Catalina Fernández
Por encima de capó, Thiago, debido al choque, se precipitaba al asfalto. La nariz le sangraba, los ojos le lloraban, el cuerpo dolía, los recuerdos dolían. Su mente era no sólo una cámara que grababa todo detenidamente, si no un cine donde el único espectador era él. Volteó la cabeza y pudo ver a su hija, Julia de apenas trece años, se protegía la cabeza con la mochila en un intento desesperado (pero vano) de protegerse de los golpes y cortes; gritaba y cerraba los ojos con la esperanza de que la pesadilla terminara, de que nada fuera real.
Tick, Tack, Tick, Tack…
El conductor de frente se veía sorprendido y aterrado. Había perdido gran parte del control y su acompañante miraba hacia atrás, donde un niño estaba tendido. Parecía haber recibido gran parte del impacto, pues el choque fue fuerte.
El auto chocó tan fuerte al del frente que lo deformó en su totalidad, Thiago, distraído, no llegó a frenar a tiempo. Entonces él y su hija se precipitaron al cristal, atravesándolo. Thiago vio todo como si todo sucediera en cámara lenta y su hija, todavía con la mente en la pelea, tomó la mochila como un acto reflejo, a modo de estar en las puertas de la escuela.
Tick, Tack, Tick, Tack…
— ¿Podes dejar de mirar el celular? — su padre miraba a Julia y a la avenida alternativamente.
—Pa, llevamos como media hora acá. No hablas, no haces nada… ¿Qué querés que haga?
—Yo estoy manejando. Tengo que prestar atención en el camino. Vos, en cambio, tendrás que usar ese cerebro para otra cosa que no sean los jueguitos.
—Ok, entones sigo con la novela…
—No leas en el auto, te mareas— su hija lo miraba con ojos impotentes. Siempre había algo, nada estaba bien…
— ¿Y entonces?
—Yo qué sé, Julia, usá la imaginación, ya casi llegamos al colegio.
—Ya cerraron las puertas pa, no puedo entrar más.
—¡Pero si apenas son las siete!
—Siete y media— le mostró el celular enfundado en rosa chillón.
—Te soy sincero, no doy para más… Todo me sale mal, nada lo haces bien y yo, como un boludo, estoy atrás juntando todo lo que dejás tirado por ahí…
— ¿Y vos qué te pensás que hacía mamá?
—Y…
—Vos nunca estabas en casa, parecía que tenías una vida paralela.
—Escúchame, pendeja maleducada, vos no me podés decir esas cosas…
— ¿Por qué? ¿Escuchas algo que sabes que es verdad? — padre e hija se miraban a los ojos fulminándose mutuamente.
—Creo que te conviene callarte.
—Parece que culpas a mamá por morir.
Eso, para Thiago, fue un golpe bajo, lo dejó atolondrado, contra las cuerdas, mientras su hija le seguía tirando golpes aún más hirientes. Empezó a pisar cada vez más profundo el acelerador, sin ver enfrente, sin ver quién estaba a su lado. Hace mucho que quería hace eso ¿Por qué no ahora? Quedó en tal estado que no escuchó cuando ella gritó desaforadamente
— ¡CUIDADO!
Tick, Tack, Tick…
Avanzando cada rato y de a poquito, se encontraban en el pleno embotellamiento en la General Paz. Thiago golpeaba el volante con impaciencia.
—Golpear el volante no va a hacer que pasemos más rápido.
Thiago ignoró a su hija. Estaba preocupado. Desde el viernes, todo parecía al revés. La casa se sentía vacía y silenciosa. Cuando ella estaba, todo parecía vivo; pero se fue y todo se volvió gris. Lloró mucho, pero en silencio, no quería afectar a Julia, aunque esa niña tenía más fortaleza de lo que creía, el funeral de su madre fue hace dos días y, sin embargo, ese día ya estaba de camino al colegio.
Sólo eran su hija y él, pero Thiago no estaba muy satisfecho. Nunca se pondría a elegir, pero lo daría todo porque vuelva. Sólo unos segundos, despedirse como correspondía y quitarse aquella última imagen de la cabeza. Era despertar con la visión de su esposa moribunda, conectada a cientos de tubos, esperando un golpe de gracia que la resucitara o terminara con todo. Su cara lívida, sus ojos ojerosos, el pelo, antes rubio y largo como el de una publicidad de cosméticos, ralo en algunos sitios y carente de ese brillo que tanto le atraía. Le recordaba a aquella visión de la mujer de “El almohadón de plumas”, sólo que no había ningún parásito. De alguna manera eso hubiera sido mejor.
Tick, Tack, Tick…
—Hola papá. — le dijo Julia desde la mesa de la cocina. El comentario lo volvió a la realidad. Tenía la jarra de la cafetera a medio camino de la taza. Paula, con el uniforme de horribles tonos marrones, pero con su toque negro de rebeldía, mirándolo todavía colgada del sueño que acababa de salir. — ¿Cómo anda la mañana?
—Terrible.
—Déjame adivinar: el café está muy amargo.
—No, pero ahora que lo decís también ¿No notas algo raro?
—Mmmm… ¿Tenés un ojo más grande que el otro?
— ¡No! — le lanzó una mirada de hastío, pero algo dolido ¿Siempre tuvo un ojo más grande? — Mírame mejor, nena. — con desgano, Julia lo observó de arriba a abajo. Se limitó a encogerse de hombros. Siempre nada, siempre todo. Así era su viejo.
