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Foto: Caro Poe

Paulo Augusto Cañón Clavijo

Está solo. Al menos eso creo yo; el otro hombre, sumergido en el océano, parece ajeno a él. Su figura es tal como yo la recuerdo, o es el recuerdo general que tengo, no el de sus últimos días, sino el de la imagen que se forma a medida que vamos conociendo a alguien y lo vemos una y otra vez: la cristalización de sus formas en la memoria.

Hay algo en la foto que siento propio. Como si en aquel lugar donde nunca estuve, junto a las personas que amé, estuviese guardado secretamente algún fragmento de lo que soy, una parte de mí que nunca ha estado junto a las demás, pero que existe y me hace falta. Al ver el paisaje me siento incompleto, como si con la ausencia de mi tío hubiese perdido algo importante que nunca tuve.

Está de perfil, apenas lleva una pantaloneta, unas sandalias y un tubito para guardar el dinero cuando se está en la playa. Ve a la cámara ignorando la sábana de agua que hay a su espalda. La marea está quieta por el robo de tiempo que tiene la foto. En la arena hay huellas, y me pregunto: ¿son de él, del hombre que está al fondo, del camarógrafo o de alguien más? Resulta extraño pensar en ellas: debieron durar solo un par de noches, pero aquí, en la imagen, tal como en la memoria, son perpetuas. Tal vez mi tío fue como esas huellas, un rostro que apenas duró algunos años, pero que estará todo el tiempo posible, como yo lo recuerdo, atrapado en mis palabras.

Para alguien más, será la imagen de un hombre solitario, en medio de una playa que podría estar en Israel, en Ibiza, en Curazao o en Cartagena; realmente ni yo sé dónde tomaron la fotografía, ni cómo ni cuándo. Tengo miedo a preguntar. Parece como si al saberlo le arrebatara toda la magia a las suposiciones que decido hacer de ella. La verdad podría ser: mi tío abuelo en las playas del Rodadero, en Santa Marta; la verdad podría ser: mi tío abuelo en Barú, luego de salir del mar; la verdad podría ser: mi tío abuelo Querubín, en medio de mis escritos, recordándome que lo extraño. Me pregunto cuánto importa la verdad aquí, en la memoria que debo construir yo mismo.

Trato de meterme en un recuerdo ajeno, durante unas vacaciones en las que yo, posiblemente, no había nacido. Temo preguntarle a mi madre si sabe quién sacó la foto. Me gusta imaginar que fui yo, que tuve la posibilidad de verlo a él, sonriendo, junto a un mar que era más grande que las distancias que una y otra vez intentó salvar con el pasado, más grande que el eco del sonido de su risa, mientras me contaba un chiste reciclado por su lucidez esquiva. Me da miedo recordarlo demasiado, siento que así podría desgarrar su recuerdo. Soy ingenuo, la memoria no funciona como un neumático, más bien parece un pozo que se va llenando a medida que nos hundimos más y más. La nostalgia es un puente con las tablas rotas en el que estoy corriendo mientras escribo.

Entonces estaremos ahí durante un instante, tío. Imagínalo. Yo aquí, detrás de todo, sin que nadie me vea o adivine, pulsando un obturador caprichoso, decidiendo que el extraño de atrás merece estar en la foto, quizá porque lo vi en el hotel y me cayó bien. Veo el mar y la arena con sus huellas y un cielo que se torna gris pero que es clarísimo a ojos del lente. Y tú, tío, estarás como sacado de tu mejor época, quietecito en medio de las pequeñas olas que te lamen los pies, sonriendo porque detrás de mí está mi mamá haciendo gestos, o porque algunas de mis tías te pidió que lo hicieras.

Puede que lo que vea en la imagen sea un reflejo de su soledad. Durante mi vida, él fue la representación del soltero eterno, del patriarca huérfano de hijos. Un tío que llegó a ser padre, pero que jamás fue esposo, novio o amante. La escena de la playa parece eso: un presagio, un retrato sincero de él, tal como lo veía yo. Ante esta melancolía, esa soledad parecer ser el fragmento que siento que he perdido.

Las demás cosas parecen mariposas desordenadas. El viaje, sus motivos, fechas y recorridos se desvanecen en la línea de posibilidades. No imagino con quiénes fue o cuándo. Bien pudo ser en diciembre o en julio, cuando sus sobrinos decidieron arrancarlo de su finca para sembrarlo en medio de una playa: una planta con los esquejes rotos. Todos sabíamos que él, inevitablemente, solo podía florecer junto a sus raíces. No en la ciudad, no en una playa: en Quetame, el pueblo que lo vio nacer y que lo extrañó al momento de morir. Pero es reconciliador verlo feliz; volver a verlo, al menos. Imagino un bucle que comienza en la playa, pasa por el pequeño recuerdo de él, dormido en el hospital, y llega a mí, junto al computador, trayéndolo nuevamente, con la foto, a la luz del pensamiento.

Hay algo de misterioso en la imagen, como si las cosas faltantes en ella — el fotógrafo, los barcos, las aves, algún vendedor, el sol y los guardacostas— fueran la verdadera imagen que yo debería ver. Tengo la sensación de que mi tío es apenas el reflejo de todo aquello. Pareciera que sonríe por saber eso, por entender que años después alguien vería este pequeño recuadro de papel que tengo en mis manos y trataría de completar sus faltantes. El secreto de mi tío es su burla, su sabiduría que susurra “déjalo así”, señalándome que eso es la vida, que hay mucho que nunca veremos, pero que todo es suficiente para dejar huellas, perdernos un poco en el mar, saludar a algún extraño y, finalmente, sonreír ante nuestra ignorancia.

Me resisto a pensar en los cables, las agujas, las máquinas y las sábanas blanquísimas. Pongo los recuerdos uno a uno en fila para atar todos sus fragmentos a una nostalgia con sombras de alegría. Me resisto a reducirlo a él a una última pose muda, por eso voy enredándome tanto entre las palabras y esta fotografía. Al final de estas líneas, comienzo a sentirme como el hombre que está sumergido en el mar. Parece que soy capaz de observar todo desde lejos, ajeno a las circunstancias, a mi apellido y los lazos de sangre y vida que nos unen, aun si él ya no está aquí para verme, aun si todo comienza a perderse, lentamente, en el sonido imaginario del rumor del oleaje.

Piensa otra vez en esto, tío. Ya tomé la foto, podemos irnos. Puedes volver a entrar al mar y saludar a aquel hombre al que le das la espalda. Cuéntame el mismo chiste viejo, no importa, esta vez prometo reírme. Detrás de mí construiremos a mamá y a papá en el viaje que nunca hicimos, de camino al hotel donde no nos alojamos, en un manojo de noches a las que no pertenecimos. El fragmento que siento perdido se sigue sumergiendo, junto a su recuerdo, en el mar de la fotografía y, junto a él, yo también lo hago.

Autor

Paulo Augusto Cañón Clavijo

Paulo Augusto Cañón Clavijo

Redactor

Colombiano, periodista y lector de tiempo completo. Escribo para encontrarme. Apasionado del fútbol, la música, los elefantes, las mandarinas y los asados.

Ilustradora

Caro Poe

Caro Poe

Directora de Diseño

Diseñadora gráfica.

Soy encargada del departamento de Diseño e Ilustración de este hermoso proyecto. Estudiante de Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Como no soy escritora, encuentro de gran complejidad describirme en un simple párrafo, pero si me dieras una hoja, un bolígrafo y 5 minutos, podría garabatearlo.

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