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Ilustración Caro Poe

Catalina Fernández

 

Se miró al espejo: el pelo engominado, las ojeras disimuladas, la sotana bien acomodada y el rostro rechoncho y arrugado con su usual semblante de seriedad, pero con unos ojos que denotaban simpatía. Todo listo para el show.

—¿Reverendo Dan? —preguntó alguien detrás de él— ¿Todo listo?

—Sí… —su tono era cansino, venía haciendo esto por lo menos una semana, si bien era muy tedioso, la entrada a la estafa le compraba el pan. —Terminemos con esto.

Salió de su camerino hasta detrás del telón. Al cabo de unos minutos se alzó y Daniel quedó iluminado por un reflector, rodeados de gritos de admiración, caminó al centro del escenario donde había un micrófono y lo tomó, ante este gesto el público calló.

Daniel se tomó un momento para contemplar sus discípulos: gente anciana en sillas de ruedas con cara pálida-verdosa, cabezas peladas por la quimioterapia… Todos buscaban lo mismo: un Milagro.

—Queridos hermanos —empezó diciendo— sé que están cansados, agotados, ansiosos y con sus últimas esperanzas en mis manos, pero crean en mí cuando les digo que Nuestro Dios misericordioso está con nosotros y que actúa a través de mí, su servidor, para brindarle a nosotros, sus hijos, un día más en esta vida. Por eso, los invito a ponerse en su presencia en el nombre del Padre, del Hijo…

Hizo el gesto automáticamente, el público le respondió con un sonoro “Amén”. No importa cuántas moscas hayan, jamás verán el cuerpo, pensó Dan.

—Reflexionemos sobre la vida, que deseamos y que no. Si salen de aquí como más quieren, curados y sanos, ¿qué harán?

—Yo vería a mis hijas crecer —dijo uno de los hombres calvos por la quimio.

—Yo escalaría una montaña —exclamó una chica parapléjica.

—Yo iría a la escuela —habló con debilidad una niña con no más de ocho años.

Las palabras caían en una conciencia vacía y silenciada. No importaba cuantas veces Dan lo hiciera, las promesas no variaban, además, solo el 20% se cumplía.

—Entonces, queridos hermanos, aproxímense. No importa cómo se vayan hoy de este teatro, mañana el Señor ya habrá entrado en cada uno de ustedes y se hallarán curados de su mal y sufrimiento, ¡Vengan, sin miedo!

Pasó las siguientes dos horas —casi tres— tocando y besando cabezas y rodillas. Cada tanto, actores bien pagados se paraban de sus sillas de ruedas o quitaban de sus mangas muy disimuladamente algún trozo de morcilla aplastada afirmando que era un tumor.

La gente se tragaba cualquier cosa.

. . .

Horas más tarde se hallaba cenando en su casa rodante, como en los últimos veinte años desde que iba en ciudad en ciudad con sus pequeños trucos de magia.

Él pensaba sin siquiera echarle un vistazo a la comida. Daniel recordaba a la niña de apenas ocho años y de vestido rosa que quería ir a la escuela, ¿Qué haría cuando se percatase de que fuese lo que tuviese no se había ido?

No lo sé ni me importa, pensó.

Pero si importaba, al igual que Bruno, el chico que deseaba caminar junto a su abuela en el parque; Nancy, que deseaba poder estudiar medicina y ayudar a personas en sus mismas condiciones, o Norberto que quería poder valerse por sí mismo en su vida de cuadripléjico. Claro que tenían importancia, solo que Daniel se negaba a reconocerlo, si lo hubiera admitido esta farsa se hubiera ido a su fin, esto era un negocio y los sentimientos iban en otra parte.

Por supuesto que, en las noches de insomnio, se preguntaba si el Dios que vio en sus clases de catecismo, al contemplar sus actos en el Juicio Final, le permitiría siquiera la entrada al Infierno; si se viera obligado a vagar como un fantasma en este mundo cargando una cruz, ¿alguien vería su pesar?

