Ilustrado por: Arturo Cervantes
Gary Roldán Torres
Era un día soleado. Hace unas semanas llegué a este lugar, y me siento tan ajeno como en casa. Bueno, «casa». Nunca he sentido que pertenezco a algún lugar, o a algún grupo, ni a mí mismo. Decidí salir, aunque no sabía para qué. No me interesaba quedarme sin comida, no tenía hambre. En las mañanas, siempre recibo la llamada de mamá o de hermano diciéndome que debo desayunar, pero solo les digo: «Sí, ya lo hice», mientras imaginaba qué mentira diría. Simplemente no tengo hambre, y puedo comer casi cualquier cosa cuando la tengo, y si regresa, me la aguanto. Tampoco me falta el dinero, pero no es como que me sobre, sumado a mi innato instinto de no gastar tanto dinero.
Salí, vestido de negro, como siempre. «Llevo luto por la vida», diría Chéjov. De manera inconsciente, creo que buscaba una librería. Lo único que me ha producido cierta alegría es la idea de comprar libros, para luego sumirme en el más horrible arrepentimiento luego de haber gastado tanto en un libro tan delgado. Quisiera volver a tener las fuerzas para robar libros, pero en realidad no puedo, tanto por mi intranquilidad como por la ley. Aquí son más estrictos que en el basural al que hace referencia mi pasaporte. En fin, no encontré ninguna. No entiendo por qué los domingos aquí todo está cerrado. Supongo que fui sobreexplotado.
Estaba caminando, pensando en qué debía hacer el lunes, las horas, si podría dormir, en el libro de Woolf que llevaba en la mochila donde apenas tenía algunas monedas, cuando empezó a llover. No por montones, solo sentí una gota en mi mejilla. Volteé a ver el cielo, pero no veía nubes de lluvia. Creí, por un momento, que había sido la gota de alguien que se secaba las manos por la ventana, o, en el peor de los casos, un escupitajo. Levanté mi mano para sentir el punto de agua, pero nada. A decir verdad, no creí que fuera lluvia, así que decidí seguir explorando el pueblo.
Llegué al río, tras pasar por muchas calles solitarias. Volví a sentir otra gota, pero no había nada en mi mano ni en el cielo. Pensé en suicidarme. Creo que estuve tratando de ignorar el pesar que tiraba de mi rostro y nuca durante todo el día, como si me fuera a fusionar el cráneo con el suelo. Lo ignoré, inútilmente, a través de la masturbación y el dormir hasta tarde. Era domingo, ¿qué más daba? Nada extraordinario iba a pasar, y tampoco podía hacer nada porque absolutamente todo estaba cerrado. Ni siquiera contestaban las llamadas, si lo hacían, era para insultarte por llamar. Pero creo que al final, siempre habrá que saldar alguna deuda, algún pecado.
No soportaba mi existencia, y mucho menos la vida, así que intenté apoyarme en la baranda para saltar, pero cuando la toqué, sentí cierta humedad. Cuando vi mis manos, en efecto, era agua. Creí, o quise creer, que era el agua del río que había llegado hasta ahí, pero era imposible. Bueno, desconozco si es posible o no, puesto que ignoro si así funcionan los ríos y el aire; sin embargo, con cierto temor, miré las aguas calmas del Ebro, y aunque imperceptible a simple vista, había algunas ondas. Limpié mis lentes utilizando mi polo, volví a ver y seguía aquel… No se me ocurría cómo llamarlo. Giré la mirada, y vi que el agua era una pantalla con interferencia. Sentí frío.
Me di media vuelta y decidí continuar caminando. No porque ya no quisiera suicidarme, sino porque me sentía extraño en ese lugar, como si algo no encajara. Era diferente a la extrañeza que me produce el estar vivo, y sí, pese a tener el mismo efecto (no querer estar aquí), esta vez solo era como una sensación de entumecimiento, de neblina. Aún no logro describirlo, mucho menos nombrarlo. También me distraía mirando de reojo cómo los peces se escabullían entre las algas (son algas, ¿no?) como si algo los perturbara. Quién sabe. En realidad, no distinguía bien, y eso que estaba mirando con mi ojo sano, por así decirlo.
Creo que nunca tuve la intención de comprar algún libro, es decir, sabía de antemano que todas las librerías estarían cerradas. Es un poco como cuando abres el refrigerador esperando, mágicamente, a que esté lleno, o que haya lo que querías comer. Hablando de comer, seguía sin hambre. Con la misma intención con la que salí a buscar libros, fui a una tienda de frutas a preguntar si había frambuesas. Para ese momento, noté que el suelo estaba lleno de puntos oscuros; no obstante, no lograba distinguir si tenían cierta curvatura, o era así el diseño de las calles. Quería pisar uno de esos puntos y arrastrarlos, para saber si era agua, pero en realidad, no quería hacerlo, ni tenía ganas de hacerlo, aunque no dejé de caminar con la cabeza hacia abajo, tratando de ver si aumentaban o no.
