Osvaldo Miranda
La pandemia de COVID-19, por su carácter global, ha afectado a todos los seres humanos, ya sea directamente al haber padecido la enfermedad en carne propia o en la de algún familiar, amigo o conocido cercano; o indirectamente al ver transformada su vida cotidiana de la noche a la mañana. En todo el mundo la cuarentena y las medidas sanitarias son ya parte del día a día. La COVID-19 ha sido una pandemia ruidosa. Está en los noticieros, en las conversaciones de sobremesa, en la imposibilidad de viajar a según qué lugares, en los debates sobre la pertinencia de tales o cuales medidas económicas. Es, en este sentido, una pandemia excepcional. No ha pasado desapercibida.
Hay otras pandemias mucho más discretas. Pandemias que hacen estragos en la población, pero que no se apropian de los titulares de la prensa. Pandemias que pueden parecernos muy lejanas, cuya mención nos remite más a artículos enciclopédicos que a la realidad. Tal es el caso del SIDA.
El SIDA es una enfermedad que no ha logrado erradicarse. Cuando brotó la pandemia, se pudo entender los mecanismos de transmisión y desarrollar medidas eficaces para prevenir el contagio: el uso masivo de preservativos y prácticas de «sexo seguro». Ha habido, además, un avance enorme en el tratamiento del SIDA, el cual ya no necesariamente representa una sentencia de muerte. Una persona enferma de SIDA, hoy en día, es capaz de llevar una vida relativamente cómoda y tranquila, con la esperanza de vivir durante muchos años.
Eso, si no es pobre, claro.
El SIDA, como muchas otras enfermedades, es un padecimiento costoso. Hay tratamientos que pueden asegurar una calidad de vida muy elevada, a un costo igual de elevado. Únicamente los enfermos que tienen el dinero suficiente pueden acceder a ese tipo de vida, que les es negada sistemáticamente a todos aquellos que no pueden pagarla.
¿Por qué tenemos que morir por amar?
Esta pregunta fue formulada por Rosa, una chica mozambiqueña, poco después de comprender que la enfermedad de la que recientemente se había contagiado no tenía cura. Ella sufrió el mismo destino que otros millones de africanos. En África la pandemia del SIDA ha sido particularmente devastadora: altas tasas de pobreza y baja educación se corresponden con altas tasas de contagio. Una población que desconoce la enfermedad y los mecanismos para protegerse difícilmente evitará el contagio. Una vez contagiada, el prohibitivo costo del tratamiento de la enfermedad la condena a una agonía más o menos larga y a una muerte indecente, entre indecibles dolores.
Henning Mankell, escritor sueco fallecido en 2015, fue muy cercano al problema del sida en África y un activo denunciante de la enorme injusticia que es dejar morir a tantos seres humanos simplemente porque a nadie le da la gana evitarlo.
Sin duda, la avaricia y la falta de humanidad dirán mucho de nuestro tiempo. Y de lo que permitimos que ocurriese. Y de cuántos millones de personas tuvieron que morir hasta que, mediante la confiscación de licencias o patentes u otros medios, los más pobres tuvieron acceso a los fármacos.
Henning Mankell
El amor en los tiempos del sida: jugar con fuego
Jugar con fuego es el segundo libro de una triada de novelas que Henning Mankell escribió acerca de la vida de Sofia Alface, una mujer mozambiqueña que perdió sus piernas en un accidente con una mina personal cuando era una niña. A través de las novelas el narrador relata la llegada a la adultez de Sofia, haciendo numerosas anotaciones sobre la tragedia que envolvió Mozambique durante la espantosa guerra civil, la pobreza, la pandemia silenciosa del SIDA y la enorme desigualdad e injusticia del país africano.
Jugar con fuego se centra en un período de la adolescencia de Sofia, en el que conoce por primera vez el amor. Ese amor juvenil, irracional, que es capaz de quitar el sueño y hacer suspirar. ¿Cómo es el amor en un contexto de pandemia de SIDA? Muy peligroso. Rosa, la hermana mayor de Sofia, lo experimentará en carne propia, pues contraerá la horrible enfermedad después de haber amado a un chico. «¿Por qué tenemos que morir por amar?» es la pregunta que Rosa formula con mucho miedo tras escuchar el diagnóstico del médico local.
Mankell noveliza la historia real de las dos hermanas con mucha pericia. Jugar con fuego es una novela que nos habla del amor fraterno entre Sofia, Rosa y Lidya, su madre. Nos habla del temor, de la angustia, del frío en el vientre que se apodera de uno al ver el irremediable tránsito a la muerte del ser querido. Nos muestra las injusticias y el abandono de una sociedad indolente que provee de fármacos solo a aquellos que pueden pagarlos, como si la salud no fuera ya un derecho humano universal. La relación entre Sofia y Rosa, siempre estrecha, se verá amenazada a partir de la enfermedad de Rosa, quien con mucho temor y odio se enfrenta a la perspectiva de una muerte temprana.
Algo que me pareció muy acertado de Jugar con fuego es la manera en que el SIDA se siente como una sombra amenazante durante toda la novela. Siempre está ahí: acechando, sin dejarse ver de inmediato, del mismo modo que la muerte; porque para los africanos pobres SIDA y muerte son términos equivalentes.
La tragedia de una familia que ve a uno de sus miembros consumirse poco a poco hasta quedar como un mero recuerdo de lo que alguna vez fue, el primer enamoramiento de una chica en un contexto donde la muerte se esconde en el amor y las injusticias de una sociedad que prefiere construir campos de golf antes que garantizar la subsistencia de los más pobres son los ejes que dan estructura a Jugar con fuego, una novela denunciante —no por ello propagandística— que en estos tiempos de pandemia tiene un poder de resonancia como nunca antes.
Osvaldo Miranda
Redactor
Itzel Suárez
Ilustradora