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Ilustración: Sofía Olago

Héctor R. Sapiña Flores

Me preocupa que la humanidad perezca sin haber registrado cosas como las telarañas de lápiz adhesivo que hacíamos en clase cuando éramos niños. Sutilezas en las que sólo los esquizoides reparan y se los tilda de locos por querer integrarlas a un sistema de significados. Vi hace poco una de esas películas de apocalipsis por cambio climático súbito (¿o era desastre nuclear…? No importa) y pasa lo típico: guarecen a un representante de cada área de conocimiento para reconstruir la civilización tras la catástrofe, etc. Otra arca de Noé 8.0. Recuerda uno eso de los objetos esenciales que uno llevaría a una isla y otras cosas que nos preguntamos cuando estamos formando nuestra personalidad durante la adolescencia. ¿Pero qué pasará con todo lo demás cuando nos veamos obligados a esa selección tan radical? ¿Con lo que no puede grabarse en un USB, las cosas que no pueden reproducirse en formato .doc, web o de audio o video? ¿Qué será de los rincones de la vida en los que percibimos la realidad material y se nos diluye de los modos de representación? ¿Cómo le explico a un extraterrestre arqueólogo el olor de un cigarro recién prendido si no ha compartido esa experiencia? Muchos problemas hay en el fondo de estos cuestionamientos dignos de un blog con 3 visitas por año: el del ser en el tiempo, el de la traducción, el de la reproducción técnica, el de la organización del conocimiento y los cambios de paradigma, pero eso es tarea de filósofos. Yo me pregunto solamente quién le explicará a la futura especie inteligente qué era eso de las telarañas de Pritt.

En su precoz crítica de cine, Alfonso Reyes afirmaba que el cinematógrafo capturaría un día todas las caras de la humanidad y de la naturaleza. «Algún día hablaremos con las piedras», profetizó. A un siglo, la cultura del meme está terminando de completar la misión. Gracias a la inútil reproducción de curiosidades que nos enajenan diariamente en las redes sociales, ahora es de conocimiento popular cómo estornudan los pandas, los diferentes ritmos a los que las cacatúas bailan, el canto de los huskies y la extraña creencia felina sobre una deidad llamada Raúl que los protege del agua. Pero el meme es cada vez más creativo y menos documental, algo similar a lo que sucedió con el cine el siglo pasado: así como Pedro Infante inventó una forma de ser mexicano y transformó al costumbrismo arrastrado desde el XIX en artificio des-regionalizado que ahora nos parece natural y milenario, el meme divulga formas de experiencia sin precedentes y las traemos del texto a la vida. La maldita estereotipación es la prueba: hace diez años, los memes se basaban en estereotipos existentes; ahora los memes crean nuevas etiquetas para la gente.

En fin, el meme ya se interesó por otras cosas, lo lúdico derrota a lo documental. En otros tiempos, ambos aspectos iban de la mano, pero vivimos épocas de fragmentación. No corresponde ya ni al cine, ni al meme capturar los momentos arrinconados de la vida humana, sino trabajar con ellos cuando les sean necesarios, ya sea para construir un personaje, un chiste, tensión o intensidad. Son emocionantes dentro del sistema de sentidos de un texto, como cuando Sherlock descubre datos sobre un crimen en los pliegues de una camisa, pero nadie le haría caso a esos pliegues si no estuvieran acompañados de una narrativa. ¡Y así, qué chiste! Los pliegues en sí son manifestación de la cultura, de una serie de variables históricas que permiten nuestra existencia y la existencia de las camisas.

Si, retomando mi ejemplo, vemos en una serie televisiva a un niño tejiendo una telaraña de Pritt para sobrellevar su aburrimiento en clase y, en la siguiente escena, atestiguamos su plan maestro para vengarse del bully que había humillado públicamente a su hermanito lisiado, entonces, la telaraña de Pritt documenta una práctica de la cultura, pero su función principal dentro de la narrativa es simbolizar el acto de «urdir una estrategia para lograr justicia». El ejemplo es tonto, lo sé, el punto es que una vez que las prácticas culturales pasan a un mensaje connotado pierden un poco su encanto. No se me tome a mal, es una transacción: se pierde el encanto original para ganar el encanto estético, es la semilla del arte. Pero las prácticas a secas, sin significaciones extra, tienen su sabor propio y tiende a diluirse en la digestión del tiempo.

