el bisturí, entre la dimensión virtual y la presencial (¿acaso en el mundo virtual en verdad exponemos nuestra versión ausente?). Mientras que por las redes sociales nos mofamos de nuestra exposición disfrazada de profesión, talento o intereses y nos animamos a los más extensos monólogos visuales que cuenten algo de lo que creemos o apenas nos gustaría ser, en la calle nos relacionamos bidimensionalmente, somos perfiles andantes con nuestras fotos vestidas según la ocasión, donde el otrx llega como una solicitud y las charlas como molestas notificaciones, donde nuestra historia dura 24 horas y la ocultamos en los bolsillos hola-cómo-estás-bien-y vos.
¿Por qué no probamos volver a saludarnos? Sinceramente saludarnos. Sin frases prefabricadas ni adjetivos arrutinados o gestos repetitivos. Saludar implica la fiesta de volver a vernos, sanarnos, hacernos cómplices de lo más crudo y testigos de lo más hermoso. Saludarnos para rearmar comunidad.
Rocío Laria
Autora
Lizeth Proaño
Ilustradora