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Ilustración: Caro Poe

Gabriela Alfred

Hay ciertas ideas que nos vienen de repente y se vuelven una obsesión en esa milésima porción de tiempo en que les toma caerte, como una gota de lluvia que toma su tiempo en aterrizar en tu piel, pero te comienza a estremecer los nervios desde el momento en que te va recorriendo la espalda, llevándose tu cálida y seca quietud y dejándote ahora una incomodidad punzante. No sé si a todos, pero a mí esas ideas-gotafrías me encuentran siempre. Algunos lo llaman ansiedad compulsiva, pero para mí solo es un gaje del oficio, por ponerlo así, y creo firmemente que todos las tenemos. La diferencia es cómo las tomamos: para algunas personas esas ideas pueden espantarse como si fueran moscas a su alrededor, mientras que para otros las ideas son como una mariposa que decidió posarse en vos y que haces todo lo posible por no asustar y que te deje antes de que la hayas podido admirar en todo su esplendor.

Es que esas ideas no siempre son malas, aunque en un inicio traigan esa pérdida de confort en la que, momentáneamente, me encontraba. Algunas son motivantes, otras esperanzadoras, otras accionadoras, otras desgarradoras… en fin, las ideas asociadas a un sentimiento las debe haber en la misma cantidad que los colores, o sea, potencialmente infinitas.

Esta vez, la idea que quiero transmitir me asaltó en un momento en que por mi cerebro corrían miles de ideas ajenas, pues estuve leyendo acerca de todo lo que se pensó y dijo, hasta ahora, de la pandemia mundial. Y se dijo muchísimo, ¡si hasta Zizek ya escribió un libro completo sobre esto! En fin, estuve muy ocupada repasando una y otra vez esas decenas de pensamientos vertidos, no con un afán meramente enciclopédico ni por paranoia, simplemente por trabajo. Y entre tantos conceptos, simples y complejos, a título de no sé qué, se filtró la palabra memoria en mi cabeza. Quiero decir que ninguno de estos autores, al menos de los que alcancé a leer, hablaba específicamente de la memoria de la manera en la que a mí se me vino a la mente, por ahí solo leí la palabra de pasada en un texto donde era usada como un mero adjetivo, o un conector hacia otras cosa, es decir, algo completamente periférico, pero mi ser, mi mente, mi corazón, decidió ponerla al centro de mis pensamientos, la idea había echado raíz y ahora solo quedaba ver en qué florecía.

¿Por qué memoria? Hice una retrospección para entender el origen verdadero de esa idea, ya que evidentemente no fue el texto circunstancial en la que la vi, ese solo fue el recordatorio de que esa palabra ya la había puesto en un pin en mi cabeza en algún momento del pasado cercano, en un contexto diferente, donde tenía toda la importancia del mundo. Entonces fui hacia atrás y revisé lo que esa palabra, memoria, significaba para mí y por qué, además, me inquietaba en este momento.

Entre idas y venidas, jugando con la idea y mis recuerdos, armé una cadenita mental que me llevó a un reto de lectura que hice en enero: en él, tenía que elegir un libro de una mujer que me haya recomendado otra mujer que yo admiraba. Elegí Mujeres en pie de guerra de Susana Koska que me regaló una querida amiga y no solo porque yo la admiro, sino porque es un ser admirable. Pero, para seguir, tomé este libro, que es una recuperación de la historia oral y política de las mujeres españolas en el siglo XX, sobre todo en el marco de la guerra civil española, y me sumergí de la mano de Koska en sus memorias. Mujeres, ancianas ya, rememorando en el siglo XXI experiencias únicas de su pasado, joyas de una realidad paralela, porque todo pasado ocupa otra dimensión espacio-temporal, ¿no? Por lo que es una realidad paralela, accesible para mí porque ellas decidieron darle luz a lo que solo ellas saben que pasó.

Todos intuimos el paso del tiempo y su inexorabilidad, de pequeños a grandes, pero de la intuición a la conciencia hay un gran paso, cada quien lo toma a su momento y le da la importancia que a cada quien le parece que deba tener y, conforme vamos transitando la existencia del punto A al punto B, vamos creando memorias, tejiendo recuerdos, llegando a la vejez como una caja que puede ser una caja de sorpresas o una caja de pandora, depende de qué hayas hecho con eso llamado vida.

