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Ilustración: Alejandra Villela

Breves apuntes en contra del fanatismo literario

 

 

Paulo Augusto Cañón Clavijo

«Yo no creo en ningún personaje, pero quizá he creado un personaje,
para mi mal, y ese personaje se llama Borges». 

Jorge Luis Borges, Entrevista con Antonio Carrizo

Lo primero, antes de comenzar el texto, es ser sincero: también yo, de alguna forma, soy un fanático. Si me lo preguntan, siempre diré que Philip Roth es de los mejores escritores que ha tenido el mundo en los últimos cincuenta años. Pueden mostrarme mil pruebas de que eso no es cierto, estudios académicos, o hasta incluso una entrevista de él, con sus cejas espesas y su metro ochenta de estatura, en donde diga que no, que jamás podría clasificarse a sí mismo en una categoría así, y, de todas maneras, yo seguiría creyendo en eso, en su inmenso valor como escritor.

Ya entrados en materia, es necesario admitir que los fanáticos son personas difíciles de llevar. Cualquier verdad puede torcerse si va en contra de lo que el fanático cree; no basta con pruebas, hechos o razonamientos lógicos. Dentro de su lógica, lo único verdadero es aquello en lo que sustenta sus creencias, y todo lo demás, incluido lo que amenace aquellas columnas ideológicas, sólo puede categorizarse como mentiras o falsedades.

Si me lo preguntan, también diré que, por culpa de los fanáticos, tengo problemas con las figuras de Jorge Luis Borges, Juan Rulfo y Charles Bukowski. No me malentiendan; ellos, como escritores, me parecen increíbles, dueños de un ingenio envidiable. Pero sus figuras, aquellas estatuas ideales, hechas con el aire de sus palabras y los aplausos de sus fanáticos, me parecen cosas lamentables. Voy a explicar el porqué.

El Aleph, publicado por Jorge Luis Borges en 1949, posiblemente es uno de los mejores libros de cuentos que he leído en mi vida. Es una pieza literaria que parece más un trabajo de orfebrería que un cúmulo de historias fascinantes. Desde que lo leí por primera vez, en 2017, lo he llevado conmigo, de la misma forma en que también llevo el eco de los versos de mis poemas favoritos o alguna que otra página maravillosa de mi estimado Philip Roth. Como es natural, luego de la impresión que genera el libro, viene la impresión que genera quien escribió el libro. Es por eso que le tengo un profundo aprecio a Borges, por haber sido capaz de escribir algo así.

No tardé en convertirme en un defensor de su forma de escribir y también —por qué no admitirlo— en un imitador de su estilo, o al menos en una muy mala copia de él. Y es que es normal sentirse deslumbrado al contemplar las luces de una mente brillante. Entonces, después del Borges cuentista, vino también el Borges poeta y, junto a él, el Borges ensayista. Todos tan ingeniosos, tan hechos de sustancia puramente literaria, como si cada fragmento de lo que escribió hubiese sido sólo un reconocimiento de su talento y su resolución. Todo iba bien, hasta que conocí al Borges que opinaba de las demás cosas de la vida. El Borges mundano, el del día a día, aquel hombre que fue capaz de decir que el fútbol era popular porque la estupidez también lo era, y al que se le atribuyen otro montón de frases polémicas y hasta malintencionadas.

Lo más sencillo sería decir que me desencanté un poco. En medio de todo el deslumbramiento, acababa de darme cuenta de que ya no estaba de acuerdo con todo lo que Borges había dicho, y, más aún, que algunas de todas esas frases me parecían estúpidas o, como mínimo, tercas. Me había encontrado con el hombre que existía por fuera de sus libros, y no me caía muy bien.

Pasó el tiempo, y en más de una conversación sobre literatura, o en varios posts «polémicos» que encontré en redes sociales, se me hizo muy frecuente encontrar a personas que no eran capaces de separar esto, usuarios para los que el Borges común merecía tanta o más veneración que el escritor y poeta. Y, como consecuencia, cada una de las cosas que había dicho, cuestionables o no, eran tomadas como verdades universales. De esa manera, el fútbol se convertía en una afición para idiotas, simple y llanamente porque un bonaerense entrado en años dijo que así era. Nada más. Todas y cada una de sus frases —apócrifas o no— servían para lo mismo, para demostrar un piso de superioridad moral e intelectual que tenían quienes lo habían leído sobre todas aquellas personas que no lo habían hecho. Y entonces el pobre Borges se convirtió en una excusa, una vara para medir el nivel de cultura de quienes participaban en cada discusión, un listón que marcaba una estatura mínima, que sugería que todos los que quisieran hablar debían ser medidos con él si deseaban formar parte de la conversación.

Algo similar ocurrió con Bukowski y con Rulfo. Del primero siempre se decía que su vida bohemia era la única forma de escribir poemas verdaderos, y que todo aquel que quisiera atreverse a escribir necesitaba, a fuerzas, emborracharse a más no poder para tener siquiera un texto bueno. Mientras que el segundo se convirtió, virtualmente y en opinión de muchos, en el mejor escritor latinoamericano, capaz de una obra a la que no le cabía ni un sólo cuestionamiento, así como tampoco era posible hallar nada que fuese igual de bueno, o peor, algo mejor.

Mi reacción ante unos y otros fue la misma: entristecerme. Antes que escritores, Borges, Rulfo y Bukowski eran personas; seres de carne y hueso con la misma capacidad para equivocarse que quien escribe estas líneas y —ojalá— de quien sea que las lea. Talentosos, sí, definitivamente; pero también mundanos, con problemas, terquedades y creencias vagas. Pero esto es algo que a sus fanáticos no les cuela. Para ellos, jamás habrá nadie —y tampoco ha habido— capaz de retratar la decadencia humana como el bueno de Charles Bukowski, así como tampoco es posible que exista una mejor novela mexicana que Pedro Páramo ni un poema mejor que Ajedrez.

Si de algo estoy seguro, es que la literatura es un oficio y un universo en el que la humildad impera. Aquel que ha leído muchos libros, sólo debería ser capaz de bajar su cabeza cada vez más y admitir que realmente no sabe tanto como creería, y que siempre será mayor todo aquello que ignora que el ligero cúmulo de cosas que sabe a consecuencia de haber leído. No hay escritores infalibles, básicamente porque tampoco hay seres humanos que lo sean.

Paulo Augusto Cañón Clavijo

Paulo Augusto Cañón Clavijo

Redactor

Colombiano, periodista y lector de tiempo completo. Escribo para encontrarme. Apasionado del fútbol, la música, los elefantes, las mandarinas y los asados.

Alejandra Villela

Alejandra Villela

Ilustradora

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