Eduardo Mariano Lualdi
Niños wichí muertos: el sol sale y brilla sobre los cuerpos,
la mañana palpitante vuelve al origen de la primera arcilla
Niños wichí muertos: la luna sale y brilla sobre los cuerpos,
la noche cándida enciende el perfume del relámpago
Niños wichí muertos: el sol y la luna brillan sobre los cuerpos
y el ritual del agua moja sus pieles, barnizándolas
Niños wichí muertos: el viento acude a su talismán sonoro
y el sol y la luna arden puros en las riberas de la blanca mortaja
El testimonio del cielo está sobre sus cuerpos
Nada en el mundo de los poderosos se detuvo
niños wichí muertos
el corazón del poderoso no se detuvo, siguió latiendo
la lengua del poderoso siguió hablando, no calló nunca
las mentiras del poderoso salieron de su hocico de dientes rojos
No saben del hambre de los niños wichí muertos
No saben de la sed de los niños wichí muertos
No quieren saber, no quieren, no quieren,
beben su vino rojo, lanzan carne roja al aire y celebran
sus ocurrencias a la altura de un helicóptero
Las madres, en cambio, lloran junto a las pequeñas tumbas
Los padres también lloran junto a las pequeñas tumbas
Los hermanos lloran junto a las pequeñas tumbas
y las lágrimas establecen las tristezas
Niños wichí muertos: en sus pequeñas tumbas
suenan las hojas de los algarrobales
el paso apocado de los perros mustios,
la niebla ancestral agrupada en el tatuaje de la nube
espinas, espinas, niños wichí muertos
bajo las raíces la piedra germinal donde las pequeñas tumbas
y sobre ellas la luz arcoirisada brilla sobre los pequeños cuerpos
y migra las almas a cielos ancestrales
Nilataj, Dios del cielo, idioma de la luz.
Toma la mano de tu pueblo y llévalo donde los altares tutelares.
Ajataj, Dueño de los Espíritus,
espíritu árbol y espíritu trueno,
espíritu piedra y espíritu fuego,
llega a la existencia de los ríos y las tierras,
propaga las espesas llanuras
y los sagrados bosques donde llegue tu mano.
Chilaj, dueño del agua,
sujeta los ríos salvajes y toca a crepúsculo
en las melodiosas ondulaciones de las aguas.
Wajatnoel, dueño de los peces,
abre la noche de las ciénagas y deja salir
la vida palpitante de los barros litúrgicos
que buscan los cauces profundos donde reproducirse.
Lawo, Serpiente Arco Iris,
escamas circulares, minúsculos arcoíris
salidos de la chispa ancestral de las tormentas.
El pueblo espera la ingeniería de los Dioses.
Saben que Tokjuaj en su desmesura les dio vida.
Piel y sapo, espina semen, sagrado
perro y lechuza de los campanarios,
escuerzo, araña, vinchuca, víbora.
Tokjuaj en su desmesura les dio vida
y la vida transcurrió bajo la lámina de las estrellas,
flor y piedra en la frontera
donde el agua corrió por los desfiladeros
que el cielo despeñaba desde las altas nubes.
Los hombres cazaban y pescaban,
llevaban la selva viva atada a la cintura.
Donde el viento vertió su espectral catarata,
entre bellas canciones recolectaron las mujeres
el alimento diario. Chagua grande, cogollo tierno,
rica fruta amarilla para los dulces,
también la miel dorada y la dulce algarroba
y el zapallo al fuego que naranjeando
danzaba sus chispas en el aire.
Estaba el agua. El Pilcomayo rascaba su lomo
donde los kapanfeley bailaban las alegrías,
y en las terrosas orillas supieron
las bienaventuranzas que Tokjuaj
les concedió a manos llenas.
Mientras los junchanfeley, abajeños al sol del mediodía
que su portentosa luz descendía del dorado panal,
disfrutaban inocentes la libertad primigenia.
Mientras los vertiginosos peces hacían cabriolas en el agua.
Los sábalos repartían aguas arriba espumas
y el enigma del río desovaba en secreto
su misteriosa estrategia entre las dos orillas.
Ciervos de los pantanos, su carne roja
salió desde los reinos torrenciales de las enredaderas
para calmar el hambre. Donde pasó la lampalagua
quedó su huella en la áspera piedra
que los hombres admiraron antes del banquete.
Llegó la conquista. Intrusos entre espadones y caballos.
Cruces y espadas llegaron adivinadas de sangre.
Flamearon los estandartes en tinieblas.
De cada espada salió el tajo en la garganta
y echó fríos de muerte a donde llegó su oscura armadura.
El barro se hizo rojo. Los pueblos se anudaron a los bosques,
y supieron del martirio que venía de la lanza filuda y el látigo de cuero.
El yelmo ensangrentado rompió venas y arterias,
machacó a los niños con la empuñadura de su espada,
desfloró a las muchachas, con ungüento de fuegos
disecó a los ancianos, echó cerrojos a todos los ojos
y encadenó por siglos a los esclavizados.
