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Imagen: Florencia Luna

María Alejandra Luna

Sepa Dios por qué andaba tan torpe esa noche. Había llegado con un grupo de gente a la que conocía muy bien, o yo suponía que conocía. A veces es difícil asegurar verdades sobre las personas que no sean una misma, no es garantía la cantidad de tiempo que lleves conociéndola, quiero decir, pero hacía rato que salíamos de noche y nunca habíamos tenido disgustos.

El ambiente estaba normal, es decir, divertido y relajado. Yo bailaba con un vestido azul brillante y en ese momento no me percataba de nada más, estaba conmigo misma, moviéndome, atesorando la plenitud de un cuerpo joven y sano. Ni siquiera notaba las miradas casuales que recaían en mí para contemplar mis armónicas convulsiones.

La noche devino en madrugada y a medida que nos íbamos cansando nos quedábamos en los asientos, habitando la quietud y, en contraste con la adrenalina recientemente pasada, el frío. Nos tomamos unos tragos para entrar en calor de nuevo, pero yo seguía teniendo frío. Y no había unos brazos disponibles para mí entre los cuales pudiera acurrucarme.

Me levanté como pude y avisé que iría a buscar mi abrigo en el guardarropa. Estaba preparada, la dinámica me era familiar, así que había llevado mi pulóver azul. Era un incipiente otoño. Estaba fresco, pero no era una temperatura que calara los huesos. No era necesario portar un camperón incómodo y grandote, que me impidiera bailar algunos temas más. Con el pulóver bastaba, incluso para la calle.

El guardarropa estaba vacío de gente. Lógico: cuidarlo era un trabajo aburrido y lo cierto es que nadie deja sus posesiones más importantes en un bolsillo, entonces, el encargado aprovecha para subir y pasear un poco o para ir al baño. Nadie estaba mirando, así que me incliné sobre la mesada, estiré uno de mis brazos y atrapé mi pulóver.

Empecé a ponérmelo. El cuello es alto y con frecuencia lo confundo con las mangas. Eso debió suceder porque me parecía muy estrecho y largo. Larguísimo, no veía la luz. Me dio un poco de risa. Estaba mareada y asumí que por eso me costaba tanto una tarea tan simple. Cuanto más tiraba para por fin sacar la cabeza, más tramo faltaba. Esa era mi sensación. Y era una sensación desesperante. Además, la parte que ya tenía puesta me iba aprisionando los hombros. Opté por sacármelo y empezar a ponérmelo de vuelta.

Fracasé. No pude sacármelo, entonces insistí con la búsqueda del agujero final, ya fuera el cuello o la manga, en algún instante tenía que terminar esa tortura. Mis manos deslizaban la tela sobre mi cabeza, no veía nada. Estaba apurada por ver. Y de pronto sentí lo peor, manos ajenas deslizaban la tela del vestido sobre mis caderas.

Nada pude ver y el pulóver retuvo mis gritos o tal vez fue la música aturdidora. O quizá fueron ambas situaciones combinadas. Antes de que pasara una hora, me encontraron ahí, tirada y llena de marcas visibles e invisibles de otro cuerpo, todavía contemplando el cuello o la manga de mi pulóver, que me parecía negro, muy negro, aunque fuera azul.

María Alejandra Luna

María Alejandra Luna

Subdirectora General / Directora de Redes Sociales

Buenos Aires le dio el soplido de vida a mi existencia. De origen hebreo, mi primer nombre. La Antigua Grecia me dio el segundo. La Luna alumbró mi apellido. Escritora de afición, lectora de profesión, promotora de poesía y de los márgenes de la cultura. Dicen que soy quisquillosa con las palabras, que genero discursos precisos y que sobreanalizo los discursos ajenos. Y todo esto se corresponde conmigo. Pueden ser tan expresivos los textos que escribo como los gestos que emito al hablar. Y esos rasgos trato de plasmarlos en los ámbitos donde me desarrollo, como las Redes Sociales.

Florencia Luna

Florencia Luna

Ilustradora

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