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Ilustrado por: Paola Rodríguez

Víctor C. Frías

 

Contar historias es trabajar en un laboratorio en el que se destilan ideas. El producto final siempre debe ser un buen trago, un estímulo que viaje por la garganta y aliviane el amargor de la rutina. Si se bebe directo del matraz, mejor.

Si estás leyendo esto, es porque tienes una mente inquieta y comprenderás el mensaje que viene en camino: necesitamos rescatar las buenas historias de entre todo lo que nos sucede, y separarlas del sufrimiento que convierte cada día en una copia del anterior.

Antes de comenzar, me gustaría destacar una de las cualidades que tenemos como humanidad: somos una fauna a la que le gusta observarse a sí misma, narrarse a sí misma, y basar en ello sus interacciones. Nos atestiguamos, nos reímos de nosotros mismos y aprendemos a concentrar lo esencial de lo que nos pasa.

Te contaré tres eventos que ocurrieron rodeados de ruido, pero que al final se sostuvieron en la cima de los tamices del tiempo para convertirse en memoria. El resultado fue un encuentro con tres personajes que bien podrían merecer sus propias novelas:

Vamos con el primero. En 2015, cuando trabajaba de vendedor de mostrador en una papelería, se acercó un sujeto peculiar a la vitrina. Iba sucio y acalorado, pero con una mirada llena de ansias. Posó su mochila sobre el vidrio y sacó una cartulina rosa doblada en unas diez partes. Le habló a uno de mis compañeros y le pidió que le imprimiera dibujos pequeños de cosas específicas. Así, tuvimos al compañero ocupado por media hora, llenando una hoja de Word con imágenes de personas, animales y planetas del sistema solar. Una vez que se imprimieron, el visitante pidió prestadas unas tijeras y un pegamento en barra. Era el tipo de persona cuyas intenciones daban ganas de conocer hasta el final. Le dio a cada recorte un espacio en su cartulina rosa y empezamos a preguntarle qué era esa preciada posesión suya. Se presentó con nombre y procedencia y nos explicó que estaba construyendo su conocimiento. En la cartulina, todo estaba relacionado por medio de flechas trazadas con lápiz y constituía un orden con sentido para él. «Este elemento se manifiesta a través de este, y este otro, de aquél, y así se proyecta en nuestra realidad» nos decía. Pagó por sus impresiones, volvió a doblar su adorado documento y se marchó, para sumergirse de vuelta en su incertidumbre de viajero autodidacta. Nos quedamos detrás de la vitrina viéndolo partir, sintiéndonos miserables en la agobiante obligación de nuestro trabajo. Él dedicaba su vida a una búsqueda más concreta que todas las nuestras. Nos preguntamos qué tan suertudo y atrevido había que ser, no solo para mantenerse de pie en esa travesía indeterminada, sino para satisfacer las necesidades básicas y tolerar la vida sin preocuparse por el día de mañana.

El segundo incidente duró un instante pero me dejó con una impresión potente: una noche que mis amigos y yo terminamos de jugar fútbol, nos detuvimos afuera de una farmacia para comprar burritos. Donde vivimos, los burritos de guisados son un producto muy buscado para cenar, y es costumbre encontrarlos afuera de estos establecimientos y tiendas de conveniencia. Solemos encontrarnos al vendedor parado ante dos o tres hieleras enormes, repletas de estas delicias, atendiendo sin parar. A su lado, una silla plegable. Siempre lo decimos: por lo general, si el comerciante tiene una sola oportunidad de sentarse, los burritos no están tan buenos. En esta ocasión no hablaremos de “La seño”, conocida y exitosa trabajadora de este giro, sino de un adolescente del que poca gente se percató. Imagina que todo se pone en cámara lenta. Doy una mordida a mi burrito de chicharrón prensado y volteo alrededor, contemplo la esquina en la que estamos parados. El semáforo se pone en verde y los coches avanzan. Un Stratus 2004 negro, con las calaveras destruidas, las defensas colgando y la puerta del copiloto hundida, llega por el carril de la orilla y da un giro imposible, más estrecho que noventa grados, a una velocidad que mataría a cualquiera. Alcanzo a ver a través del parabrisas: lo conduce un sujeto entre 17 y 21 años. Tiene la mirada de las mil yardas. Lo pierdo de vista, va a cincuenta kilómetros por hora en la oscuridad de aquella calle residencial. Deducciones, dos: primera, pudo haber muerto aplastado esa noche y está huyendo del destino. Segunda, cometió un error grave y su seguridad está bajo una amenaza tan grande que esconderse podría ser poco. Pueden desprenderse tantas historias de aquí, pero se perdería la esencia de los hechos.