La esclavitud fue el advenimiento del odio.
Todas las cadenas todas extenuaron al pueblo.
Donde el metal se agrupó en las entrañas
inocularon sangre en los hondos socavones;
de la sangre surgió el destino de la plata en tantas carabelas.
El que no entró en los oscuros oratorios de la mercancía
fue asesinado. Sangre y tierra hicieron una arcilla
con la que se alzaron ciudades a la sombra de las osamentas.
Donde morían los hombres se cortaba el pan
con los mismos cuchillos que sus lenguas
y se lo untaba con las mismas espinas
que cruzaron los pechos de lado a lado.
Tokjuaj, el que enseñó la guerra, cayó de frente
desde el principio del tiempo y ya no pudo salir
de su propia muerte y entró en los territorios de los exterminios.
El hambre se volvió destino. Hambre.
El pan de piedra torció las bocas. Hambre.
Bajo la luna el hombre aprisionado
lamió la proporción patética del lodo. Hambre.
Y la mujer extrajo de la piedra el néctar inútil
de la arena que el viento barrió en diagonales. Hambre.
Niños del hambre dentro de la vasija miserable.
Ancianos del hambre en el hoyo de un sueño
dejaban la inútil materia de sus últimos alientos.
Acudían hombres y mujeres con el hambre a cuestas
llevando niños muertos, cargando las sombras de sus osamentas.
«Las flechas son agudas y se clavan en el corazón»
dijeron. Sus frágiles voces sonaron a desierto.
Una yica en la ceniza cubría las ancianas desnudeces
y las arcillosas manos no podían rezar a ningún dios,
Nilataj, la noche a dentelladas, fue devorado
por el Cristo de sangres que los obispos repartían
cuando la eucaristía de los carniceros.
La sed fue todo lo que quedó en los labios.
Cada beso un desgarro, una perpetua penitencia.
La sed tatuó en las lenguas un grito amargo
un desierto de incendios después del holocausto bautismal.
Los ríos que lucieron entre cortas olas
la patria verde y azul y la fecunda geología del chaco,
abandonaron sus márgenes floridas y vaciaron todas las antiguas lluvias.
Chilaj, malherido, cayó bajo el hacha de la tiranía.
Desde entonces, la sed remota lo fue todo junto al hambre,
y morir a la intemperie, disecado, llenó los recuerdos de los pueblos.
De la mina al latifundio fue un breve paso,
una huella carnívora por el territorio de los mercaderes.
Los llevaron de tierra en tierra y en cada camino
la muerte inconclusa hizo de la suyas. Bestias
del tamaño de un ejército impusieron las leyes
y cerraron todas las puertas de la Justicia.
Entonces la esclavitud cambió de ropas como los asesinos
que vistieron smoking en las fiestas y deambularon hipnotizados
vaso en mano por la delgada línea blanca de la cocaína.
Cambiaron los nombres de los encomenderos
y luego se dedicaron a beber whiskys, embriagadoras vodkas
y eróticos baijiu que encendieron la cólera de los garrotes.
La receta de la renta de la tierra recitaron de memoria
ante los ignorados y apilaron a montones las ganancias.
Bermejo, Plumada, La Moraleja, son sus nuevos nombres.
La idolatría del dinero sangre a sangre impuso el reinado
del viscoso veneno de brillos ambarinos. El glifosato
vuelve sobre las derrotas iniciales cuando Nilataj fue muerto
y rehace el linaje de los antiguos cadalsos de los conquistadores.
¡Soja! ¡Soja! ¡Soja! Arrojan la muerte en una pequeña semillas
que derriba las arboledas inaugurales de los bosques.
El hambre lleva varios siglos de tétricos rubores
de pellejo en los huesos. Familia tras familia,
sin pan y sin trabajo, sin tierra y sin agua
(tal vez el niño bien se llevó todo al ir a España
a jugar a la aristocracia de los conquistadores)
y aquí sólo dejó su gusano sudando muerte por los poros.
Se han llevado el agua; la vasija de Chillaj está vacía,
el cántaro seco aprisiona la sed choza por choza
y sólo queda, sin remedio, una hostia piojosa por consuelo.
El agua llena de gusanos, la diarrea acude a la matanza,
y el sueño de la infancia demolido hasta que no queda
sino una pútrida burbuja flotando entre los ranchos.
Eduardo Mariano Lualdi
Autor
VonPeps
Ilustrador
Soy Alejandro, 24 años, colesterol bajo, estudiante de psicología y fotógrafo habitual, guionista cuando hay leche y galletas. Me gusta bailar solo, decir groserías y escuchar a Iggy Pop. A veces, creo que sería más feliz viviendo en el campo con un buen poemario, luego me llega una notificación a mi smartphone y me olvido de todo. Soy un pésimo pintor, por eso me hice fotógrafo.