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Santiago Clemente

El castellano ocupa un lugar preponderante en la cultura occidental. No sólo por cantidad de hablantes, nativos o no, sino por la importancia y la influencia de la producción intelectual y literaria escrita en ese idioma. Don Quijote de La Mancha, elegida varias veces como la mejor novela de la historia y la obra más traducida sólo detrás de la Biblia, fue escrita en nuestro idioma. Desde esta obra y hasta la actualidad, la lista de clásicos que ha aportado tanto España como los países hispanoamericanos es interminable, va desde el Libro de Buen Amor del Arciprestre de Hita hasta Cien años de soledad de García Márquez. Precisamente, la publicación de esta novela marcó lo que se llamó el Boom latinoamericano, fenómeno que ha sido discutido, elogiado, refutado y criticado por editores, críticos, periodistas, intelectuales y propios escritores durante el último medio siglo.

Mucho se ha dicho sobre la diversidad, la calidad y la capacidad de la literatura hispanoamericana, a menudo centrándose demasiado en los autores más conocidos o más leídos. Pero, con frecuencia, estos han opacado a otros tantos que escribieron obras igual de buenas o incluso superiores. Lo que sigue son recomendaciones de los que considero los cinco prosistas más perfectos de Hispanoamérica.

Ficciones y El aleph, Jorge Luis Borges

Me resulta imposible escoger uno de estos dos. Tal vez Ficciones tiene los cuentos más “eruditos” y El aleph tiene cuentos más accesibles, pero en estos dos volúmenes se concentra el núcleo del mundo borgeano: bibliotecas infinitas, laberintos de tiempo, autores y obras apócrifos, mundos enteros que surgen de un libro y empiezan a reemplazar al mundo que conocemos, malevos que encuentran su destino en la punta de su cuchillo. La influencia de Borges es incalculable, pero ahora quiero rescatar a tres autores anglos: Philip K. Dick, el más borgeano de los escritores de “sci fi”, con novelas y cuentos en las que los personajes a menudo dudan o se cuestiona su realidad; Neil Gaiman, autor de The Sandman, una novela gráfica que Borges no hubiera desdeñado firmar como propia; y Grant Morrison, que introdujo muchos elementos borgeanos en el mundo del cómic. Casi todo lo que produjo Borges cuando se quedó ciego no fueron más que “autoimitaciones” deslavadas de lo que escribió acá.

El llano en llamas y Pedro Páramo, Juan Rulfo

Si omitimos un guion novelado aparecido en 1980, Rulfo no publicó más nada, así que bien podemos considerar sus dos libros como uno. Siempre digo que si no fuera porque primero leí Cien años de soledad, Pedro Páramo sería mi novela favorita. Conozco muy pocos autores capaces de traficar poesía con la brevedad y la intensidad con que lo hace Rulfo. Más aun, cómo hace para extraer belleza de paisajes inhóspitos como pueblos fantasma, páramos resecos, comunidades grises como la ceniza de un volcán. Gracias a Rulfo descubrí la belleza, la tristeza y el humor de México. Porque sí, aunque no lo crean, también tiene pasajes de un humor negrísimo.

Hijo de hombre, Augusto Roa Bastos

No soy fan del indigenismo, el regionalismo o cualquier corriente que pretenda vindicar o denunciar la explotación de los pueblos originarios en manos de capitales locales o foráneos, me resulta ajena, por no decir también predecible y aburrida. Cuando empecé esta novela pensé que se trataría de otro de estos artefactos anacrónicos como Huasipungo, El reino de este mundo u Hombres de maíz. Sin embargo, es algo completamente diferente. Aunque en efecto, la novela es un intento de rescatar una memoria histórica de Paraguay, desde el fin de la Guerra de la Triple Alianza hasta la Guerra del Chaco, la escritura de Roa elude los lugares comunes y el tono panfletario o paternalista que suele lastrar otras obras. Más cerca de Faulkner o de Conrad, no juzga, no exalta ni condena, sólo muestra, con una crudeza por momentos estremecedora. La violencia de los yerbatales, el estoicismo de figuras como Macario, el escepticismo de Miguel Vera, el protagonista principal, y sobre todo, la angustia, la fiebre enloquecedora de la sed en el Chaco boreal. Todo esto se conjuga en esta novela increíble, que cuenta con dos versiones (la original de 1960 y una revisada y ampliada de 1983), que debería ser más conocida.

La vida breve, Juan Carlos Onetti

No leí tanto de él como quisiera, y los cuentos no me parecen las obras maestras que otros dicen que son, pero si tuviera que quedarme con un sólo libro de Onetti, sería con La vida breve. Onetti engancha desde el comienzo, y a diferencia de Borges, Rulfo y Roa, su escritura es más enredada, más espesa, con una ruptura bastante peculiar de la sintaxis y la adjetivación más sorprendente que he conocido. Es imposible contar algo de la novela sin temor de arruinar la lectura, pero lo intentaré: Juan María Brausen trabaja en una agencia de publicidad y su jefe, Julio Stein, le encarga un guion de cine. Brausen la está pasando mal: a su mujer acaban de hacerle una mastectomía, se la pasa todo el día llorando o durmiendo, y es evidente que su relación está muerta. En un intento por escapar a la falta de sentido en la que se encuentra, Brausen empieza a escuchar a la vecina del departamento al lado, que se acaba de mudar. Y al mismo tiempo, la excusa del guion le sirve para imaginar una ciudad a orillas del río, más bien un pueblo, donde vive un médico, que recibe la visita de una mujer, al mejor estilo de novela negra. Desde este punto de partida, Onetti va desplegando un juego de ficciones increíble, que rehúye los malabarismos verbales gratuitos o la mera metaficción. En esta novela hay mucho más que eso, y ahora que la retomé después de diez años me resulta más arrolladora y atrapante que entonces, tal vez porque ahora lo entiendo mejor. Por cierto que sus novelas cortas también son obras maestras.

Glosa, Juan José Saer

A Saer lo llaman “el mejor escritor argentino después de Borges”, y algo de eso habrá para merecer semejante calificativo. Muchas cosas suyas me dejaron frío o me aburrieron (sobre todo las últimas), pero hay tres novelas que me partieron la cabeza: El limonero real, Nadie nada nunca y Glosa. Las dos primeras tienen un arranque experimental que puede resultar agotador al neófito. La tercera, en cambio, es más accesible sin demérito en la calidad. Escrita a partir de la estructura de El Banquete de Platón, la trama es sencillísima: dos amigos que caminan durante veinte cuadras a lo largo de una calle del centro de Santa Fe (San Martin, hoy peatonal) y uno de ellos le refiere al otro el relato de la fiesta de cumpleaños de un amigo en común… que a su vez le fue referido por un tercero, ya que ninguno de los dos asistió. Con esta estructura de relato en forma de cajas chinas, Saer arma una novela impresionante, sobre los temas que recorren toda su obra: el paso del tiempo, la memoria, la posibilidad de narrar lo real, lo precario de cualquier relato, y lo efímero de la propia vida. Porque hacia el final, Saer hace un salto y nos develará el destino final de los personajes, hasta culminar en un párrafo que es de los más intensos que leí, antes de volver al presente de la narración como si nada. Intensísimo, accesible, perfecto. Un autor imperdible, un viaje de ida.

Hay varios más que el espacio y la arbitrariedad dejan necesariamente afuera. De cualquier manera, cualquiera de estos autores pueden servir como puerta de entrada a descubrir a otros muchos menos conocidos, pero creadores de mundos fascinantes e imperecederos.

 
Santiago Clemente

Santiago Clemente

Redactor

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