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Ilustración: Lizeth Proaño

 

Elienai Lucero Hernández

Le he pedido a mi paciente, con mucha calma, que se siente. Se ha mostrado desesperado pero sin expresiones agresivas hasta el momento, llevamos aproximadamente media hora platicando. Su mejoría se ve pausada por delirios persecutorios, insiste en que le permita llamar a la enfermera y los asistentes para que le regalen un vaso de agua, pero no puedo autorizarle salir hasta que acabe la hora de sesión y yo pueda obtener la suficiente información para brindarle ayuda, me da lástima el estado tan aparentemente calmo con el que intenta zafarse de mí.

Ha intentado jugar al cambio de roles, en el que yo soy el paciente y él el psiquiatra, podría permitirlo para conocer sus intenciones y proyecciones, pero me temo que no podemos concederle eso, su trastorno es tan impredecible que en cualquier momento puede lastimarse o lastimarme si bajo un poco la guardia.

Le tuve que quitar el bolígrafo de la mano, no queremos que se lastime, pero ahora insiste en que lo deje sobre el escritorio. Me tiene miedo, piensa que lo voy a atacar con él, eso es lo que hacen los pacientes con trastorno de personalidad paranoide, además de querer convencerme de ser yo mismo otra persona, así ya pasamos una hora y media.

Sé que las enfermeras van a venir por él y llevarlo a su habitación, pero está muy asustado, creo que sabe que no vendrán si yo no les hablo y que no tengo a nadie más que atender hoy. Está empezando a fastidiarse, no logro entender nada de lo que está diciendo, no deja de intentar hacerme cambiar de roles, preguntarme cosas, quiere ponerme en una posición incómoda, está buscando salir del consultorio, o de menos que yo lo haga y entiendo que esté cansado, sería inhumano de mi parte torturarlo dejándolo más tiempo aquí, yo solo quiero ayudarlo, sé que si lo dejo salir así sin más, estará confundido, le daré indicaciones para que se relaje y pueda salir.

Pasamos diez minutos más y me dispuse a ceder, realmente quisiera ayudarlo y por ello persistí en la sesión de hoy, me esforcé más que nunca pero algo me dijo que simplemente hoy tampoco es el momento, es una lástima. Me paré de la silla y él se sentó a la orilla del diván, yo estaba a punto de despedirme y dar algunas indicaciones, descuidé el bolígrafo que llegó justo a atravesar mi garganta, su brazo es más fuerte que el mío y pesa tanto como un yunque, tanto como todos estos años queriendo ayudarlo, sanarlo.

No debería asumir de manera tan personal su caso ya que soy un profesional; sin embargo, alguien debe ayudarlo. Hay cantidades incontables de doctores especializados que podrían brindarle el tratamiento necesario, no obstante, el sistema de salud pública, la falta de empleadores para enfermos mentales, la escasez de especialistas de mente abierta y humanitaria, los mitos sobre la salud mental sobre la neuro diversidad, la ignorancia, la desinformación, hasta la forma en la que el cine aborda el tema de las enfermedades mentales, el precio elevado de las terapias y tratamientos, la falta de recursos, los mismos traumas y miedos del paciente así como mi propia incapacidad de contactarle con una persona más preparada, han opacado un poco el panorama, y aunque he estudiado e intentado con mis medios, no está dando resultado.

¿Cómo les digo a mis colegas que lo ayuden si no me escuchan? Están inmersos en sus discusiones sobre tener o no la razón en los diagnósticos, empecinados en querer refutarse entre ellos, en seguir en la comodidad de lo ya conocido y lo sintético para el más mínimo síntoma, miran por sobre los hombros a sus pacientes, los tratan como objetos inferiores, tengo que suplicarles un poco de humanidad. No debería.

La vida de los pacientes se convirtió en moneda salarial, el conocimiento no sirve de nada si no se aplica correctamente. Perdieron todos, el suelo, la razón de su profesión: el paciente.

Y estando aquí, en el piso con dificultades serias para respirar y una pluma atravesando mi cuello, aún con esto, no puedo pensar en otra cosa. La puerta está trabada, el corazón lo siento en los oídos, pero alcanzo a escuchar algo romperse: es cristal. Qué inteligente. El paciente acaba de romper el vaso de cristal envolviendolo en sus ropas para no hacer tanto ruido. ¿Cómo pudo ser posible que dejaran ese vaso en el consultorio? Ni siquiera estamos preparados para una emergencia tal y yo aquí, sin poder moverme, intento respirar y siento el olor metálico de la sangre, este líquido de vida que ahora irónicamente me está ahogando. No logro controlar mi cuerpo, no creo que esté tan grave, puede ser que aguante más, siento punzadas en el estómago y un dolor contundente en las costillas.