Metí mis manos en el abrigo, después de acomodar la bufanda. En realidad, no hacía tanto frío, pero sentía el cuerpo descompuesto. Siempre he sido débil, mas no enfermizo. Pero bueno, seguí caminando, mientras veía cómo la lluvia aumentaba. La veía entre los postes, frente a los cristales, en la nada cuando uno pierde la mirada; incluso la sentía en el cabello, o los hombros. Temía por Woolf. Pero cuando alzaba la mano, nada. En serio, nada. Hasta llegó a haber una gota en mis lentes, la cual, tal vez, confundí con una lágrima que saltó, producto de un bostezo. Estaba poniéndome incómodo.
Vi el panel de una farmacia: 17°C, 17:56. No diré que me sobresalté, tampoco que fui indiferente a ello, solo que no podía creer que ya había pasado al menos dos o tres horas desde que salí de casa. Supuse que ya era momento de regresar, muy, muy lentamente. No sé si quería llegar o no a casa. Es paradójico: en ocasiones, prefiero estar encerrado, hasta que ello llega a colmarme, y luego no pienso en volver jamás; algunas veces, he considerado dormir en la calle; mientras que, por otro lado, hay ocasiones en las cuales no soporto la calle, la gente, la bulla, y todo me entorpece al punto en el cual rezo por otra pandemia. Escuché que llovía más fuerte.
Comencé a caminar hacia casa, un poco apresurado, pero no tanto, ya que no quería resbalar con el agua que había en la acera. Me estaba preocupando, sentía que no iba a llegar nunca. El sonido de la lluvia estaba haciendo eco en la acera de al lado, y sentía que se acercaba cada vez más. Quería correr, en serio, quería correr. Mis piernas no se tensaban, estaban en automático. Sentí que caían más gotas sobre mi mochila. No quería quitarla de mi espalda para ver si había gotas o no. Me invadió un miedo horrible. Por un segundo me sentí perdido: ¿a dónde ir? Las personas estaban demasiado lejos como para pedir ayuda. ¿Ayuda de qué? ¿Exactamente qué les diría? «Me persigue la lluvia». «Ayúdenme, no deja de llover».
Llegué a una «esquina» en donde había unos árboles sin hojas, cuyas ramas parecía que querían sostener el cielo. No, no era sostenerlo, porque de ser así, sus ramas estarían como palmas, estas parecían dedos que querían entrar al cielo, como si lo quisieran tocar, sin estirarse. Patéticamente, comencé a imitar al árbol con mis manos, para tratar de darme una idea de exactamente qué querían hacer dichas ramas. Un tipo que pasó en su auto me miró raro, y yo traté de contener la tristeza al ver cómo me veía. Nunca pensé que alguien se detendría a verme, mucho menos a juzgarme y que yo me percatara de ello, pues la mayoría de personas solo se limitan a hablar a mis espaldas. Ignoro hasta qué punto eso me importa, o me lastima.
Por un momento, creí ser feliz. Todas mis cavilaciones fueron interrumpidas por el agua, que estaba entrándome a los zapatos (traía botas). Decidí caminar con toda la prisa que el organismo era capaz de ofrecer, tratando de recordar las calles. Sí, el farol rojo, y de allí, a dos calles estaba el edificio en donde vivía. Crucé por muchos puestos de comida, dulces y peluquerías. ¿Verdaderamente necesito comida? Extrañaba mi cabello largo, era lo único anarquista que tenía, y me lo quitaron. Creo que aquí bien podría salir vestido con ropas horripilantes, sin ducharme, y nadie voltearía a mirarme, siempre y cuando no hable: odian los acentos extranjeros. Yo también… me odio.
Llegué a la planta baja. La puerta principal estaba abierta. Me dio cierto temor pensar en las posibilidades que ello ofrecía, así que me quedé parado allí, con las llaves en la mano, como si esperara a alguien. En el fondo, quería pensar que alguien había olvidado algo en su apartamento, que había subido por ello y que no tardaba en bajar. Había personas en el bar de al lado. ¿Les debería preguntar a ellos si alguien entró o salió? No lo sé. Estuve allí, fingiendo silbar, cuando me percaté de que había dejado de llover. Corría el viento, sí, pero ni una sola gota de lluvia. Sentí calma, así que decidí entrar, mientras cerraba la puerta detrás de mí.
