Ilustrado por: Berenice Tapia
Antonio Malpica
Contar que, en aquella casa, cuya ubicación exacta prefiero callar por razones que ya usted comprenderá, conocí lo que puede ser el verdadero infierno, ese suplicio sartriano donde no hay llamas, pero sí un incendio interior del alma.
Relatar sin artificio que llegué buscando solaz y al menos los nueve primeros días lo encontré. Habría que apuntar que la condición de convivir con el dueño no me pareció un inconveniente sino todo lo contrario; buscaba yo un retiro casi total del mundo; las pocas palabras que intercambiara con el anciano anfitrión del AirBnB serían lo que me salvara de la locura de un silencio absoluto. Pero al décimo día ya no estuve tan seguro.
Decir sin cortapisa que la casa estaba a media hora de camino de terracería del último pueblo de aquel país, en una región profunda de un bosque de ensueño, con luz eléctrica, pero sin internet. La posibilidad de escribir sin interrupción era magnífica. Lo fue, al menos, los nueve primeros días. Al décimo, quise desvelarme para avanzar sobre el clímax de la novela que trabajaba. Para entonces había notado que el dueño siempre leía en el mismo sillón durante la noche entera, por ello nuestra convivencia era mínima. Pero apenas esa noche me di cuenta de que no sólo leía prácticamente a oscuras, sino que daba vuelta a la página en intervalos regulares de minuto y medio.
Advertir a usted que fue imposible no entablar, a las dos de la mañana, ese diálogo que me llenó de congoja y me hizo deplorar la larga temporada que había rentado el sitio. Ha sido así, me dijo el viejo, desde que llegué aquí, hace treinta años. En esta misma esquina la vi por primera vez. ¿A quién? No sé su nombre, pero sí que tiene dieciséis años. O al menos los tendrá eternamente. ¿Eternamente? Sí. Murió en los años setenta, me parece, y me atormenta desde el primer día.
Narrar sin que me tiemble el pulso que el viejo no lo decía con pesar; después de todo, amaba la lectura y su biblioteca no sólo era vasta, sino que era continuamente renovada por el mismo servicio de entregas que le llevaba víveres cada quince días. Con absoluto rigor cronométrico, siguió contando sin dejar de dar vuelta a la página. Me miraba una noche sí y otra también, dijo, con una mezcla de rencor y tristeza desde esta misma esquina. Y justo cuando estaba listo para abandonar la casa, reclamar al agente de bienes raíces que no me hubiese dicho que el inmueble estaba embrujado, retomar mi vida y el ritmo frenético de la ciudad, ella me lo hizo saber. ¿El qué?, pregunté. El motivo de su desazón, claro. En mis atribuladas noches, literalmente no podía dejar de soñar con un solo título: Historia de Dos Ciudades de Dickens, pese a que jamás lo leí en mi vida.
Relatar, relatar a usted, que el anciano sonrió en este punto. La casa me fue vendida con mobiliario y todo, con biblioteca también, continuó. Ella murió en un accidente junto con sus dos padres, así que se fue sin terminar el libro. La corroía por dentro la necesidad de saber si Darnay se salvaba de la muerte y volvía a ver a Lucie. Miré al anciano con sorna y estupor. ¿Es en serio?, pensé. Los fantasmas, dijo él, no son más que espíritus atormentados que han dejado algún pendiente en este mundo. ¿El pendiente de terminar un libro?, me pregunté, mas de nuevo no dije nada.
Declarar que mi silencio obedeció al miedo de estar ante un demente, no un fenómeno paranormal. El viejo se aseguró de dejarlo en claro. ¡Desde luego que no se conformó con eso!, sentenció. Aunque dejó de asediarme desde el momento en que abrí el volumen y le permití conocer el final, página a página, no tardó en obsesionarme con otros títulos. Ahora, se puede decir, soy su esclavo, pues basta alcanzar la página dos para crear en ella la urgente necesidad del saber qué pasa. Su esclavo, sí. Pero no me quejo. A cambio de ello, mantiene lejos a los curiosos… y los lobos son dóciles cuando merodean mi puerta. Además, soy viejo y cualquier día de estos, le hago compañía; sólo habrá que pensar quién dará vuelta a las hojas por nosotros.