— ¡La mancha rosa! — Thiago puso ojos como platos y con el índice la señaló…
—No se nota, papá.
—Pero te digo que sí. Además, esto es un garrón ¿No entendés que solo usando un buen traje pulcro y de calidad te toman en serio en un laburo como este?
— ¿En una empresa de seguros?
— ¡Y sí! Para ascender y cobrar un sueldo respetable… — Julia dejó de escuchar. La misma palabrería de todas las semanas. Que los impuestos aquello, que el trabajo lo otro… Disimuladamente prendió la pantalla del celular: 6.45
—Papá.
—…y por eso no tenemos que dar la mano a torcer…
—Papá.
—… ¿Sos consiente de que el 50% de la sociedad…?
—PAPÁ. — Thiago la miró con las manos en el aire a la mitad de un gesto. — Son menos cuarto.
Tardó por lo menos cinco segundos en reaccionar. Tomó el café de un trajo, se tragó la tostada de dos mordiscos y le hizo una seña a Julia, que apuraba la chocolatada. Tomaron todo y se fueron al auto.
Tack, Tick…
El despertador con su sonido de taladro lo despertó por lo menos una hora antes de lo que él lo había puesto. “No vale la pena quedarse en la cama, ve ¡haz algo!” se dijo. Tomó una ducha, pero al salir quedó rojo (demasiado rojo) por el agua que estaba muy muy caliente. Luego se vistió… Pero ¡sorpresa! Nada le quedaba bien. Una mínima mancha rosa, producto de un percance con lavandina, atormentaba la solapa de su traje gris claro. Y eso lo atormentaba porque si tenía esa gran, pero gran mancha, en un lugar tan visible como una solapa todo el mundo lo señalaría y harían bromas al respecto. “Che, Thiago, ¿ahora se te da por las manchas rosas?” o “Se te calló un poco de maquillaje” o hasta “Que linda chaqueta, es de…”
Era más sencillo preocuparse por nimiedades que afrontar todo el dolor que lo carcomía, lenta y silenciosamente, por dentro. Anoche, soñó con su esposa. Era tan joven como el día que se conocieron. Se la veía bien, sana y feliz. Pero de repente, su piel se volvió cada vez más delgada y lechosa, su espalda se encorvaba y el cabello se le caía. Frente a él se hallaba la mujer que había amado, la mujer que se había visto obligado a matar, cada vez se descomponía más y más hasta ser un puñado de polvo.
Mientras Julia no estaba, en la tarde se permitió derramar algunas lágrimas. Se murió el viernes, la enterraron el sábado y se suponía que debía adaptarse a su falta desde ese día, No era justo, para nada justo. Debía ser fuerte por otras personas, pero ¿quién sería fuerte por él?
Tack, Tick…
Todos (amigos, familiares, conocidos…) estaban presentes en su casa con su ropa negra sencilla pero exclusiva para eventos como este. No se veía tanta gente junta y conversando en cualquier otra ocasión. Tampoco a tantas sonrisas vacías y caras largas. Todos lamentaban algo, todos pensaban en el momento el que el reloj parase.
Thiago recibía el pésame de hasta personas que no conocía. Tantas caras conocidas, tantas desconocidas (como la suya), tantas lágrimas vacías y tantos ojos secos. A lo lejos estaba Julia, mirándola como si fuera la primera vez. Algo se rompió dentro de su padre.
Tick…
En el hospital, junto a su esposa que dolorosamente agonizaba en la cama, se hallaba Thiago, observándola abstraídamente. Tumor cerebral, incurable y extremadamente doloroso. Ella ni los ojos podía abrir. Ya estaba con un pie en el otro lado. Los doctores querían que volviese a casa, que gozara de la vida que le quedaba ¿Qué podría gozar si hasta pensar costaba?
Thiago no toleraba verla así. Si bien desde hacía meses que se encontraba mal, siempre negándose a ver a un doctor por su pequeño grado de latrofobia, y de un día para el otro cayó derecha sobre el suelo de la cocina. De un día para el otro su esperanza de vida se acortaba.
Su esposo tomó una bolsa de plástico y, luego de corroborar que no hubiera ninguna enfermera, se la colocó en la cabeza. Se sentó a observarla, ni fuerzas tenía ya para defenderse. Y él derramaba lágrimas silenciosas, se mordía la mano para contener el llanto. Odiaba tener que hacer esto, pero se lo había prometido. Le hizo una promesa porque la amaba. Y mucho.
Tack…
Terminó el informe, agarró su taza de café y bajó hacia la cocina ¡Por fin vacaciones! A partir de ese momento, por las próximas dos semanas, no tocaría ni una vez la computadora. Planeaba darle una sorpresa a Julia yendo a Mar del Plata ese fin de semana. El lunes y el martes faltaría a clases y disfrutarían de la playa, del mar…
Sus pensamientos se detuvieron. Miró hacia abajo. Se encontró con la imagen de su esposa en el suelo en una forma muy inusual.
—Sarah
Tick
—Sarah
Tack
— ¿Sarah?
Silencio.
Autora
Catalina Fernández
Ilustrador
Arturo Cervantes
Ilustrador
Una oscura noche de verano, el abismo abrió su boca infernal, dejando escapar un ser etéreo y terrible, que devoraría todo a su paso con su furia. Eternamente manchado de acuarelas y las almas de los incautos que obtienen lo que desean, se mueve por el mundo deslizándose por entre las cerraduras. También me gustan los gatitos y el té.