En esta desafortunada condición mi mente solo reclama nuestra falta de empatía acompañada de la invisibilidad social, y el rechazo a las personas como mi paciente, que me ha atacado por nuestra falta de atención al entorno, mi falta de preparación y el descuido de mi colega que se fue a ver el partido de fútbol creyendo que el Clonazepam es infalible. Pero no, hasta los doctores somos estúpidos a veces, conformistas, mediocres, tenemos miedo a la puerta de la cerradura sin cerrojo pero que nadie quiere abrir.

Debería estar peleando por mi vida, concentrarme en mi bienestar y el de mi paciente, pero no puedo ni hablar; el nudo de mi garganta está elaborado por un marinero experimentado, el dolor me puede.

De pronto me siento débil, somos solo él y yo en el consultorio. Él no sabe qué hacer, me quiere ayudar y veo cómo se altera, cómo se arrastra en el arrepentimiento, sin lograr todavía entender lo que está sucediendo.

Es como un niño, desesperado, confundido, disparando con su pistola de agua a todo el que le haga sentir de pronto un atisbo de inseguridad, se defiende hasta de los que queremos ayudarle: Niño pequeño que desconoce de la ruin capacidad humana de autodestrucción a la que todos estamos expuestos, ignora inocentemente esa vida que nos hace crearnos mecanismos de defensa para sobrevivir.

¿Cómo no hubo alguno que te escuchara realmente, pequeño?, ¿cómo fue que los tabúes tergiversaron tu enfermedad? Mente rota a la que le sobran los motivos. De hombres sí es llorar, de humanos es también juzgar.

Ya no sé ni qué ni dónde me duele el cuerpo, siento que se escapa la tinta roja del bolígrafo también por mi garganta, mi nariz, hasta en mi estómago. Maldito bolígrafo, tan bien atinado, tan exacto y filoso.

Me siento atolondrado, adormecido y he notado apenas que mi cuerpo está temblando involuntariamente, no logro entender por qué me sale un líquido caliente de la oreja. Me parece que el tiempo ha pasado lento, realmente lento, hace un rato dejé de escuchar el tic tac del reloj.

Esta es una verdadera historia de terror en carne viva, como la de los pacientes en la sala de espera con los miedos asediando, acusando y rompiendo, temerosos a las consultas, las sesiones, las prescripciones médicas, como las lágrimas escondidas de los familiares.

Horribles historias, no hace falta que sean terror, llenos de alucinaciones fantasmales, ¿qué cruel enemigo los enferma? La sociedad, que también está enferma pero arroja la primera piedra.

Mi joven paciente, impaciente, aterrado, me mira y se rinde. Apenas soy capaz de mantener la mirada y veo cómo elige con habilidad el cristal más afilado ya lleno de sangre que me parece que es mía y lo entierra contra la suave piel de su cuello, escucho con eco el esfuerzo del vidrio atravesando los músculos, escucho el gorgoteo, me desespero, pero no puedo hacer nada. Sus dolores me duelen, veo cómo brota como la tinta, el líquido rojo. Ojalá pudiera evitarlo, pero sé que de esta ya no se salva, le ganaron los fantasmas.

Sigue dibujándose una gargantilla profunda con el cristal en el cuello, y cuando llega a la altura del bolígrafo, se detiene, me mira agonizante, veo que suplica perdón, igual que yo, gorgotea y gorgotea, sufre y yo con él, acerca su mano al bolígrafo que me impide hacer cualquier cosa y sé, sabemos, que con la poca fuerza que le queda va a quitarlo de ahí y con ello abrir un grifo de agua carmín que me va a matar, no hay quién nos auxilie.

Y todo porque mi colega no nos creyó, por irse al ocio en horas laborales, por minimizar los síntomas, por negarse a hablar conmigo, por darle un placebo y dejarme a cargo creyendo que iba a funcionar, quise ayudarlo, quisiera ayudarlo, pero mi paciente y yo compartimos cuerpo. Pude haberlo evitado pero todos rechazaron mi existencia y todo por un mal diagnóstico. A la mañana siguiente seremos solo un número más en la lista de suicidios de pacientes mentales.

Elienai Lucero Hernández

Elienai Lucero Hernández

Directora de Multimedia

Me llamo Elienai Lucero Hernández, me llaman Elienai, Lluvia, Kumy, Niennai, Nai, Nani, a veces soy Lúth L. L. H. En casi todas mis versiones soy aficionada de la literatura, la loca de los cuadernos, dibujos y misionera de la revista Katabasis ¿Ya leíste todos los números? ...deberías.

Lizeth Proaño

Lizeth Proaño

Ilustradora

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