Cuando subí las escaleras, noté que entre pisos las ventanas estaban abiertas, y aprovechando la escasa luz, traté de ver si había rastros de lluvia en el suelo. Nada. No había nada. Todo estaba seco, por lo que no temí en resbalar. Si bien no me interesa morir, sí me preocupa quedar lisiado. Esa incertidumbre de morir me perturba más que la idea de morir, desde antes de leer a Dazai. No quería distraerme pensando en ello, así que continué subiendo tratando de enfocarme en los pisos, los cinco pisos más largos de toda mi vida. A decir verdad, eran cuatro, solo que aquí están acostumbrados a contar el primer piso desde el segundo, ya que consideran como un «piso 0» la planta baja.
Cuando estuve frente a mi puerta, dudé de si estaba asustado de verdad o si era la agitación producida por la falta de ascensor y ejercicio. Giré la llave, quitando los seguros. Entré. Dejé la mochila a un lado, cerré la puerta y dejé la llave colocada. Tomé un respiro, y cuando me dispuse a ir al pasillo, noté algo raro: las puertas de los cuartos estaban abiertas, excepto la mía: todo lo contrario a como recordaba haberlo dejado. No me asusté, pero me dieron ganas de tomar el cuchillo de la cocina y acercarme. Todo parecía descolocado. Ojo, parecía. Sé que dejé las cosas así (creo), aunque sentía que algo no estaba en orden. Sin embargo, después de revisar casi todas las habitaciones, no encontré nada raro. Faltaba la mía.
Temblé un poco. Abrí la puerta: nada. Todo estaba como lo dejé. No diré en orden, porque mi habitación era todo menos eso. Pero… cuando di un paso dentro, sentí mojado en las plantas de mis pies. No noté en qué momento me había quitado los zapatos y las medias. Recordaba, además, que mis pies estaban secos al entrar. Me sentí helado, así que decidí saltar a mi cama, boca abajo, intentando dormir. Fue allí cuando noté que el colchón estaba húmedo. No, húmedo no era la palabra, sino empapado. Saqué una mano para tocar si era solo la superficie o también por debajo lo estaba, pero me topé con que todo mi cuarto estaba lleno de agua. Me di una vuelta como saltando, y la vi frente a mí. La lluvia estaba frente a mí, gruñéndome como un animal rabioso, como si me fuera a devorar.
Salté de mi cama a toda velocidad, pero el agua me retenía. No podía llegar a la puerta. Solo me quedé allí, semiflotando, viendo cómo la lluvia se acercaba a mí. No podía hacer nada, y, en el fondo, tampoco quería hacerlo. Si la lluvia me iba a matar, espero que lo hiciera rápido. Cerré los ojos, tanto por miedo como por resignación. ¿Qué diría la policía? Pienso que les alegraría el saber que otro sudamericano que llega a su país se muere, para luego patear mi cadáver de cólera al no haber sido ellos los causantes, y el tener que lidiar con los trámites para que se deshagan del cuerpo. La burocracia es una mierda en todos lados. En serio.
Mi cuerpo flotaba, sí, y sentí cómo las aguas rodeaban mi cuerpo, cómo lo escalaban para hundirme. Sentí finas agujas, suaves como el sueño, que besaban mi rostro. No quería abrir los ojos, no debía abrir los ojos, pero todo me decía que lo hiciera. Sentí un abrazo, el más frío y cálido de todos los abrazos. Por primera vez, en mucho tiempo, no me sentí solo. Me eché a llorar, hace años que no lo hacía. Solo sentí cómo mi cuerpo se movía, mas no las lágrimas. Después de ello, no recuerdo más.
Descendí… Y toda la casa se llenó de agua.
Epílogo
Han sido días difíciles. Días de trámites, de lecturas. No me siento orgulloso de mi ritmo de vida, en lo absoluto. Creo que hay una sola cosa que me da cierta… alegría, si ello puede ser nombrado así. Aquello a lo que me refiero es a escribir. Comencé a escribir un diario, hoy es el segundo día en el que lo hago. No recuerdo cuándo fue la última vez que escribí en él. ¡Qué pecado el no haber colocado fechas! Por desgracia, la tinta está un poco corrida, como si hubieran intentado borrarlas.
Pero bueno, no importa. Creo que ya he realizado todos mis deberes por hoy, así que saldré a dar una caminata.
Hay un arcoíris bellísimo.
Gary Roldán Torres
Autor
Nació en Lima el 23 de noviembre del 2001. La Editorial autómata seleccionó su poema “¿Qué es el amor?” para una antología por San Valentín llamada Es-cupido.
Fue estudiante de Ciencia Política en la UNMSM. Ha elaborado textos en todos los géneros (incluso guinoes cinematográficos), aunque se desempeña más en cuento, poesía y teatro.
Arturo Cervantes
Ilustrador
Una oscura noche de verano, el abismo abrió su boca infernal, dejando escapar un ser etéreo y terrible, que devoraría todo a su paso con su furia. Eternamente manchado de acuarelas y las almas de los incautos que obtienen lo que desean, se mueve por el mundo deslizándose por entre las cerraduras. También me gustan los gatitos y el té.