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Ilustración: Berenice Tapia

Antonella Corallo

Hubiera querido refugiarme en una casa, porque por lo menos podés ocultarte en las habitaciones, cerrar la puerta del baño y ponerte a llorar o, si sos valiente, jugar a una persecución adrenalínica. Sentir, en el suspenso del misterio, una frágil esperanza de vida mientras el fantasma, monstruo o lo que te ocasione miedo te persiga. Hubiera querido, primero que nada, sentir miedo y no sé cuál es la carga de paranoia que alimenta esta emoción.

—Nunca lo sentí —contesto cada vez que alguien me lo pregunta.

Y de ser verdad, me encontraría frente a la incógnita actual, cómo morir del susto? No es una tarea sencilla, más si convivís con monstruos y fantasmas desde que tenés vida. Cierro los ojos, nada de hipos y esa porquería, solo intento infartarme con la zombi esta, ¡desnutrida!, se ríe.

—Necesito terror, ¡asustáme!, ¡ahora, Ámbar! —le exijo.

—Pero si me ves siempre, ¿por qué te aterraría?

—Según todos, cada vez que se te cae la cabeza tendría que hacerme pis encima.

—¡Qué estúpidos! Soy una zombi, no un jinete.

Nos miramos por un largo minuto, Toby interfería para distraerme, se hacía el invisible con su capacidad de exhibir los fantasmas que tiene; sin embargo, por falta de expresión emocional o por graves problemas en su vocabulario, terminó diciéndoles a todos que se había convertido en fantasma. Claro que a nadie le importa, ¡que muera ignorante!, ¡que no sepa hablar! Total, los fantasmas no van a la escuela. Narra aquella noche a menudo, de cómo sus migrañas le volaron la tapa de los sesos, que cenaron muchos brócolis rojos después de eso y nuestra familia entera celebró ya que pudieron usufructuarle un gran banquete al dolor. El dolor simulaba ser mezquino, avaro, hasta que consiguieron exprimir el jugo de su cerebro, hicieron limonada sin limón, limonada de pensamientos muertos, ¡fue un furor!

—Gratis para todo el vecindario monstruoso —aseguró.

Sé cuál es el punto, el fantasmita de Toby quiere decirme que uno puede hacer cosas buenas con las cosas que nos dejan hechos bolsas. ¡Sí! Bolsas de consorcio, bolsas de supermercados y bolsas dentro de baúles, gritamos que el taxista acelere porque ya no sentimos asfixia, porque desconocemos cuánto más se podrá soportar. Es el momento, al carajo las canciones bíblicas y la cosa de implementar la otra mejilla, cada quien se hace monstruo, despiadado, feroz, ¡monstruo que no se espanta de los verdaderos monstruos!

—¡No me asustan un comino! —ya se lo dije a la Asociación de Terror, a los cuentos de casas embrujadas y a la película esa donde un extraño llama.

No tengo miedo, ¿por qué será? pienso mientras admiro cómo las ratas mutan y se convierten en el hombre sarnoso, la mala calidad de vida lo llevará a vivir en las alcantarillas, todos se asustan y lo acusan:

—Monstruo.

Pero nadie lo ayuda. Esto podría ser una casa, me gustaría. Sin embargo, la falta de horror amortigua mi caída, voy descendiendo del taxi, una y otra vez, de a poco, el hombre nos mira por el retrovisor, lo sé porque deslicé mi ojo, no nos pregunta cómo estamos, busca únicamente deshacerse de esta carga que arruina la fisonomía de la perfección ficticia, busca arrojarnos al lago. Intento que el baúl se rompa, pero nunca llega a hacerlo del todo.

Toby me dice que la asfixia no mata, el miedo sí, y entonces va haciéndose cada vez más fantasma. Es fácil adjudicarse una sobrenaturalidad total antes que analizar cada partecita y descubrir la etimología fantasmagórica que se desliza por estas paredes de madera y esta calabaza bien tallada. Los niños afuera con sus pieles bonitas y sus hombros en cada lugar. Alimentados, parejos, con ojos bien orbitados y juegos desafortunados se burlan con una crueldad mortífera. Copian a Toby, ¡lo imitan!

—Tener un fantasma no es lo mismo que ser un fantasma —le digo mientras choco su cuerpo metafísico contra las paredes, y me entristezco porque nada sangra, no hay ni una gotita que humedezca la boca, ni color que tiña los dientes, como lo merecen.

—El baúl del auto no tiene paredes.

—Pero yo quiero que sea una casa y ahora las tiene, lamelas con tu lengua de fantasma, o con lo que sea.

