María Pía Ferrero
Un relato-homenaje a Continuidad de los parques, de Julio Cortázar
Algo como la fría hoja de un puñal penetró en mi cerebro: faltó a mis ojos luz y a mi pecho aire. Era la muerte, que me hería.
El lector sin nombre retomó la novela en el tren de regreso a la finca, adentrándose en el argumento e imaginando los rostros y los matices de sus personajes. Llegó a la casa, puso en orden sus asuntos y se dejó caer de nuevo en ese sillón de terciopelo verde gastado por sus interminables sesiones de lectura, aquellas plagadas de fantasía e imaginación. Su mirada se debatía entre las páginas finales y los robles del parque. Algo desconocido, que nacía de sus entrañas, lo inquietaba. Sin embargo, el poder de las letras fue más fuerte y se sumergió en el desenlace de la historia. Encendió un cigarrillo negro mientras vivenciaba junto a los protagonistas el último encuentro en la cabaña del monte, la reunión de los amantes. Entró la mujer taconeando, entró el amante con la cara fastidiosa, rasguñada por una rama. Ella quería besar las heridas, él la apartaba, ofuscado. El lector sin nombre quería seguir, necesitaba saber cómo terminaba esa historia atrapante. Pero el puñal sobre su pecho no era tibio, era caliente y chorreaba. La sangre no era roja, era púrpura, cardiovascular. No pudo seguir leyendo. Se abandonó a su agonía y ni siquiera se molestó en aplastar los restos del cigarrillo. Si todo ardía, mejor. No pudo saber por qué lo habían jodido de esa forma. Malditos perros que no ladraron y estúpido mayordomo que no estaba.
La mujer enfiló hacia el norte, como había pactado con su amante. Él se fue hacia el otro lado, pero la miró con esa cabellera carmersí desparramada, atesorándola hasta que se volvieran a reunir definitivamente. Ambos habían escondido los guantes de cuero marrón en sus respectivos abrigos; no dejar huellas dactilares había sido premeditado. Lo único que restaba era acceder al dinero, el infeliz tenía mucho y ya no lo necesitaba.
María Pía Ferrero
Autora
VonPeps
Ilustrador
Soy Alejandro, 24 años, colesterol bajo, estudiante de psicología y fotógrafo habitual, guionista cuando hay leche y galletas. Me gusta bailar solo, decir groserías y escuchar a Iggy Pop. A veces, creo que sería más feliz viviendo en el campo con un buen poemario, luego me llega una notificación a mi smartphone y me olvido de todo. Soy un pésimo pintor, por eso me hice fotógrafo.