Osvaldo Miranda
Afirmo, sin temor a equivocarme, que quienes han leído El Perfume, de Patrick Süskind, recuerdan sin excepción los detalles de una escena particular (posible destripe a continuación): el hedor nauseabundo del pescado del puesto donde nace el protagonista de la novela, Jean-Baptiste Grenouille. Este personaje goza de un sentido del olfato sumamente desarrollado, casi animal, que le permite asociar rápidamente momentos, espacios y hasta personas con olores específicos; en suma: construye su memoria a través de la nariz.
La capacidad del cerebro humano de establecer relaciones emocionales con los sentidos es notable: todos hemos experimentado esos momentos en los que un recuerdo que parecía hundido en lo más profundo de nuestra memoria sale a flote ante una canción, un espacio, una textura, un aroma. Tenemos dos ejemplos de Pixar: la abuelita Coco cantando la canción que su padre compuso para ella y el crítico culinario Anton Ego recordando su infancia tras probar cierto platillo.
El mejor ejemplo, para mí, es la deliciosa descripción que el escritor Terry Pratchett hace de Ankh-Morpork, la más grande ciudad del Mundodisco, mundo en el que ambienta gran parte de sus novelas:
«Los poetas han intentado describir Ankh-Morpork. Y no lo han logrado. Quizá se deba a la inanimada vitalidad del lugar, o quizá sea sencillamente que una ciudad con un millón de habitantes y ni una sola cloaca resulta más bien fuerte para los poetas, que prefieren los narcisos, y con razón. De modo que digamos nada más que Ankh-Morpork está tan llena de vida como un queso pasado en un día caluroso, que resultaba tan llamativa como una maldición en una catedral, tan brillante como una capa de aceite, tan colorida como un cardenal y tan llena de actividad, industria, bullicio y de exuberante concurrencia como un perro muerto tendido sobre un nido de termitas».
Vivir la Ciudad de México: una experiencia sensorial
Soy un animal citadino. Por más que disfrute de los paseos a parajes remotos, el contacto con la naturaleza, la quietud de los pueblos a los que no llega señal de Internet y en los que uno puede abstraerse del frenesí cotidiano para perderse en uno mismo —el más enredado laberinto en el que puede uno extraviarse, dicho sea de paso—; a pesar de toda la plenitud que me embarga con lo anteriormente citado, mis vísceras al final reclaman el bullicio, la contaminación, el ruido y el apelotonamiento que solamente una urbe como la Ciudad de México puede proveer.
Recientemente me encontraba platicando con una buena amiga y precisamente comentábamos cómo el extrañar el hogar se vuelve un ejercicio de memoria, no tanto a través de imágenes como de película que discurre en nuestra mente, sino más bien a través de las sensaciones; esto es: a través del fantasma de las texturas, el acúfeno de los sonidos, el regusto de la cocina.
La experiencia de una ciudad se vive a través de todos los sentidos. Imágenes que describen la CDMX son: el Palacio de Bellas Artes, el Ángel de la Independencia (que no es un ángel, sino una victoria alada), el castillo de Chapultepec, entre muchas otras, son fácilmente reconocibles por lugareños y visitantes; los paisajes sonoros que se instalan en museos o en podcasts como Historia Chiquita o el clásico pitido truena-vidrios del vendedor de camotes, o los gritos del vendedor de tamales, o la canción inmortalizada por Germán Valdés «Tin Tan» que anuncia al panadero con el pan; el picor de una buena quesadilla con queso, huitlacoche y su salsita, el cilantro en perfecto balance con la grasa de los tacos de suadero, la amalgama de sabores que es el mole con pollo y arroz; vivir en la Ciudad de México es una experiencia sensorial de tal envergadura que ni el viaje más apestoso de los okupas de Ciudad Universitaria logra emular.
El amor entra por los ojos; la «vuelta a casa», por la nariz
Cuando me encuentro lejos del hogar y entra en mí la melancolía, instintivamente me remito a las imágenes urbanas o al gusto de la comida, pero hay un sentido en especial que logra como ninguno otro transportarme de vuelta a casa -y que, a estas alturas del texto, es evidente-: el olfato.
Me recuerdo volviendo por la carretera después de una larga ausencia. La sensación de «volver a casa» no se consigue cuando vislumbra uno los edificios en el horizonte, o cuando la radio vuelve a sintonizar las estaciones que nos son familiares, o cuando el tránsito cotidiano nos atrapa de nuevo entre sus garras; no, uno sabe que está de vuelta en casa cuando, tras bajar la ventanilla, el tufo de la ciudad lo golpea a uno en toda la cara.
¡Qué maravillosa sensación!
Siendo la CDMX bastión de la desigualdad, donde lo mismo conviven ricos y pobres, diestros y zurdos, ninis y godínez, mugrientos y fifís, ¿cómo consigue la metrópoli obtener un mismo catalizador que a todos, sin excepción, sin distinción de ninguna clase, les despierte la sensación de hogar?
La respuesta, queridos lectores, es la alquimia. La alquimia que ocurre en el más maravilloso, majestuoso e impresionante matraz conocido por la humanidad: el sistema de cañerías de la CDMX.
Este sistema -único en el mundo- es ese recipiente donde millones de personas depositan sus más personales obras, extraídas de lo más profundo de sus entrañas; todas ellas mezcladas en una alquimia de aroma inigualable que, por ser una creación colectiva, a todos nos trae a la memoria el hogar cuando nos llena las fosas nasales. ¡Qué Muerte ni qué ocho cuartos! La verdadera fuerza igualitaria, señoras y señores, es la pestilencia que emana esta amada ciudad nuestra.
Es por eso que, cuando vuelvo a casa tras una larga ausencia y bajo la ventanilla del transporte, distingo el delicioso aroma a caño y pienso: «¡estoy en casa!»
Osvaldo Miranda
Redactor
Caro Poe
Directora de Diseño
Diseñadora gráfica.
Soy encargada del departamento de Diseño e Ilustración de este hermoso proyecto. Estudiante de Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Como no soy escritora, encuentro de gran complejidad describirme en un simple párrafo, pero si me dieras una hoja, un bolígrafo y 5 minutos, podría garabatearlo.