También rememoraba sus primeros días en el Clero, dando Misa o hasta participando en retiros espirituales, hace diez años cuando aún creía en la Salvación o la voluntad de Dios y no mucho antes de sentarse al volante de Little Polly —su casa rodante— e iniciar su espectáculo lucrativo.

De pronto, escuchó un ruido que lo sobresaltó, sacándolo de su ensimismamiento: alguien tocaba la puerta.

Resultó ser una mujer. Estaba toda sudada y con el cabello apelmazado en su rostro, parecía muy agitada y agotada como si hubiera corrido una maratón —y Daniel sospechaba que sí—. Tenía el aspecto de una persona que hubiera visto lo más horroroso de toda su vida.

—Disculpe por molestarlo señor —su voz era típica del norte argentino, al igual que su rostro oculto por las sombras—, pero necesitamos su ayuda. Dicen que usted es el único, el más grande y, ¡ay! estamos desesperados, ¿Sabe? Es mi hermana y… ya fuimos a todos lados. La muerte parece ser su mejor opción, pero nos negamos a ello… —siguió hablando más rápido que antes, haciendo imposible su entendimiento.

—Alto —intervino el Reverendo Daniel— ¿De qué hablamos?

—De un exorcismo

. . .

Invitó a la mujer a pasar y le ofreció un café; era lo menos que podía hacer.

Un exorcismo. Conocía los procedimientos pero jamás los había puesto en práctica. Como la mayor parte de su vida religiosa, Daniel la desacreditaba. Lo más probable es que sea un caso de epilepsia o esquizofrenia, incluso demencia, concluyó él, pero no se lo dijo a la mujer.

Tal vez pudiera sacar provecho de esto.

—Bien, señora Sorensen…

—Por favor, dígame Alicia. —aludió ella.

—Como prefiera. Cuénteme lo de su hermana, Alicia.

—Bueno —sollozó la mujer—, todo empezó hace tres días. Recuerdo que estábamos cenando y ella estaba enojada porque mamá no la quería dejar comer postre. Sólo tiene seis años y es la menor de todos ¿Sabe?

>>En un momento cerró la boca y se quedó con la mirada perdida. Luego empezó a gritar. Creíamos que era uno de sus típicos berrinches, así que papá la regañó y la mandó a su cuarto. Mis hermanos y yo seguimos como si nada, no era una escena inusual para nosotros siendo siete hermanos.

>>Cuando nos íbamos a la cama, mi hermano Pedro, de ocho años, vino gritando que Ana se había convertido en una bestia.

—¿Le creyeron? —la interrogó Dan.

—Claro que no. Pensamos que Ana le había gritado o algo por el estilo. —parecía irritada, como si la respuesta fuere totalmente obvia— Los niños suelen exagerar —alegó.

—Es verdad, pero los adultos también.

—Tal vez… —su voz apagada e ida, como si siguiera en los sucesos de los últimos días.

—Prosiga —indicó Daniel con un gesto de la mano.

—Era lunes por la mañana y Ana no se levantaba.  fue a despertarla para que fuera a desayunar, sino llegaría tarde a la escuela. Fue ahí cuando la vio.

>>Según ella, Ana se hallaba en un ángulo poco convencional: bocabajo, con los pies plantados junto a las orejas y las manos en medio de un rictus salvaje. Más tarde yo misma fui a corroborarlo. Madre la sacudió, pero la reacción no era la que esperamos.

>>Giró su cabeza para observarla: tenía los ojos inyectados en sangre y la boca parecía la de un perro con rabia, balbuceó algo ininteligible, se puso de pie de un salto y la atacó. La pobre terminó con una mordedura en el cuello y cardenales en los brazos. Luego, Ana volvió a su posición inicial.