Antes de leer Mujeres en Pie de Guerra, sin embargo, había leído varios libros de Svetlana Alexiévich, esta escritora bielorrusa que con tanta maestría y poesía supo extraer los recuerdos más dolorosos de las personas que entrevistó. Qué precisión quirúrgica, para desenterrar los detalles más hermosos y también los más estremecedores del corazón de personas rotas. Svetlana te demuestra que por más vacío que alguien parezca a primera vista, basta con un pequeño y certero golpe de bisturí en su memoria para que la luz de sus recuerdos empiece a salir y salir a borbotones. Qué riqueza histórica, psicológica, emocional y mental supo extraer Svetlana de las personas. Su libro La guerra no tiene rostro de mujer recopila, nuevamente, la voz de esas ancianas que guardan un tesoro que, de no ser por Svetlana, se hubiera perdido para siempre. Solo de pensarlo se me encoge el corazón y ahora que esta línea de pensamiento me ha llevado hasta aquí recién entendí por qué la idea que se me pegó en la piel, que parte del concepto «memoria» vino también asociada con la angustia.

Al comienzo de esta pandemia, escuché la expresión «boomer remover» en un video, en el que quitaban importancia a un virus que se ensaña con las y los ancianos, principalmente. Presentí un alivio en la persona que empleaba tan a la ligera un concepto tan atroz. Seguro que para el capitalismo no cae nada mal deshacerse de la fuerza no productiva, pero aún ahora, cuando las cosas han ascendido a escalas más catastróficas, se puede percibir esa atmósfera de indiferencia ante lo que supondría, no solo la pérdida de un sector poblacional «inactivo», sino de algo mucho más importante: la memoria.

Leyendo a Svetlana me di cuenta de que una oportunidad se me había ido para siempre: hablar con esas mujeres que vivieron la experiencia de la Guerra del Chaco, porque parte de la literatura de mi país está signada por este acontecimiento, es una de las heridas más dolorosas. Crecí leyendo literatura que aludía a esa terrible guerra, psicológica y física, pero siempre contada para y por los hombres… Claro, los combatientes. Pero toda esa otra historia, la vivencia de las mujeres en esos tiempos, los miedos, sentimientos, emociones y luchas diarias de ellas no existen, no existen porque nunca se materializaron en su voz, mediante sus palabras, y ahora no puedo rescatarlas más, porque esas mujeres ya no existen en este mundo conmigo. Y ahí caí en cuenta de que todo es posible mientras haya vida, pero, cuando una persona muere, se aleja irremediablemente de ti, ya nada es posible entre nosotras, sin importar lo que haga. Entonces, ¿tendría que resignarme a perder de la misma manera los recuerdos de ese tiempo que fue antes de mí? ¿Y todas y todos conmigo?

En tiempos pasados los ancianos fueron los más venerados por el solo hecho de poder contar historias, porque es el tiempo que acontece lo único que te da el derecho a poder contar historias y ahora solo son una carga improductiva. Porque salvar lo único que nos une, un pasado compartido o del cual venimos, no es importante en un mundo donde el conocimiento histórico es ya, de hecho, subversivo. A mí no me alivia que este virus se ensañe con las y los ancianos… Al contrario, me llena de miedo, me niego a vivir en un mundo sin memoria.

Siempre creí que dejar que un niño crezca con sus abuelos es un regalo para ambos, los niños y los ancianos saben escucharse mutuamente. Observando a los ancianos que yo conozco, desde mi abuela a desconocidos, me doy cuenta de que hay una cosa que les mantiene la vitalidad más que nada: poder ir sacando poco a poco las alegrías, tristezas, rabias y miedos e ir depositándolas en otros como recuerdos; en fin, dejar este mundo ligero, pero con la certeza de que todo lo que se vive no ha sido en vano. Eso es lo verdaderamente humanitario: sentarnos a escucharlos, regalarles nuestro precioso tiempo, robarle horas a la vida, construir nuestra historia conjunta. No es el virus, es un sistema económico el que quiere quitarnos este ritual atávico y no es poca cosa, es otra guerra por quién se arroga el único derecho a esgrimir una memoria oficial, que nos norme a todos por igual, un darwinismo social que también limita los pensamientos, reduciéndonos a meros buscadores de ficheros bibliográficos, quitándonos el derecho a escuchar y, en su momento, ser escuchados, es decir, que nos niega esa fundamental relación con la otra, con el otro.

Autora

Gabriela Alfred

Gabriela Alfred

Ilustradora

Caro Poe

Caro Poe

Directora de Diseño

Diseñadora gráfica.

Soy encargada del departamento de Diseño e Ilustración de este hermoso proyecto. Estudiante de Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Como no soy escritora, encuentro de gran complejidad describirme en un simple párrafo, pero si me dieras una hoja, un bolígrafo y 5 minutos, podría garabatearlo.

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