Antonella Corallo
Me enseñaron a hacer un crucifijo en el colegio, lo único didáctico hasta ahora, siempre supe que iba a regalárselo a mi gato. Mi gato, que para demoliciones de dudas no es negro, bien pudiera ser un conejo blanco, una rata de tres patas, o para los sentimentales, un pedacito de cielo. Definitivamente el infierno le queda lejos con sus ojos alborotados y su dique de ser el gato más buscado me causa miedo. Miedo de que venga otro gato a destronarlo, y, por consiguiente, este fuera aún más sádico.
Todos tienen mascotas buenas, por lo general no gritan, no tratan de amarrarlo a uno a las maderas del techo, a las puertas sin picaporte o al mismo parque de diversiones.
—Nunca me divertí.
Se lo dije muy claramente aquella vez, calesita de por medio, frente ensangrentada, ritmo acelerado y la intención de continuar con más juegos. A él deberían atarlo pero en cambio la soga accedía a rodearme el tobillo, con un dolor permeable a la lluvia, a los comentarios del resto, y a las miradas de nuestros padres que reían desde lejos.
Causaban gracia las humillaciones, los moretones y la depravación, habrán escuchado las carcajadas desde muchos sitios, quizás dentro de sus casas. Los adultos, tiernas recompensas de una infancia transcurrida, no se darán cuenta, pero aquellos niños con gatos violetas, turquesas, o naranjas, van a entender mi dilema. Me encuentro con un crucifijo y un gato deseoso de que lo hiera, de que junte sus cuatro patas tal extremidades de liebres, de perro o de ciervo, las lleve lentamente hacia el alambrado de púas y luego de ello, se escuchen gritos. Grito yo porque alguien está lastimando a mi gato, grito porque un día antes llegó a mi correo un recado, «cuidado con lo que haces». Gato que se flagela no es un gato bueno, y por eso decidí ayudarlo, llevando sus orejas hacia la mesada de mármol, arrepintiéndome luego, sería mejor tomar la engrapadora y convertirlo en un animal a la moda. Poco a poco iba tomando forma, no era un experimento de ciencias, no iba a llevarlo al colegio ni presentarlo como mascota. Era, en cambio, la prueba fehaciente de que la vida no viene color de rosas, tampoco establecida, ni hecha.
—Es un monstruo —les digo a mis compañeros de escuela, ellos se ríen me sacan de la bicicleta y hacen de mi estómago un sitio agradable para dar patadas. Nadie me cree, ni siquiera la maestra, los porteros o la directora.
Si continúan de esa forma van a transformarse en gatos, cruzar el umbral de lo humano y finalmente nacer.
¡Nacen! Los gatos nacen, salen de algún lugar misterioso, y se convierten en la competencia de uno, atrincherando las metas, cometiendo aberraciones y cortando orejas. Mi gato estúpido toma un cuchillo, aún débil, aún meditabundo y sigue cortando orejas, empezó con la enfermera, luego con mis padres y hace poco con la abuela, él no solo las corta, las tiene guardadas en la heladera. De vez en cuando se despierta a mitad de la noche, las observa, las aleja de mí, de nosotros, para que nadie escuche, las acaricia, admira besarlas, llevárselas a su cuerpo peludo y de color nauseabundo, indefinido por la desgracia de no ser ni gato blanco ni gato negro.
De ser gato —me digo a mi misma—, de ser un peligro, maúlla.
—Salí de ahí estúpido —trato de ordenárselo aunque sea más grande que yo, con miedo a que mis padres se levanten y terminen preguntándome por qué colecciono las orejas de familiares.
El gato, frente a ellos, el gato con la prueba del delito no es siquiera regañado, de eso me voy a encargar yo…
El inmundo me copia, empieza a susurrar. Y así su secreto permanece oculto.
—Narcisista —le grito. Quiere ser el más escuchado del mundo.
Él podrá hacerlo todo, eso seguro… mancharme el vestido, colgarme de sitios donde no es común colgar a la gente y disfrutar a menudo, pero si hay algo que nunca hizo fue mi mayor logro, aparecer en la biblia. Así como los santos son reconocidos por hacer milagros, yo seré reconocida por imitar varias descripciones mortíferas y sanguíneas de aquel libro gordo que le dispara la imaginación perversa y asesina a uno.
—Crucificado, estamos a mano —le digo.
De una vez por todas, el gato estúpido pudo obtener un color identificable.
—¿Qué color? —preguntaron.
—Y… rojo oscuro.
Mis padres se enteraron de ambas situaciones. Me alegra saberlo, están decepcionados de los dos por igual, de mi gato y también de mí. Lo único trágico es que aún no lo hayan sacado de la foto familiar.
Antonella Corallo
Autora
Nació en Argentina en agosto de 2003, vive en Ezeiza, cursa sus estudios secundarios. Suele plasmar en sus escritos problemáticas sociales, fue seleccionada en el concurso de Visiones 2020 de la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror, con su cuento «Papas», tiene cinco novelas escritas, aún no publicadas, su seudónimo es milrosass. Escribe para el diario de su localidad.
Berenice Tapia
Ilustradora
Demasiado perezosa para pensar en algo decente. Me gusta dormir y mi sueño más grande es poder vivir de hacer monitos. Las dos cosas más importantes que me ha enseñado la vida, son:
1) Estudiar arquitectura no vuelve rica a la gente.
2) El mundo no se detiene nunca, ni aunque estés llorando hecha bolita porque borraste accidentalmente un capítulo de tu tesis.