Santiago Clemente
Con la entrega a Mariana Enríquez del Premio Herralde se confirma no solo el predominio de figuras femeninas frente a un histórico dominio de los varones, sino también una mayor institucionalización de este proceso. Cada vez más, nombres como Samanta Schweblin, Selva Almada, Guadalupe Nettel, Valeria Luiselli o Mónica Ojeda aparecen en diarios y revistas, a propósito de un premio o la aparición de un nuevo libro. En este grupo, sin embargo, Mariana Enriquez se distingue por una particularidad: es la única que reivindica y se inscribe en la tradición de una literatura de género.
Nacida y criada en Lanús (una ciudad ubicada en las afueras de Buenos Aires), pasó su infancia durante la última dictadura argentina (1976 – 1983), en una zona que sufrió especialmente las políticas económicas del régimen. Años después se trasladó con su familia a La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, donde transcurrió su adolescencia y sus años universitarios, estudiando la carrera de Comunicación Social. Pese a que ya tenía dos novelas publicadas (Bajar es lo peor, de 1995, y Cómo desaparecer completamente, de 2004), Enríquez logró su consagración con dos libros de cuentos, Los peligros de fumar en la cama (2009) y Las cosas que perdimos en el fuego (2016). En ellos hace una personal fusión entre convenciones clásicas del terror (aparecidos, necrofilia, brujas, maleficios, casas encantadas, monstruos) con elementos propios del folklore popular de su país, sobre todo del Litoral (región de la que es oriunda su abuela), sin rehuir, en algunos textos, a una cuota de crítica social. En paralelo, ha publicado otras tres novelas, Chicos que vuelven (2010, escrita a partir de un cuento de Los peligros…), Este es el mar (2017) y Nuestra parte de noche (2019), que solo por su extensión (680 páginas) puede considerarse el proyecto narrativo más ambicioso de la autora hasta el momento, en el que concentra todas las obsesiones exploradas en sus libros anteriores, desde el trasfondo de la dictadura y el mundo del Litoral hasta el interés por las sectas, lo esotérico y lo siniestro. Esta última ha sido la galardonada con el Herralde, que otorga la editorial Anagrama.
Me interesa ahora citar a los dos miembros del jurado cuyos fallos aparecen en la página de la editorial y se han reproducido en todos los medios. Mientras que Gonzalo Pontón Gijón dijo que «Nuestra parte de noche desborda las convenciones del género al que se adscribe – cultivado de forma admirable, pletórica de imaginación – para elevarse a la categoría de novela total, abierta a grandes asuntos», Juan Pablo Villalobos no duda en inscribirla en «una tradición que podríamos denominar como “La Gran Novela Latinoamericana” (…) una estirpe de obras tan disímiles, pero igualmente ambiciosas y desmesuradas, como Rayuela, Paradiso, Cien años de soledad o 2666». Estos comentarios exhiben dos cuestiones de las que el reconocimiento de Enríquez ha resultado ilustrativo: una que obedece a una tradición crítica elitista, y otra que podemos calificar, siempre dentro del campo de la literatura, como una operación política.
Junto con Luciano Lamberti, Enríquez es uno de los pocos autores argentinos que se sienten más cercanos a la tradición literaria estadounidense o británica de terror que a la tradición nacional, podríamos decir, que cambiaron a Borges por Stephen King. Casi no hay entrevista o charla en la que Enríquez no menciona al hombre de Bangor (llegó a decir que le daría el Nobel), e incluso participó en un libro de ensayos de escritores que lo toman como referente, The King, en un gesto reivindicativo frente a ciertos sectores académicos (encabezados por Harold Bloom) que siguen considerando al autor de El resplandor como un escritor de consumo sin valor literario. Lo curioso es que cuando una obra de género resulta sobresaliente (pienso en Solaris de Stanislaw Lem o Drácula de Bram Stoker) se apresuran a apropiarse de ella, sacándola de su contexto original, o poniéndola en relación con él como una anomalía, que sólo usa sus procedimientos como excusa y no como un lugar desde el cual abordar cuestiones que serían patrimonio exclusivo de la Gran Literatura. En este sentido, la lectura de Pontón Gijón va en contra de todo lo que Enríquez viene sosteniendo desde hace años en entrevistas, charlas y sobre todo, en su propia obra. La aclaración que pone en medio de su elogio, al decir que la autora cultiva «de forma admirable, pletórica de imaginación» el género que practica, no hace más que confirmar esto, apenas una concesión piadosa para con los lectores y un gesto tranquilizador para sus colegas, como para cubrirse las espaldas de los posibles cuestionamientos por haber premiado, horror de horrores, una novela de terror.
En otro orden de cosas, es difícil leer la opinión de Villalobos sin arquear las cejas. La categoría de Gran Novela Latinoamericana huele a naftalina desde las primeras sílabas. La comparación no es inocente, por más que, de nuevo, se pretenda matizarla, en este caso con un adjetivo (disímiles). Tres de las cuatro novelas que menciona Villalobos aparecieron durante el Boom latinoamericano, en un contexto de gran efervescencia literaria, editorial y política que permitió la publicación y circulación de obras hoy consideradas ineludibles en la literatura del siglo XX.
Al margen de la discusión ya agotada y superada sobre la duración, el carácter o la importancia del Boom, leer una novela actual desde la novela latinoamericana de los sesenta es, en el mejor de los casos, un anacronismo, y en el peor, un autoritarismo. Desconocer, alevosamente o no, todo lo producido a partir de los años ochenta en Latinoamérica, precisamente cuando se agotó el modelo de Novela Total y se impuso un regreso a una narrativa más convencional y alejada de los tópicos exotistas del realismo mágico y la discusión con la tradición histórica y literaria, es negar toda una producción que ha dado a no pocos excelentes escritores. Con esto no quiero decir que la Novela Total haya desaparecido de Latinoamérica (véase Los sorias de Alberto Laiseca, La violencia del tiempo de Miguel Gutiérrez o Porque parece mentira la verdad nunca se sabe de Daniel Sada, todas aparecidas en los noventa), pero sí que se volvió una tendencia minoritaria, y que poco o nada tiene que ver con sus antecesores setentistas, como no sea la extensión. Alcanza con leer los primeros capítulos para darse cuenta de que Nuestra parte de noche está mucho más cerca de Ojos de fuego que de Terra Nostra. El problema parece ser que, para las editoriales y la crítica europeas, Latinoamérica sigue siendo ese continente exótico, poblado de muertos que resucitan, nahuales, escritores que viajan a París y parranderos que se dedican a hacer retruécanos mientras recorren los bares y burdeles del Malecón de La Habana. Y van a seguir leyendo lo que se produzca acá desde esos parámetros.
Hechas estas consideraciones, queda la duda de si la entrega del Herralde a Mariana Enríquez obedeció a la calidad de su obra o a un intento de subirse al tren de la tendencia actual de premiar a escritoras. Aunque en lo personal no me quedan dudas de la primera, no puedo dejar de pensar si para el jurado, con mayoría de hombres por una persona, habrá pesado lo segundo.
Santiago Clemente
Redactor