En el tercer evento, nos encontramos con un personaje perturbador y tan presente antaño que se convirtió en un estereotipo. Su hábitat son los clásicos, ya casi extintos, cibercafés. Toda la adolescencia estudié y trabajé a la vez, así que para tener mis tareas impresas acudía a estos acogedores recintos. El recuerdo es tan nítido: entré, el dueño señaló con el dedo una computadora sin voltear a verme y llevé mi pesada mochila a una silla de plástico blanca, de esas de marca de cerveza que apestaban a axilas. En ese rincón, a mi lado, estaba un sujeto de camisa polo holgada, de las que tienen líneas horizontales de colores al azar. Llevaba una cachucha con la visera para atrás. Su vibra era espesa, como un bochorno esférico que me repelía con todo y silla. Cada ciertos minutos, él hacía un esfuerzo de cuadríceps, levantaba la barbilla y se fijaba si el dueño estaba cerca. Después, bajaba despacio y volvía a maximizar las ventanas que tenía abiertas. De reojo, alcancé a ver el Visor de imágenes de Windows con fotografías de escotes y piernas femeninas. Luego, deduje que estaba visitando otro par de sitios web y regresaba a la ventana de la unidad USB. Mientras yo seguía quemándome las pestañas y haciendo cálculos para que me rindiera el dinero, él no hizo más cosas raras. Solo percibí el momento exacto en el que su tensión desaparecía y extraía exitosamente su memoria Kingston de 2 GB. Ahora que recuerdo, me imagino la voz de Morgan Freeman narrando cómo el espécimen tantea el terreno y termina en el mostrador para enfrentar al dueño. Ambos se evaden las miradas mutuamente y un billete de veinte pesos es acariciado sobre esa barrera de madera llena de calcomanías.

Estas tres historias son el resultado de una destilación en el tiempo. Su presente, mientras corre, está en plena ebullición, y conforme pasan los días nos vamos acordando de menos. Los componentes más volátiles, el personaje y el momento, se evaporan y ascienden puros a nuestra mente, que actúa como un receptáculo de cristal del que hemos de beber en el futuro. Ahí los vapores van enfriándose, y se condensan hasta quedar como un exquisito whisky al que solo le faltan hielos. A disfrutar de esas historias que seguro nos embriagarán de un gozo de talla literaria.

Víctor C. Frías

Víctor C. Frías

Autor

(@victorc.frias en Instagram)

Es un escritor mexicano de terror dedicado a explorar subgéneros como el sobrenatural, el psicológico y el horror cósmico. Cada sábado a las 14h (México) transmite en vivo a través de Instagram Live para narrar sus escritos y abrir un espacio para quienes quieran compartir lo propio en pantalla. Tiene cinco libros publicados en Amazon y relatos exclusivos a la venta en la plataforma Ko-Fi.

Paola Rodríguez

Paola Rodríguez

Autora

Estudiante de psicología, 37 años de edad, resido en la ciudad de Montevideo,
autora del poemario letras del destino, y la novela Lara Glasgow el comienzo.
Empece a escribir a los diez años pequeños relatos, pero en la adolescencia descubrí a poetas como Julio Herrera y Reissig, Delmira Agustini e Idea Vilariño, y me enamore de la poesía, empezando mis primeros poemas a los dieciséis años.

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