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Imagen: Caro Poe

Malena Cid

Dulce y sorda como una tapia ungida de rosal, así era ella, siempre y cuando no hablara, pues en cuanto abría la boca, cosa que rara vez ocurría, su voz átonamente ronca rompía el hechizo tejido por su aspecto etéreo.

No gustaba de la lluvia o la luz del sol y, si hay que ser muy justos, tampoco del día o la noche, porque era habitante perpetua del crespúsculo y la bruma donde yo solía encontrarla cada tanto.

Amaba a las palomas, pero también gustaba de los gatos. A los perros les tenía un saludable respeto pues creía, convencida contra toda razón lógica, que podían causar locura, por lo que, sólo de tanto en tanto, reconocía la presencia de alguno de muchos chuchos callejeros que abundaban en el pueblo.

Vestía ropas largas y siempre blancas, collares de caracolas y aretes de perlas, amaba los prendedores con forma de mariposas, con la misma pasión con la que odiaba las decoraciones navideñas por considerarlas cacofonía visual. Sin embargo, desde semanas antes del día de muertos, ella levantaba un gran altar en el frente de su casa, cuya terraza de piedra blanca y tejas rojas servía de marco a la exuberancia de manteles, platos, velas, juguetes, ropa, comida y bebida además de viejas fotos de seres amados que la habían dejado en cuerpo, pero nunca en espíritu que conformaban su altar personal.

Los niños del pueblo sabían que la extraña y sorda mujer que vivía en lo alto de la colina no debía ser molestada, especialmente a mitad del otoño ya que era entonces cuando su aislado y silencioso cosmos se convertía en un atisbo al inframundo, razón por la cual cierta gente del pueblo la llamaba bruja, aunque me consta que jamás realizó conjuro, poción o maldición alguna y que, si existía magia en ella, estoy segura que anidaba en sus manos

Yo solía espiar sus pasos, no siempre consciente, pero si consistente, con la obsesión que sentía por aquel enigma envuelto en ropajes blancos y murmullos de pasos y cuentas.

Cada día de muertos yo solía salir furtivamente de la cocina de la casa que siempre habité, donde sin falta toda mujer de mi linaje debía hacer su arte y su parte en la alquimia que mi abuela llamaba cocinar, para subir por el basto y empinado camino que conducía a aquel lugar y mirar, sin ser vista, la maravilla de recuerdos y ofrendas dejadas por un amor silencioso y eterno.

Y era cuando mi alma infantil se llenaba de aromas, colores, sonidos, sabores y los tomaba con voracidad en un crescendo de sensaciones que culminaban con la perfecta felicidad al escuchar su voz átona y ver sus manos, gráciles y mansas como las palomas, que ella tanto amaba, formar palabras, mitad peticiones, mitad oraciones y todas ellas recuerdos que llamaban algo en mí.

Era entonces cuando me permitía, por una sola vez, ir a ella. Un paso a la vez mis pies se movían a cada ondulación de esas manos mágicas me llamaban desde las sombras para ir paso a paso hasta tocarla y acariciar la suave línea de su rostro, con las puntas de mis dedos y besar su frente enmarcada por cabellos negros como la noche, antes de pronunciar las tres palabras que importaban y que por única vez ella era capaz de escuchar: «Mamá, mi mamá».

Malena Cid

Malena Cid

Autora

Caro Poe

Caro Poe

Directora de Diseño

Diseñadora gráfica.

Soy encargada del departamento de Diseño e Ilustración de este hermoso proyecto. Estudiante de Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Como no soy escritora, encuentro de gran complejidad describirme en un simple párrafo, pero si me dieras una hoja, un bolígrafo y 5 minutos, podría garabatearlo.

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