>>Ayer estuvo igual. Empezó a recitar un extraño cántico que mi hermana mayor, Bernadett, identificó como latín, aunque estudió muchos años y es bastante destacable, su traducción fue “Oh, Dios Negro, a tu voluntad sirvo; soy tu siervo” y “espero con ansia tu día, tu año y tu hora. Espero la salvación nuestra, su total destrucción”. No parecía posible teniendo en cuenta que a) Ana nunca había oído el latín en su vida y, b) jamás fue a una clase de catecismo.

>>Hoy, inició a saltar hacia las paredes y a tirar objetos en el cuarto. Hasta antes de irme, yo seguía oyendo gritos fuertes y graves. Papá se asomó y pudo contar al menos seis símbolos del Diablo pintados en las paredes con lo que parecía sangre seca.

>>Por esto acudí a usted. Dicen que hace Milagros, y mi hermanita necesita uno.

Bien —reflexionó Daniel, quien no se creía ni una palabra—, ahora viene la negociación.

Procuró poner su mejor mirada de soy un buen tipo que le gusta ayudar, pero no es tu día de suerte y formuló:

—Mire Alicia, —su voz tenía un tono doloroso, que sólo el mejor observador se habría dado cuenta de que era forzado— aunque me gustaría mucho ayudar, no puedo. Esta vuelta por el país no es nada barata y si no me voy de aquí en unas horas, creo que ni siquiera llegaré a Córdoba. Además, hay personas a las que no puedo fallar y…

Se vio interrumpido por un sonoro golpe sobre la mesa. Bajo la vista y observó un generoso fajo de billetes de veinte.

—Estos son todos nuestros ahorros —los ojos de la chica estaban anegados en lágrimas.— Sé que hay más personas a las que debe ayudar, pero por favor no nos deje. Lleve a Dios a mi hermana.

Daniel, encantado y falsamente conmovido, aceptó.

. . .

Esa misma noche, Daniel fue a la casa de los Sorensen. La familia lo recibió entre llantos y bendiciones; el terror se podía ver en sus ojos. El reverendo al contemplar esto, sintió miedo por un segundo ¿Sería verdad después de todo?

Dan, para la ocasión, llevó un pequeño maletín con lo que creyó que sería útil para su gran show: agua bendita, un Biblia marchitada por el tiempo, una figura de Cristo y un rosario de plata. Miró a este último con aprensión; luego de deliberar con la razón, se lo puso. El anterior escepticismo estaba siendo reemplazado por una credulidad digna de un tonto.

La señora “mamá” Sorensen lo guío hasta el cuarto donde se hallaba Ana. Sus hijos los siguieron durante el corto camino —no era tan grande la casa; un pequeño PH en el que apenas cabían—, la puerta, blanca y de madera, lo protegía del monstruo que se hallaba dentro.

Daniel puso una mano en el picaporte, se detuvo un segundo antes de entrar para realizar un gesto que por primera vez en años lo hacía con verdadero sentimiento: la Señal de la Cruz. Pensó si habría alguien rezando por él y el perdón de su alma inmortal. Y se metió.

La habitación estaba mucho peor de como la describió el padre de Alicia: los colchones ya no existían, la cama que alguna vez fue marinera parecía atacada por un león, las paredes y el piso estaban llenos de zarpazos, arañazos y pequeños charcos de sangre. La niña parecía estar en ninguna parte.

El cielo raso estaba atravesado por una gran serpiente de sangre seca, en su vientre, estaba Ana. La niña estaba llena de moretones, con varios trozos de pelo arrancados y unos cortes en sus muñecas profundos e infectados. Su cuerpo, vestido con harapos que alguna vez fueron un pijama, permanecía en un ángulo muy poco natural que ningún contorsionista sería capaz de mantener por mucho tiempo. Parecía dormida, a pesar de su estado.