Ahora, ya desde hace varias décadas, existe en la historia un enfoque cultural que se encarga, precisamente, de estas preocupaciones: hurga en el pasado para encontrar las historias no dichas de los objetos y los sujetos secundarios, las oralidades y las costumbres no documentadas, difíciles de reconstruir a menos que se trace una constelación de saberes. ¿Pero qué historiador cultural, en su sano juicio, concedería menor prioridad a investigaciones sobre las vivencias de los subalternos y preferiría, mejor, investigar sobre las telarañas de Pritt que hacíamos en los 90? Seguramente hay un loco y se le agradece.

Propongo algunos temas a considerar para esta rama a la que podemos llamar «ciencia de las cosas que no importan tanto como otras»: la historia del olor de los libros (cuando los abres por primera vez y, luego, cuando asocias el aroma con el texto que leíste por el resto de tu vida), el sabor del pollo frito en Japón recuerda a los años 80 de México, la posibilidad de relacionar a Kevin Bacon con todos los habitantes del planeta, el hecho de que algunos turistas que al visitar Francia perciben máscaras de luchador en el tórax de los escarabajos conocidos como «zapateros», la tendencia de los niños a embarrar los mocos en la parte inferior del inodoro, la distancia interpersonal en una fila es inversamente proporcional a la temperatura de la región geográfica, la significación de los diferentes grosores y materiales de un envase al entrar en contacto con los labios (¿por qué preferimos tomar en envases de vidrio si la fórmula del refresco es la misma?), las diferentes cargas psico-culturales de los rollitos de mugre del torso comparados con las pelusas que se acumulan entre los dedos, el trauma de descubrir la imposibilidad de chuparse el codo, el gozo de desviarse ligeramente de los límites de un carril cuando se conduce en una calle sin tránsito (sin caer en explicaciones obvias como “querer retar los límites impuestos por el Estado”), el parecido entre la progresión de acordes de muchas canciones de Timbiriche y de Iron Maiden (apuesto a que su compositor era metalero de clóset), las causas de que los parámetros de belleza en los rostros occidentales sean comparables con las características craneales de ardillas o de caballos (algo debe haber en relación con las proporciones áureas), por qué no le dieron el Nobel a Umberto Eco, etc.

En realidad, una ciencia así sería imposible porque todo método es una textualización del mundo, un «poner en contexto». En otras palabras, sí, la realidad es ficticia, es un constructo convencional y nada, absolutamente nada, puede para nosotros los humanos comprenderse fuera del texto-mundo. La apuesta debe encaminarse, más bien, hacia una crítica, en el sentido amplio, el que le daba Alfonso Reyes al término (una vez más, todos los caminos conducen a Reyes): el juicio como movimiento del espíritu para apreciar el objeto en el gran sistema de la cultura. Los fenómenos aislados de la vida, entonces, deben situarse en las periferias de todo mediante una voz crítica, al borde de la ciencia dura y de la creación ficticia.

La cultura, un todo complejo, se sostiene gracias a este nivel cuántico de objetos deshilvanados de la vida textual. Si aceptamos la premisa de que construimos nuestras vidas como una narrativa −y eso implica una jerarquización de momentos significativos− las «cosas que no importan tanto como otras» funcionan para conectar un momento con otro. No olvidemos, pues, que todo lo que olvidamos permite a la memoria decirnos quiénes somos.

Héctor R. Sapiña Flores

Héctor R. Sapiña Flores

Autor

Estudiante de la Maestría en Letras Mexicanas de la UNAM, licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la FES Acatlán (UNAM). Ha publicado ensayo en la Revista Monolito y en el blogzine La langosta se ha posteado, reseña en la Revista Destiempos y diferentes artículos sobre cultura popular en Cultura Colectiva. Es profesor de literatura y creador de contenidos para textos educativos. Fue conductor del programa Culturama de Radio GEA en la temporada 2019-2020.

Sofía Olago

Sofía Olago

Ilustradora

Mi nombre es Diana Sofía Olago Vera, para abreviar prefiero ser llamada Sofía Olago. Tengo 19 años y nací en Lebrija, un pequeño municipio del autoproclamado país del Sagrado Corazón de Jesús: Colombia. Sin embargo, desde pequeña he vivido dentro del área metropolitana de Bucaramanga, capital del departamento de las hormigas culonas.

Soy una aficionada del diseño que nutre su estilo y conocimientos a base de tutoriales y cacharrear softwares de edición. Actualmente, soy estudiante de Comunicación Organizacional, carrera que me dio la mano para mejorar mi autoconfianza y mis habilidades comunicativas.

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