Decir, finalmente, que me atreví a dudar de su palabra. Le pedí que no se ofendiera, pero prefería pensar que aquello era un desvarío de su mente, después de todo, a los ochenta y ocho años, era comprensible que ocurriera algo así. Como respuesta, se resistió a dar vuelta a la página por al menos cinco o seis minutos.
Concluir que el miedo que sentí es inexplicable.
Afirmar que lo que vi, inenarrable. No obstante, adopté en el acto la pena de aquella chica, la angustia que se filtraba a través de sus espectrales ojos tristes. Imaginé que aquello que narraba yo con ahínco en mi computadora, ese desenlace necesario a mi historia, podía quedar lejos del conocimiento de algún lector porque se lo arrebatara la muerte. El dolor fue genuino. Sentí que mi corazón era capaz de detenerse en ese momento e impedir que concluyera mi novela por los siglos de los siglos. Dilucidé un mundo sin finales.
Por último, dejar a usted que juzgue si yo mismo perdí la razón en ese instante. Porque el viejo continuó leyendo, al igual que ella, y el miedo se disipó enseguida. Pero he de decir que conocí el infierno de la incertidumbre y me pareció monstruoso. Odié a Dickens. Me odié a mí mismo y el amor a la lectura. Me obligué a no desvelarme a partir de ese día y dejar la casa justo en el momento en que venciera mi plazo de alquiler. Pero antes de irme comprendí a lo que le apostaba el viejo: su propia muerte y un inquilino lo suficientemente gentil como para tomar, por las noches, volumen tras volumen. Y pasar hoja tras hoja. Aunque no encendiera luz alguna para ello.
Antonio Malpica
Autor
Nació en la Ciudad de México, el 8 de marzo de 1967. Narrador y dramaturgo. En 1992 creó, junto con su hermano Javier Malpica y Roberto Cravioto, la compañía de teatro independiente In-Crescendo; en 2000 se estrenaron sus obras Librándola y María Frankenstein, escritas todas en coautoría con Javier Malpica. Primer Premio en el Festival de Teatro de la Delegación Azcapotzalco en 1994; ganador en el concurso de cuento de la revista Viceversa. Premio de Novela Breve Rosario Castellanos por La nena y el mar .Premio Nacional Manuel Herrera de Dramaturgia por Blanco y negro. Premio Sizigias 2002 por El impostor. Premio Nacional de Obra de Teatro para Niños 2002 por Mozart a través del espejo. Premio Gran Angular 2003 por Ulises 2300 y 2005 por El nombre de Cuautla. Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil Castillo de la Lectura 2004 por Querido Tigre Quezada . Premio El Barco de Vapor 2007 por Diario de guerra del coronel Mejía . Tercer Premio Nacional de Novela Una Vuelta de Tuerca 2007 por Nadie escribe como Herbert Quain. Premio Otra Vuelta de Tuerca 2007 por La lágrima de Buda, Premio Gran Angular 2011 por La torre y la luna , publicado como Adonde no conozco nada . XI Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil, en 2015, concedido por la Fundación SM, CERLAC, OEI, IBBY y OREALC, en reconocimiento a su obra literaria dirigida a los jóvenes lectores.
Berenice Tapia
Ilustradora
Demasiado perezosa para pensar en algo decente. Me gusta dormir y mi sueño más grande es poder vivir de hacer monitos. Las dos cosas más importantes que me ha enseñado la vida, son:
1) Estudiar arquitectura no vuelve rica a la gente.
2) El mundo no se detiene nunca, ni aunque estés llorando hecha bolita porque borraste accidentalmente un capítulo de tu tesis.