Quiere distraerme, ya lo dije y lo vuelvo a decir nuevamente, porque ahora, en esta competencia por sacarme de mi objetivo inicial, el hombre lobo me quiere disparar —con un arma de juguete—. Y si realmente tuviera confianza en sí mismo me clavaría los dientes pero no se atreve. Desfilo, lo incito, casi lo obligo, su pelaje tiembla, sus ojos se apagan lentamente y finaliza mirando el piso. Intento obligarlo, voy de un pequeño recoveco a otro, tocando a la zombi de Ámbar, posando en la calavera encantada; sin embargo, nada me asusta.

—Esas cosas provocan miedo —aseguran los niños de afuera, los que ahora deambulan festejando quién sabe qué, Halloween seguro. Niños, adultos y ancianos, coinciden en lo mismo: estos seres que están dentro del baúl deberían asustarme.

Clavo la mirada en Clotilde pero la ancianita desdentada me parece amable, hace mucho que no come, los huesos pintados de color piel le quedan bien. Cada vez somos más, y el baúl se vuelve más pequeño. Tuvimos otros taxis al lado, se fueron de paseo al lago… recuerdo a Drácula almorzando. Ahora somos un baúl único, lo extraño ¡sí que lo extraño! A falta de comida empezó a beber la sangre misma.

Todos nos miramos, y ninguno parece ser tenebroso, al menos no demasiado.

—Tampoco estamos para que salgan corriendo —confieso—, aunque… Lo que más aterra a la gente normal son la diferencias.

—¿Normal desde la cuna?

—Sí, normal desde la cuna.

—¿Cunas de oro?, ¿no?

—Obvio mi chiquita.

Viviendo con todos estos monstruos me dan ganas de hacer valer el apodo que se instaló.

—Hagan algo, ¡cómanme!, ¡cómanme con la boca y las manos!

Y si acá todos aceptan que les digan monstruos pero no hacen cosas de monstruos, yo voy a ser la primera en hacerlas, ¡son unos locos!

El hombre lobo no se resistió, su pelaje me quedó en la lengua, y yo seguí haciendo cosas; cosas que hacen los monstruos para ser llamados de esa forma; cosas que me encantan; cosas que te transforman, ahora, en un monstruo real… Salimos del baúl, nos escapamos, el hombre lobo por fin usó sus garras, la otra imbécil dejó de soñar con ropa nueva y chocolatada colaboró un poco aunque sea, ya somos más, creció la población teratológica.

¡Corrimos!, desnutridos pero fuertes, el hombre del taxi, el hombre que nos tenía ocultos bajo un porcentaje mortífero, no se dio cuenta.

Y así, llamándonos de manera errónea «monstruos», pedimos un pedacito de pan; pan que fue negado, pan celular y cartera que finalmente fueron arrancados de sus manos. La zombi, Ámbar, comenzó a comerse varios empresarios, hombres de portafolios con billeteras gordas, y estereotipos desmesurados. Vi cómo aprendía a tragarse las narices, a digerir increíblemente los párpados, a separar las pestañas porque son incómodas en la garganta y, cuando tenga más hambre y el estómago la retuerza entera, va a volver por esas pestañitas que dejó.

—Van a temernos, van a vivir paranoicos, pero tranquila, igual van a sacar al perro por la tardecita, lavar el auto a las once de la noche y ostentar sus celulares para que las manos se hagan todavía más ricas.

—Nadie parece tener apetito, nosotros solamente —comentó.

—Eso pasa cuando no se come seguido, le pasa a un humano, a un conejo, a una jirafa, a un mutante, ¡o hasta a un mosquito!

Toby provocó infartos a varios ancianos, pero luego se quedó anonadado con un juguete, ¡con un peluche verde!

—No estamos para eso, Toby, somos monstruos, ¡somos monstruos!

Hicimos lo que teníamos que hacer, lo que hacen los monstruos, lo que se espera de nosotros, lo más feo, y una vez ejecutado, posiblemente hayamos salido en los noticieros, ahora llamados monstruos con razón…

—¿Y, antes de ser monstruos, qué éramos?

—Pobres ignorados, hija. No quería decírtelo así pero… Siempre fuimos monstruos para ellos.

Antonella Corallo

Antonella Corallo

Autora

Nació en Argentina, en agosto de 2003.

Vive en Ezeiza, cursa sus estudios secundarios. Suele plasmar en sus escritos problemáticas sociales. Fue seleccionada en el concurso de Visiones 2020 de la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror con su cuento «Papas». Tiene cinco novelas escritas, aún no publicadas, su seudónimo es milrosass. Escribe para el diario de su localidad.

Berenice Tapia

Berenice Tapia

Ilustradora

Demasiado perezosa para pensar en algo decente. Me gusta dormir y mi sueño más grande es poder vivir de hacer monitos. Las dos cosas más importantes que me ha enseñado la vida, son:
1) Estudiar arquitectura no vuelve rica a la gente.
2) El mundo no se detiene nunca, ni aunque estés llorando hecha bolita porque borraste accidentalmente un capítulo de tu tesis.

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