Ilustrado por: Caro Poe
Lucía Izquierdo
Estimados miembros del Ministerio Público
Correspondiente a Playa Car
Playa del Carmen, México
PRESENTES
Hoy, viernes 3 de julio del año 2020, yo, Francisco Javier Esteva Gutiérrez, escribo este presunto documento oficial para declararme culpable del delito de secuestro.
Encuentre mi declaración adjunta.
El pasado mes de diciembre del 2019 acudí a la Ciudad de México para encontrarme con mi familia y celebrar juntos el inicio del año 2020. En dicha reunión tuve oportunidad de volver a reunirme con mi abuela María Francisca Esteva Ángeles, la secuestrada. Mi abuela me comentó de diferentes abusos que sufrió por parte de sus hijos, a saber, mi tío Rigoberto, mi tía Elizabeth, mi tía Juliana e incluso mi padre, Francisco Javier, todos con los apellidos Esteva Ángeles, pues mi abuela había sido, en distintas ocasiones, madre soltera y ninguno de los padres es conocido. Mi abuela, a quien desde este momento llamaré La víctima, porque así me comentaron que se usa en estos protocolos de declaratorias legales, me dijo que uno por uno, sus hijos habían realizado distintos ejercicios de tortura en su contra; delitos que van desde estafa, abuso físico y psicológico y, hecho reiterado, secuestro. Viendo su envejecida y sufriente carita angelical y recordando todos los domingos en que me proporcionó lo correspondiente a un beneficio económico sólo por ser su nieto, no pude evitar querer rescatarla de aquellos abusos, por lo que a mitad de la cena decidí enfrentar a todos, rescatar a la mujer y traerla a vivir conmigo en Playa del Carmen, Quintana Roo. Mi familia respondió acorde a lo narrado por la víctima, como una horda salvaje a quien le estaban quitando su única fuente de sustento, francamente no les di oportunidad de explicarse, no estaba dispuesto a hacerlo, pues ¿qué clase de ser humano es capaz de hacerle eso a su propia madre?
Apenas llegamos a Playa del Carmen, La víctima tomó posesión de la habitación principal arrojando por la ventana toda pertenencia que no fuera suya, asumí que estaba desahogándose y dejando salir el estrés post-traumático. Pese a que pasamos momentos iniciales difíciles, a menudo ella se comportaba como una persona dulce, saludaba a los vecinos por la ventana, separaba la basura, iba a la iglesia cada domingo y cocinaba como los verdaderos dioses. Sin embargo, comencé a percatarme de miradas lascivas por parte de mis vecinos, asumí que se debían a mi reciente renivelación en el trabajo que, al tratarse de una agencia turística que da sustento a muchas familias de la zona, también genera chismes y recelo. No obstante, el tema escaló a mediados de febrero, cuando un vecino de alrededor de 80 años, Don Itzaá, llegó hasta la puerta de mi casa pasadas las 6 pm con el único propósito de escupirme en el rostro, aparentemente recriminándome por ciertas cadenas con las que, él sabía, yo acostumbraba atar a mi abuela.
El desconcierto y el enojo me obligaron a llamarla, ella bajó de su habitación en una actitud que bien podría recordar a Sara García en películas como «Los Tres García» o «Cuando los hijos se van», no dijo una sola palabra, lo que, al parecer, incrementó la molestia en el sujeto que, como todo un caballero andante, había acudido al rescate de La víctima. Decidí hacer caso omiso al suceso, pero los exabruptos continuaron escalando; por ejemplo, el 27 de febrero del año en curso, volví temprano a casa por la alerta que desató la llegada a México de la pandemia por COVID-19 y yo tenía la misión de verificar el estatus del sector Turismo para poder emitir una posición al respecto, sin embargo, no había llegado aún al domicilio cuando escuché a La víctima vociferando que, por favor, alguien la rescatara porque su captor quería matarla. Corrí para auxiliarla y me encontré con varios vecinos que miraban desde sus ventanas sin hacer nada al respecto, acaso un celular grababa desde la acera.
Cuando por fin pude entrar a mi casa, me encontré con ella y pregunté qué estaba pasando, ella comenzó a rasguñarse los brazos, el rostro y a gritar que por favor la soltara, decía que iba a matarla. No supe qué hacer, así que lo más prudente que se me ocurrió fue llamar al párroco de la iglesia con quien ella llevaba una amistad cercana. El sacerdote acudió presto y, luego de aventarme cuando abrí la puerta, se encaminó a la alcoba de La víctima para calmarla. Salió sin decir una sola palabra. Una vez más dejé ir el tema, no porque no me preocupara que mi abuela tuviera brotes psicóticos, sino porque me preocupaba más la necesidad de evitar la propagación del virus que podría matarnos a todos. El día 1 de abril se cerraron las playas de Cancún y con ello mi trabajo se mudó a casa, llevé mi computadora, papeles importantes y comencé a recibir visitas constantes de Martha B., quien ejerce como mi asistente para pagar sus estudios de psicología y está dispuesta a ser testigo de los hechos narrados en este documento.
Martha B. entabló una amistad con La víctima. Fue ella quien me explicó que los brotes de mi abuela se debían a principios de Alzheimer y era fácil resolverlo. Sin dar más explicaciones, Martha B. se encaminó hacia donde se encontraba mi abuela, quien ya arrojaba libros, televisor y todo objeto que pudiera romper alguna ventana. Martha B. le dijo a La víctima que ya había encontrado quién la rescatara, la anciana sonrió y la acompañó hasta mi estudio, nos presentó como si fuéramos dos extraños conectados por un amigo en común y Martha B. le explicó que yo la salvaría, pero era necesario borrar toda evidencia; urgía limpiar todo. La mujer, cual princesa escapada de película de Disney comenzó a limpiar todo y a cantar, yo simplemente no podía creerlo, pero ello contribuyó a que volviera la paz durante un tiempo, mismo que aproveché para tratar de contactar a todos mis tíos y a mi padre para pedirles que me salvaran de este ser que más que una dulce anciana parecía una versión femenina y decrépita de Dr Jekyll y Mr. Hyde.
Ustedes entenderán que mi familia se rehusó a ayudarme, no los culpo, el rescate que hice de la presunta víctima en realidad los había salvado a ellos y no estaban dispuestos a dar marcha atrás. Me vi solo en medio de una situación que no supe cómo resolver. Si hoy he decidido escribir esta declaración es porque ayer La víctima me llamó a su cuarto, cuando entré la vi ahí, acostada con un vetusto camisón y un gorro improvisado hecho de lo que alguna vez fuera una hermosa filipina, ella comenzó a preguntar por sus galletas e insistía en que le preguntara por el tamaño de sus ojos, de sus manos, sus pies y… no la dejé seguir, ella me correteó gritándome «leñador”«» y a decir que me mataría antes de que yo la matara a ella, he visto a varios vecinos con antorchas rondar mi casa y estoy desesperado, no soy un monstruo, entre ellos no guardan la debida “Sana Distancia»; temo que pronto alguien toque a mi puerta y no me dirija una sola palabra, temo que no tenga tapabocas, que toquen a la puerta, me aterran esas miradas, sus manos, me aterrorizan esos dientes, su… los… las…me. Alguien se acerca.
Lucía Izquierdo
Autora
Caro Poe
Directora de Diseño
Diseñadora gráfica.
Soy encargada del departamento de Diseño e Ilustración de este hermoso proyecto. Estudiante de Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Como no soy escritora, encuentro de gran complejidad describirme en un simple párrafo, pero si me dieras una hoja, un bolígrafo y 5 minutos, podría garabatearlo.