Pero en cuanto Daniel entró, sus ojos inyectados en sangre se abrieron y giraron hacia él, su cuerpo se desdobló y se preparó para saltarle encima. Daniel se quedó en shock, no estaba preparado para ver esto. Ese podría haber sido uno de sus últimos momentos de vida si no fuera por el rosario: la criatura, que en el pasado fue una niña, rozó con sus nuevas garras las bolitas de plata y el efecto fue inmediato. No sólo la quemó, sino que la arrojó contra la pared como si se tratara de un campo de fuerza. Eso activó al reverendo, quien desesperadamente buscaba en su manoteada Biblia la Letanía de todos los Santos.

—Señor, ten piedad de nosotros —recitaba con voz trémula—. Cristo, ten piedad. Cristo, óyenos. Cristo, escúchanos… —la niña se retorcía. De su boca surgían gritos guturales y graves— Todos los Santos Inocentes-es, ru-u-ueguen por nosotros… —Daniel se apresuraba todo lo que podía. Era muy largo el texto y el demonio, muy poderoso.

Por fin, terminó con un sonoro: “¡OH, DIOS! Compadécete de nosotros”. Ana yacía despatarrada en el piso. Mientras tanto, Daniel siguió con el ritual: leyó en Evangelio de San Juan e hizo a la nena renunciar a Satan —obvio, sin respuesta—. Sin embargo, no hubo ninguna reacción. Eso era muy extraño.

Se acercó con la idea de la muerte rondándole por la cabeza, arrimó la oreja al pecho para ver si podía oír el latido del corazón, entonces, algo le mordió el cuello.

Dan se alzó de golpe sin lograr que la criatura aflojara los dientes. En un acto desesperado tomó su quijada y la abrió. Una vez logrado, la arrojó lo más lejos que pudo y se apresuró a seguir.

Le tiró agua bendita a la poseída haciendo que ella quedara inconsciente por el dolor, no se dejó engañar y, como aprendió años atrás, reclamó el nombre del demonio. Ana oyó en su estado de inconsciencia el reclamo, así que abrió la boca más allá de su capacidad de la cual salió el sonido ronco y argentino de una voz antigua.

—Mi nombre… Abilio —susurró.

—Abilio —vociferó Daniel en un arrebato de valentía— ordeno que vuelvas a la fosa de la que saliste…

—¡NO!

—…y que no vuelvas jamás a importunar esta familia.

—¡NUNCA!

—Invocando a la voluntad de Dios, ¡EXIJO QUE TE VAYAS!

Abilio empezó a gritar y retorcerse, la temperatura subió y las cosas —o lo que quedaba de ellas— iniciaron a concentrarse a su alrededor.

Entonces, todo explotó.

. . .

Los Sorensen permanecieron escuchando tras la puerta. Estaban muy asustados; nadie se atrevía a entrar y la angustia reinaba en el ambiente.

Cuando la puerta explotó, tras ella salió disparado el reverendo Dan. Se veía bastante mal herido, sin embargo, la familia no se fijó en él y renunciaron a sus temores ingresando al cuarto.

Ana estaba viva. Con quemaduras, moretones, sangre y algunos miembros en ángulos desproporcionados, pero viva al fin y al cabo.

Los padres recordaron quién hizo esto posible y voltearon para agradecerle a Daniel. Sorprendentemente debido a su estado, se fue rápidamente y ya no estaba. Rocco, el hermano del medio, logró vislumbrarlo cruzando la calle —cojeando notablemente—, por la ventana.

—Che, miren —invitó él— el reverendo está…

No logró terminar la frase, sintió que algo le penetraba el alma; algo… oscuro.

Fijó la vista en el reverendo, de la nada salió un camión que lo arrolló, cobrando su vida. Más tarde, en la sala de autopsias, dirían que cada uno de sus órganos estaba totalmente aplastado.

Rocco se volteó y observó a su familia con cierto desdén. Desde su posición —el extremo más alejado del cuarto— cerró la puerta sin la necesidad de una llave, dejándolos a todos encerrados y confundidos.

Abilio aún no había terminado.

Catalina Fernández

Catalina Fernández

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